PASADO DE ROSCA. Tamales de Chivo. 5.Jenaro, por Bernar Freiría

 



Por supuesto, todo el mundo tenía que estar al día en sus cuentas. Para eso las anotaciones de Jenaro eran importantes. Había ideado un sistema de registro cifrado de modo que nadie más que él fuera capaz de relacionar lo que figuraba en sus papeles con personas, con cantidades de dinero y de sustancias o con actividades concretas. Aun así, nunca dejaba a nadie ver sus cuadernos, sino que cuando tenía que rendir cuentas, traducía él mismo en voz alta sus anotaciones. Custodiaba sus papeles con celo y al cabo de un tiempo sus jefes y pagadores le dieron un cierto margen para decidir cuándo cortar el grifo a alguien. Paradójicamente, el que en un entorno legal había cometido todo tipo de ilegalidades, ahora, en un entorno ilegal, era el encargado de mantener una estricta contabilidad y de velar por que todos cumplieran todas las normas y nadie dejara de pagar lo que debía. Ironías de la vida, el mal pagador se había convertido en el guardián de los pagos. En ningún momento se le ocurrió apropiarse ni de un gramo ni de un peso. Allí no había juicios formales, ni mucho menos abogados defensores; la condena era siempre a la pena capital, y de sobra sabía con qué facilidad la ejecutaban. Así que la rectitud en su proceder estaba garantizada. A cambio, su vida era respetada, tenía una vivienda modesta en el barrio La Alianza de Monterrey y recibía una cantidad de dinero variable pero suficiente para su supervivencia. Ese era su horizonte vital. En esta función de meticuloso y pulcro contable estaba su techo en la organización. Las cuestiones relativas a la procedencia, la producción y la distribución de las mercancías, y de las fabulosas ganancias que todo ello generaba, le eran del todo ajenas. Había encontrado un nicho en un rincón apartado donde no iba a ser nada fácil que lo localizaran los que tenían cuentas pendientes con él en España, eso era lo que debía importarle. 

Naturalmente, su condena en rebeldía implicaba una orden de busca y captura. Se había hecho del modo rutinario habitual para los delincuentes a los que el Estado, después de buscarlos en su domicilio habitual, no dedica un céntimo para encontrarlos. Pero también sabía con certeza que si cometía algún desliz que advirtiera a las autoridades consulares de su presencia en México, sí que podía verse en dificultades. Los abogados, tanto los españoles como los mexicanos, le habían advertido que sus delitos entraban de lleno en los especificados en el tratado de extradición vigente entre España y México. Además, aunque sus acreedores sabían que no podían sacar un euro de él, más de uno, si tuviera noticias, aunque fueran imprecisas, de dónde se encontraba, estaría dispuesto a pagar a un detective para que diera con su paradero y así facilitárselo a quien pudiera meterlo en una cárcel española por el solo placer de verlo entre rejas. Por eso no quería dar ninguna facilidad. No viajaba nunca, ni siquiera se acercaba al centro de Monterrey; tampoco trataba de relacionarse con nadie que no formara parte del grupo de traficantes en el que se movía. Incluso había restringido al máximo las noticias que daba a su familia y, a fuerza de no comunicarse con ellos, notaba que empezaban a tener para él una existencia irreal. Ni siquiera alimentaba la esperanza de regresar una vez que sus delitos hubieran prescrito. La Justicia dejaría un día de perseguirlo, pero sus acreedores, incluidos los familiares a los que debía un dinero que nunca iba a poder pagar, seguirían estando allí donde los había dejado. Su hijo seguiría creciendo sin su presencia, sin su ayuda, y sería un perfecto extraño para él. Probablemente albergara un justificado resentimiento para cuando Jenaro pudiera regresar. Sobre su mujer tampoco tenía ninguna esperanza. Sus relaciones se habían deteriorado al mismo ritmo que las cosas le empezaron a ir mal. Por otra parte, él estaba lejos, pero ella tenía que ver todos los días a muchos de los perjudicados por sus turbios negocios y estaría sufriendo a diario sus reproches explícitos y aguantando las miradas cargadas de desdén que sin duda le dirigirían.  Sería natural, pensaba, que su mujer quisiera emprender una nueva vida, con o sin nueva pareja, eso no lo tenía claro. Y no era algo que se le pudiera reprochar. Por consiguiente, el regreso no era para él esperanza ni horizonte.

Continuará…/

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