LOS POETAS INMUNDOS: V. Último canto de Safo, por Vicente Llamas
Pálidas tierras perecen fatigadas por una edad oscura. Violento y obsceno rumor son los hombres: insanas auras que el céfiro arrancara de la profundidad de la fiebre sacudiendo la soledad del páramo.
Una edad yerma envuelve a sus hijos, agitando sus cuerpos enfermos, quebrantados, mientras los himnos se deshacen en pedazos cuando aúlla la tormenta. Enmudece entonces la tierra, sepultada bajo el llanto, un espantoso manto de hielo rompe a sus gentes, ahogando los sollozos de hogares empañados que parecen querer mitigar sus oficios.
Nada estremece el viento acuciado por la ira que lo sostiene, desvelado por las primeras horas que asoman a su inversa guarida. La lluvia husmea en los umbrales sin rastro alguno de infancia que borrar. Ningún ardiente amor avanza en la complicada tiniebla de pechos oprimidos por la desdicha, irrisorios ensueños estorbados por sus rencores y asperezas (el reposo no consiente formas corrompidas). Ningún vuelo se alza prometiendo semblante al aire. Lastradas de plomo las alas, la mariposa y el albatros se arrastran como grotescas marionetas sobre criptas y pozos sin dios dentro, úteros que expelen deformidad y cenizas. En vano ansían la tumba las almas que devorarán las fieras (fueron antes barro en la entraña de los días).
"Desarraigada sobre el polvo tracio", yace vacía la virtud de los patriarcas: un sol náufrago en el lóbrego teatro que incendiaron los astros al quebrarse. La vacua niebla, el duelo que vaga por los valles helados, el "ocio pérfido" que anegó los umbrales ahuyentando a la lluvia antes de que lograra huellas de niños, esos errantes fantasmas fueron su escuela. Natura muda y muerta nos encubre: el engaño, los impíos afanes se extendieron a las leyes del cielo.
Antes del horror final, el de las estancias subterráneas que convocan a lo muerto, el frío hado de las cosas descifradas golpea la bruma, cosechando la luz reprimida para forjar una visión menos impura que no auspicie máscaras, la irrealidad de las caprichosas criaturas de una voluntad que amenaza a los hombres con su estrago y rehúsa la danza. Devastados signos metafísicos ceden a un acento tenue, la cadencia de "lo que es uno y todo": la belleza repartida en infinitas fosas, no la abstracta libación de cenizas y años cimentados en sepulcros que la tiniebla simplifica.
Más allá del endémico régimen de ausencias que rodean al insomnio hay una forma diáfana, sin norma, que se demora para escapar a la desidia del lógos y a un coro de sombras anémicas; una forma sonámbula, reciente, paraliza a la razón, porque la vida sensible transgrede la falacia y la virtud. Sólo los sentidos pueden apresar el instante eterno entre la vigilia pavorosa de lo infecundo que se extingue y el dulce sueño que repudia. En el tibio compás de la sensibilidad se insinúa una luz onírica, destello de morphè theoû sobre un flujo constante de apariencia.
El elemento sacro es apenas reminiscencia, el Er-innerung presentido de un fondo intangible sobre el que se dibujan regiones cósmicas irresueltas, mientras permanece más allá del mal y sus manos casi humanas, apagadas, vacías de ternura, cruzando sin sonido todos los umbrales como si no existieran puertas, piedras, llanas lágrimas, lívidas criaturas que el mundo cubre de rubor; como si buscasen lo que no puede tocarse, cansadas de aplicarse a la corteza muda, cansadas de echar oscuridad y herrumbre sobre ojos desnudos, sobre labios y latidos saliendo de la noche dura.
Ese fondo, la naturaleza de divina belleza que llama hacia sí a los rostros insepultos, duerme bajo la breña, común a sujeto y objeto, atenuante de su confrontación como co-pertenencia. Es lo sagrado, embozado en la niebla primordial, anterior a todo ser y a todo obrar. Anterior a lo divino.
Derruidas las iglesias, derribadas mezquitas, sinagogas y templos, ruinosos santuarios de culto a la diosa razón que intenta confinar lo sagrado, atrapando a los espíritus que vagan escondidos en la luz, libres de las edades del mundo, acaece el despliegue panteísta de lo dañado: lo sagrado (das Heil’ge, das am Herzen mir liegt), esparcido en sordas cavidades, aguardando el "vigor mendigo" de otras auras malignas.
Sobre esa tierra derramó Safo su canto nupcial, la estrofa sáfica hirió los dedos rosados de Ἕως, el ritmo íntimo de la súplica que invoca a la diosa vacua, el de un yo autómata y su danza maquinal sobre el tiempo de los anhelos cuando el océano (una espalda oscura, un impulso ciego que levanta estrellas macilentas) no anuncia más que a la noche inundando por dentro, pudriéndonos, arañando con su guadaña la edad que nos aguarda:
παῖ Δίος, δολόπλοκε, λίσσομαί σε μή μ᾽ἄσαισι μήτ᾽ὀνίαισι δάμνα, πότνια, θῦμον [...] ἔλθε μοι καὶ νῦν, χαλεπᾶν δὲ λῦσον ἐκ μερίμναν ὄσσα δέ μοι τέλεσσαι θῦμος ἰμμέρρει τέλεσον, σὐ δ᾽αὔτα σύμμαχος ἔσσο.
Sobre esa pálida tierra, Leopardi repasó las fechas de su dolor:
"Caído el velo indigno, desnuda el alma bajará al Averno, y el crudo fallo enmendará del ciego dispensador de eventos [...] Los alegres días de juventud rápidos pasan. Quedan los males, la vejez, la sombra de la gélida muerte. Así, de tantos gratos errores y esperados aplausos, resta el Tártaro".
Murió el engaño, los frágiles dones se hundieron en la sangre. El ansia ha muerto. Descansa, corazón ... "Reposa ya. Bastante palpitaste".
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