EL ARCO DE ODISEO. El odio de Joseph, por Marcos Muelas.







Viajemos hasta la Alemania de 1920. En esa década fue cuando ya se estaban comenzando a gestar las bases del Holocausto. Y no es que la cosa empezara de golpe sino que fue en un crescendo que acabó yéndose de madre.

Imaginad una Alemania, por aquel entonces llamada la República de Weimar, que aún se lamía las profundas heridas recibidas en la Gran Guerra. Una nación que tras rendirse en el conflicto, se vio sometida al pago de indemnizaciones mientras tenía que agachar su avergonzada cabeza.

Joseph Goebbels era uno más entre los numerosos parados que rumiaban el descontento por la derrota. Una derrota que se convertía en la culpable de todos sus males, presentes y futuros. Era un hombre menudo, alejado del prototipo ario. Durante su infancia había padecido una osteomielitis en la pierna causándole una cojera que le seguiría el resto de su vida. Y fue su pierna, lisiada de por vida por una enfermedad intratable en aquella época, la que le privó de sentirse un hombre válido.

Condenado, como si de un castigo de los dioses griegos se tratara, a arrastrar un pie atrapado en un zapato ortopédico, podemos imaginar el bullying que sufriría antes de que esa acción fuera bautizada de tal modo.

Cuando estalló la Gran Guerra, su país pidió a todos los hombres válidos que se pusieran en pie para defender a su nación de sus enemigos, nuevamente el estigma de "no apto" salió a relucir. Goebbels se quedó atrás con las mujeres, los niños y ancianos, mientras los hombres de verdad sangraban y morían arrastrados en el barro de las trincheras.

Todas las humillaciones de su joven vida se verían nuevamente recordadas con la derrota de su nación. Y no es que los alemanes de aquella época se sintieran derrotados, achacaban el final de la guerra, con firme convicción, a una cobarde rendición de sus líderes.

Y así pasaban los años de posguerra, donde los veteranos de guerra ahogaban sus penas en las cantinas. Entre ellos, podíamos encontrar a Joseph, cuya cojera bien podría pasar por una herida de guerra sintiéndose así capaz de aportar su voz a las interminables discusiones políticas detrás de una pinta.

Allí, rumiando la ruina de su nación, hombres sin trabajo ni dinero compartían una sensación de descontento y abandono que sin quererlo fueron convirtiéndose en las bases del odio que les empujaría al mayor desastre de la humanidad.

Fue en una de esas cervecerías donde encontraría al que se convertiría en el epicentro de su vida, Adolf Hitler. Por aquel entonces un veterano de guerra, herido en dos ocasiones, que se retroalimentaba de su propio odio.

Tampoco es que Goebbels fuera un hombre carente de virtudes. Violinista, escritor y buen estudiante eran algunas de ellas. Y no lo olvidemos, astuto como un zorro viejo.

El destino cruzó a estos dos hombres cuya frustración alimentaba un odio que cada vez se hacía más grande. Un odio que el astuto de Goebbels supo canalizar para construir los cimientos del Holocausto. ¿Y qué mejor motivación existía que el odio? La nación estaba sumida en la pobreza y el desempleo y los únicos que parecían inmunes a esa plaga eran los judíos.

Hitler y Goebbels ascendían en política mientras unificaban a las masas con su odio común. Barriendo a sus oponentes a través de la aplastante violencia, obtuvieron finalmente el poder del estado y, mientras Hitler se convertía en el Führer del nuevo Reich, Joseph fue obsequiado con el ministerio de propaganda nacionalsocialista. Así, un hombre tullido que apenas superaba un metro y medio de estatura, se pegó a la estela del hombre dios que él mismo había creado.

Su propaganda creó una pseudoreligión que siguieron millones de fieles, que incapaces de cuestionar tal divinidad, obraban sin cuestionar sus designios.

Goebbels se adueñó de diversos ministerios y creo una fortuna incalculable. El hombre frágil se creó una coraza de seguridad con la que podía enfrentarse a cientos de miles de espectadores y conquistarlos. Tal fue el aumento su ego que, a pesar de no haber servido nunca en ningún ejército, se presentaba con un uniforme militar ante las masas.

¿Cómo un solo hombre fue capaz de llegar tan lejos? Incontables libros hablan sobre su macabra obra. Lo cierto es que siempre será el mejor gestor de la Historia. Un hombre que supo gestionar el odio hasta llegar a convertirlo en un arma. Un arma que trajo la ruina de Europa, la práctica aniquilación de una raza e incontables millones de vidas devastadas. Y quizá no le costó mucho esfuerzo. La potente maquinaria que había creado, se alimentaba de un combustible inagotable, el odio.

Y ese odio que lo envolvía y nutria le llevó a lo más alto, para que a modo de un moderno Ícaro, su ambición se tornara en una prematura caída

Joseph Goebbels abandonó cobardemente este mundo, no sin antes envenenar a sus propios seis hijos, para de huir de sus pecados.












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