EL ARCO DE ODISEO, Pecado original, por Marcos Muelas
En mis primeros recuerdos la protagonista es mi madre. Grita y patalea desesperada mientras me arrancan de su lado. Su cara está borrosa y ni siquiera sabría decir de qué color es su pelo. Esto se debe a que quizá no sea un recuerdo real, sino fruto de cómo me imagine la escena durante los años de mi infancia. Sea como sea, yo debía de ser apenas un bebé cuando esto sucedió, así que no debería fiarme de esos recuerdos.
Lo que sí que puedo recordar con total seguridad fue el orfanato donde me criaron. Un lugar inmoral, un limbo creado para nosotros, considerados niños sin alma o peor aún, el fruto del mayor de los pecados. Nuestro pecado original no podía ser redimido, o al menos reducido, con el bautismo. No, el pecado que se nos impuso fue el de nuestros padres y su condena, quedó ligada a nosotros para siempre. Una bola y una cadena invisible atada de por vida a nuestros pequeños tobillos. Pero su peso era totalmente real y tantas décadas después, aún nos arrastra.
A mi padre nunca lo conocí. Fueron los cuidadores los que mostraron especial interés en hacernos saber que todos nuestros padres fueron nazis, y nuestras madres unas fulanas que traicionaron a su país emparejándose con ellos. Quizá, hoy día parezca demasiado duro creer que esa fue la primera lección que nos enseñaron en el orfanato, pero así fue. Ese hecho se convirtió en nuestro primer mandamiento.
En 1940 las tropas alemanas invadieron Noruega y su estancia se prolongó hasta 1945, cuando fueron derrotados en Europa. Los ocupantes se rindieron y fueron juzgados. Algunos fueron encarcelados, otros ejecutados para deleite de los recién liberados. Luego llegó el turno de nuestras madres. Se les condenó por su relación con los alemanes, algo considerado como alta traición. Sus cabelleras fueron rapadas y desnudas fueron arrastradas por las calles, para mofa y escarnio público. Muchas fueron linchadas hasta la muerte, otras juzgadas y condenadas severamente.
Mas tarde, el país tuvo que enfrentarse a un problema del que no sería tan fácil ocuparse. Unos 10.000 niños habíamos nacido fruto de esas relaciones. Unos infantes diagnosticados como futuros traidores al país, con una semilla implantada en nuestros genes de forma congénita. Éramos la descendencia nazi, hijos de los mismos invasores que sometieron la tierra que nos vio nacer, lo que nos convertía en el constante recuerdo de la vergüenza y humillación del país.
Quizá por ello no hubo piedad para nosotros, ni siquiera una palabra agradable por parte de nuestros cuidadores. Ellos sólo veían la prole de sus enemigos, los que tanto les hicieron sufrir durante los cinco años de ocupación y sometimiento.
Al hacernos mayores, fuimos expulsados de los orfanatos para encontrarnos con el mundo real donde aún éramos repudiados y despreciados. Eso hizo que tratáramos de hacernos invisibles. Algunos cambiamos de ciudad y tratamos de llevar vidas anónimas que taparan nuestro estigma. Nos casamos, tuvimos hijos e incluso algunos tratamos de recuperar nuestros vínculos familiares con nuestros abuelos maternos, que en muchas ocasiones, nos rechazaron.
Tuvo que pasar medio siglo para que algunos de nosotros nos volviéramos a reunir. La televisión hizo eco de algunos grupos que habían organizado un encuentro para verde de nuevo. Los antiguos compañeros de orfanato confiaban que, tras tanto tiempo, la sociedad hubiera olvidado su crimen: nacer.
Nuestro grupo, en particular, solo compuesto por cinco miembros, lo hicimos de forma más anónima. Nos entristeció descubrir la alta tasa de suicidios que hubo entre nuestros compañeros durante los años posteriores a la guerra. No podíamos reprocharles nada. Ni siquiera nuestras nuevas familias sabían de esas reuniones. Yo, particularmente, jamás fui capaz de confesar a mi marido mis orígenes. Le hice creer que mis padres fueron víctimas de la guerra y tampoco creo alejarme mucho de la realidad. No era fácil olvidar una educación que nos hizo avergonzarnos de lo que éramos.
Pero, por alguna razón, cada vez que nos juntábamos en aquellas cafeterías sobrias que nos concedían anonimato, podíamos desprendernos de nuestras máscaras y vergüenza. Sin duda, durante esas breves horas, sentíamos que estábamos en casa.
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