Supernova, por Gedi Máiquez




Estaba anocheciendo y el silencio envolvente del paisaje lunar que íbamos dejando atrás invitaba a la calma. Disfrutábamos de ese instante porque los dos éramos conscientes de la posibilidad que no se repitiera algo igual en mucho tiempo, era como la proximidad de un eclipse, bello, efímero y difícil de volver a contemplar.

‒Mira‒. Dijo señalando hacia arriba llamando mi atención. ‒Esa de allí, la que brilla tanto es Venus‒, añadiendo seguidamente, ‒es un planeta muy activo, de altas temperaturas y poco común ya que gira sobre su eje en dirección contraria al resto de ellos, su rotación es muy lenta, diría que Venus se toma su tiempo para todo‒. Se inclinó solícito hacia mí para que yo pudiera coger el ángulo perfecto de visión e imaginarme todo eso que me contaba, mis lagunas astronómicas eran más que evidentes. Volvió a señalar como si de un puntero láser se tratara llevando mi mirada a otra parte del cielo que nos envolvía.‒ Ese que ves allí rojo brillante es el rocoso Marte, su gravedad es tan intensa que incluso dos asteroides han quedado atrapados en él‒. No pude evitar que por mi imaginación pasasen Fobos y Deimos, sus lunas eternamente suspendidas alrededor del frío planeta, sospechando que en algún momento podrían haber disfrutado de una antigua calidez atmosférica.

Una tímida sonrisa se dibujaba en su rostro sereno si lo miraba y su brazo rozando el mío animaban a seguir contemplando las estrellas. Nunca antes Venus y Marte habían estado tan cerca.


Mientras él seguía con la cabeza alzada indicándome por su nombre las estrellas visibles de esa cálida noche de abril, mis pensamientos me llevaron a la mística idea que el universo estaba mucho más cerca de lo que pensábamos, el universo éramos nosotros. Estábamos hechos de elementos que se formaron en procesos estelares, nuestros tejidos, células, átomos que portan nuestro ADN contienen carbono, fósforo o nitrógeno que fueron lanzados al cosmos mientras una estrella de millones de años moría en ese preciso momento.


El universo era ese momento henchido de emociones que hacía que esos dos cuerpos se buscaran en un campo magnético cargado de electrones y protones, un cóctel de energía para sentirse vivos. Lo sabíamos todo, veníamos de librar la más cruenta de las batallas, la que uno libra consigo mismo para no volver a sufrir y nos habíamos convertido en dos expertos esquivando los meteoritos que podrían impactar en nuestro protegido corazón de polvo estelar. Venus y Marte todavía no tenían descendencia, estábamos tranquilos.


Nos hablábamos en una verborrea excitante para poner al día lo que estuvo a la espera durante millones de años, intuyendo que nuestras cicatrices estaban protegidas entre nosotros, aún sabiendo que tarde o temprano nuestra naturaleza explotaría provocando una supernova de imprevisibles consecuencias y que probablemente los astros no volverían a alinearse en muchísimo tiempo. Pero eso no estaba impidiendo sentir una alegría infinita al reconocer nuestro cosmos en la otra persona. Lo único cierto era que nuestra materia había sido parte de un mismo universo y esa afirmación nos daba la seguridad que necesitábamos para seguir viviendo en un espacio en calma pero en continuo movimiento, el que habíamos creado entre los dos, una galaxia particular donde poder perderse.



Noche estrellada, Vincent van Gogh, 1889.

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