PASADO DE ROSCA. Tamales de Chivo, 4. Jenaro, por Bernar Freiría
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Tú te preguntarás dónde estaba nuestro hombre. Pues al parecer, huyendo de la Justicia había ido a parar a México. Parece ser que sus abogados españoles, a los únicos que les pagó religiosamente lo que les debía, por la cuenta que le traía, le habían proporcionado contacto con un colega de Monterrey para que le ayudara a instalarse en donde nadie pudiera informar a las autoridades españolas de su identidad ni de su paradero. El abogado mexicano le confirmó que, si quería ser invisible, no le quedaba otra opción que moverse por los márgenes de la legalidad. Una manera de que nunca lo encontraran era incrustándose en alguna de las poderosas organizaciones del narco existentes en el país. Era seguro para burlar a la policía, pero arriesgado, especialmente para alguien de salud delicada como él. Otra opción, le dijeron, para mantenerse a buen recaudo, en ausencia de dinero para otro tipo de vida, era afincarse en un barrio periférico de la capital y buscarse la vida en actividades marginales o heterodoxas. Y él mismo le facilitó contactos con otros abogados mexicanos que lo introdujeron en el mundo del hampa en los barrios periféricos del noroeste de Monterrey. Los jefes locales lo tuvieron a prueba una temporada asignándole tareas menores y, con frecuencia, humillantes. Finalizada la prueba, que Jenaro había aguantado pacientemente, y como era una persona con estudios, lo acabaron convirtiendo en una especie de contable del menudeo de droga en el área bajo su control. Acudía por las mañanas al lugar, que iba variando de unos días a otros, en el que se distribuía la droga entre los camellos locales. Verificaba el peso y repartía las cantidades que le proporcionaban los jefes de zona, registrando en sus minuciosos y pulcros apuntes todo lo que daba y recibía. Había camellos que trabajaban por cuenta propia. Esos manejaban cantidades mayores y tenían que pagar al recoger la mercancía. Jenaro hacía el cálculo y cobraba a estos peculiares autónomos. Otros, los que se dedicaban al menudeo, pagaban al final del día lo que habían vendido. A veces, no conseguían colocar todo lo que se habían llevado, y entonces Jenaro tenía que comprobar si el dinero que traían concordaba con lo vendido. Para evitar tentaciones, los que no habían conseguido vender todo lo que se les había entregado por la mañana, al día siguiente se llevaban solo lo que habían traído de vuelta y tenían que conseguir el resto del dinero que les faltaba. Solo cuando lo liquidaban íntegramente se les podía dar una nueva pesada, como se decía en el argot. Jenaro tenía que dar puntual información del rendimiento de los camellos, especialmente de los que se acomodaban y dejaban de colocar repetidas veces la cantidad que se les confiaba. Así empezaba su caída en desgracia. Primero se les daba un toque de atención y se les vigilaba por si frecuentaban amistades poco convenientes. Había algo que los camellos tenían expresamente prohibido: cortar por su cuenta la mercancía para conseguir una ganancia extra. El que caía en la tentación y era descubierto, así como los que una y otra vez dejaban de colocar la mercancía que se les había encargado solían aparecer al poco tirados en algún erial con un balazo en la cabeza. La organización no llevaba bien las defecciones ni los cabos sueltos. Consideraban que la mejor manera de callar una boca potencialmente delatora era cerrarla para siempre.
Continuará…/…
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