Entre el bosque y el jardín, por Gedi Máiquez
Si esta ilusión ha ofendido,
pensad, para corregirlo,
que dormíais mientras salían
todas estas fantasías [...]
Os da la palabra este duende.
William Shakespeare
Edda había vuelto a la habitación de su infancia, esta vez transformada en una mujer de espíritu libre y soñador, probablemente forjado en los años vividos en aquel lugar. En ese momento repitió un gesto que le recordó a su niñez cuando la curiosidad y el aburrimiento hacían mella en su carácter. Le gustaba apoyar su frente en el cristal de la ventana queriendo con ello distinguir lo que sucedía en el exterior de la casa doblegando sus ideas al capricho de la imaginación. La tormenta estaba arreciando y el golpeteo de las gotas en la cornisa marcaban el ritmo de sus pensamientos, esos que la llevaban al lejano recuerdo de su amigo de la infancia. Allá afuera estaba el mundo de él, indómito y divertido como siempre, quién sabe si con la esperanza de volver a encontrarse para rememorar las aventuras que un día compartieron.
Ella sabía lo mucho que le gustaban las tormentas y de cómo se convertía en un ser de instintos primarios donde sus aullidos de placer lo acercaban a la tierra mojada. Se lo había dicho infinidad de veces cuando en sus largas conversaciones echados en la hierba del jardín y mirando al cielo despejado, pedía a gritos que volvieran las nubes, no confiaba mucho en la luminosidad del sol, con ella era posible distinguir las sombras que a veces acechaban su espíritu.
Su encuentro fue fortuito, el destino quiso que dos mundos lejanos coincidieran en un mismo punto. La línea divisoria que separaba el bosque del jardín de casa había sido el lugar que produjo el efecto contrario, unir a dos seres solitarios en un universo imaginario creado por y para ellos dos.
Edda a sus doce años leía a Shakespeare tumbada bocarriba en la hierba, posición preferida que le permitía levantar la mirada del libro y ver pasar las nubes cambiando de formas, unas veces veía gatos encaramados a lugares imposibles, otras tantas perros que corrían encima de algodón de azúcar, algunas veces hasta había visto enormes y blanditos osos de gominolas como los que comía a escondidas. Leía porque le gustaba perderse en historias fantásticas e imaginar ser uno de ellos, pero también obligada por su insistente profesora de lengua y por su padre, un estudioso de la mitología nórdica donde su mayor placer era sumergirse en el mundo de Odín y su sabiduría.
- En ese libro aparezco yo- dijo una voz grave que no supo identificar de dónde venía. Edda levantó la mirada y sin asustarse se sentó esperando más información. El sueño de una noche de verano quedó cerrado por un instante y sirvió para apoyar la teoría del interlocutor.
-Mira la portada ¿ves?, ese duende se parece a mí- dijo la voz. -Pues tendrás que demostrarlo -contestó la niña con descaro. Un silencio primero y el sonido de la maleza después indicaron que la voz había decidido salir de su refugio. Una figura delgada y no muy alta se presentó ante ella y sin atisbo de asombro Edda sentenció - Si, si que te pareces. -¿entonces te llamas Puck? preguntó seguidamente. El duende inclinando la cabeza respondió,- si quieres me puedes llamar así. - ¿ Y a tí cómo debo llamarte? dijo a continuación Puck. -Edda, así me llaman. Puck entonces quedó embelesado mirando los expresivos ojos de la niña que lo escudriñaban con asombro pero sin miedo y pensó en lo bonito que era su nombre y los recuerdos que le traía a la memoria. En ese momento decidió que quería conocer a esa humana de mirada curiosa.
La madre observaba desde el salón los movimientos de la niña que realizaba en la hierba. La conversación que estaba teniendo con su amigo imaginario la hacía reír a carcajadas apreciándose por como su cuerpecito se sacudía al ritmo de lo que le contaba. Su madre desconocía la necesidad de dejar un espacio a lo inexplicable para identificar a los seres que habitaban el bosque cercano a casa. La niña guardaba un secreto, había conocido a uno de ellos. La pureza de alma de Edda y su poético nombre habían obrado el milagro de materializarse ante ella con plena confianza. Era un duende de carácter entrañable y escurridizo pero que cuando se veía amenazado no dudaba en atacar sin piedad, Edda lo sabía pero con ella era distinto, quizás por la ingenuidad de la que hacía gala a veces.La mirada inteligente y nostálgica del duende presagiaban una vida de mundos pasados, albergando en esos enormes ojos los misterios del bosque que tenían detrás suyo.
Se hacía necesario tratarlo con dulzura y paciencia, virtudes que la niña mostraba de forma natural aun sabiendo que había que poner una distancia prudencial fruto de haber aprendido a ser invisible, cuando el carácter taciturno y demasiadas veces egoísta del duende lo apartaba de ella para volver al mundo creado para sí mismo. Puck conocía a todo el bosque. A Edda, de por sí observadora y reservada, le encantaba escuchar como hablaba de hadas, gnomos, trolls y de alguna que otra ninfa con nombre y apellido que la dejaba expectante, pensando en su capacidad para meterse en líos de inciertas consecuencias.
Hablaban sin cesar y se prometían que un día visitarían lugares y compartirian momentos juntos, pero ese día se quedó en una ilusión rota por la realidad.Sus viajes eran imaginarios, sabían que nunca iban a llevar a cabo tales planes. El último día de verano llegó a su fin y como de costumbre Edda fue a la línea del bosque, esa que por un tiempo dejó de ser divisoria. A cambio, a esas alturas del verano apenas se apreciaba la separación, como si las dos partes hubieran hecho un pacto, los árboles dado un paso al frente y la hierba envolviera en un abrazo suave y aterciopelado.
Los dos sabían lo que iba a suceder y las palabras quedaron atrapadas en un lenguaje ininteligible. Él tenía que volver a su bosque encantado, su naturaleza lo llamaba a explorar nuevos lugares justificando así su marcha, ella tenía que seguir creciendo, no podía quedarse por más tiempo en el país de Nunca Jamás. Ya no habrían más momentos de risa y complicidad, de historias mitológicas, de tormentas y estrellas en el firmamento. De pronto la hierba dejó de abrazar a los árboles, la línea se marcó como una falla y el hechizo se deshizo dando paso a una mezcla agridulce compuesta del más puro agradecimiento por haberse conocido y de una triste melancolía instalada en ambos que quedaría para siempre como recuerdo de El sueño de una noche de verano.
Ilustración musical
Obertura [El sueño de una noche de verano] (Mendelssohn)
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