AMIMANERA, Felicidad, por Juan Ángel Sánchez



Arduo trabajo tiene esta muchacha si tenemos en cuenta que lo único seguro al nacer es que terminaremos falleciendo. Mal empezamos. Cuando me enteré de este sindiós creí que era una broma. Tras esta afirmación universal, verdadera e ineludible, el que crea que está cuerdo es el mayor de los tarados. Sobre este tema, el único que me ha ofrecido consuelo, después de tantos años, es Epicuro en su ‘Carta a Meneceo’, también conocida como ‘Carta sobre la Felicidad’: “Por eso la muerte, el más terrible de los males, no es nada para nosotros, teniendo en cuenta que, cuando estamos, la muerte no ha venido, y, cuando viene la muerte, nosotros no estamos”.


A estas alturas de la lectura, más de uno empezará a pensar… “quién se cree este imbécil para atreverse a hablar de algo tan excelso como la felicidad”. Y no le falta razón, así que voy a optar por copiar y exponer lo que otros han dicho sobre ella. Séneca se ayudó de ideas de escuelas rivales argumentando que la verdad era propiedad de todo el mundo, sin importar de dónde venía; y eso me propongo, aunque seguro que será un trabajo completamente incompleto.


A lo largo de la historia muchos han argumentado sobre la felicidad. Simplificando, digamos que hay dos corrientes en las que podemos insertar a cualquiera. El primer modelo es el Socratismo o el clásico griego. Para ellos la vida humana es indescifrable e ingobernable y proponen la razón como parapeto frente a los vaivenes del destino. La felicidad es para ellos una práctica continua de la virtud en la que hay que intentar controlar el animal instintivo que llevamos dentro. La buena vida es por lo tanto poseer el máximo de felicidad y virtud, entendiendo virtud como el desarrollo máximo de todas las potencialidades de la persona o como se suele denominar ahora ‘el sentirse realizado’.



El modelo romántico es contrapuesto al clásico. El ser humano debe enfrentarse a los golpes de la vida sin temor. Y cuantos más reciba, más resiliencia obtendrá. Se debe dar rienda suelta a los instintos y reivindica que viviremos más felices cuanto más nos acostumbremos a las penurias a las que nos somete el destino. Personalmente no me puedo decantar por ninguno de los modelos. Me parece que los clásicos tienen razón en cuanto a que debemos utilizar el pensamiento como defensa de las posibles adversidades que surjan, pero también estoy de acuerdo con lo románticos en que no se puede vivir con el miedo en la nuca porque esto seguramente administrará dosis ingentes de dolor a nuestras vidas.



Escribía Epícteto: “La felicidad es la ausencia de dolor”. Es una visión negativa de la vida, aunque creo que sería un buen punto de partida, una premisa sin la cual es muy complicado obtener ciertas dosis de dicha. ¿Cómo se puede ser feliz con sufrimiento físico o mental…? El paso siguiente sería soslayar las desavenencias de la vida e intentar vivir un hedonismo clásico en el que la búsqueda del placer sería el fin de nuestras vidas. Entendido como el disfrute tanto de los placeres corpóreos (el sexo o la comida), como el de los intelectuales (la contemplación de la belleza, el deleite de crear arte, la satisfacción de un pensamiento extraordinario…).




Para esto sirve la filosofía, su fin último es entender la vida. Aristóteles estaba convencido de que la mayoría obtiene la mayor parte de su placer aprendiendo cosas, preguntándose por el mundo y preguntando al mundo. De hecho, consideraba que llegar a comprender el mundo (sin referirse solo a los conocimientos académicos, sino también a cualquier aspecto de la experiencia) era el verdadero objetivo de la vida. Sin entender el mundo que nos rodea es muy difícil ser dichoso. También decía que los niños no pueden ser plenamente felices porque no tienen experiencia suficiente y, por eso buscan la gratificación instantánea y les resulta imposible pensar a largo plazo.


Esto último me suena mucho. Lo veo constantemente en los anuncios. Vamos como pollos sin cabeza en busca de la experiencia increíble que nos va a dar ese bienestar instantáneo. Así crean los anuncios. Nos prometen viajes inolvidables, productos que nos cambiarán la vida, pero seguimos siendo desdichados días después de comprar ese automóvil que nos iba a hacer tan dichosos. La inmediatez de la felicidad contemporánea es efímera y naif. Y no critico y digo que sea mejor o peor; sostengo que es indispensable buscar la felicidad a largo plazo. Los clásicos dicen que debemos bosquejar lo que queremos que sea nuestra vida, de los detalles se irá encargando el tiempo y las circunstancias.


Nadie va a ser más feliz después de leer estas líneas, pero os aseguro que lo que aparece aquí ha sido filtrado a lo largo de los años hasta llegar a nosotros, y si no fuera útil seguramente estaría perdido en ensayos filosóficos descifrables sólo por intelectuales que no estoy seguro que expriman la vida al máximo, aunque cada uno con su razón y su búsqueda de la felicidad.






Nota: más vale que corras mucho que como te alcance algún día ya nunca te dejaré escapar por más que tus enemigos se empeñen en golpearme.

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