EL ARCO DE ODISEO, Julio Verne, novelista y visonario, por Marcos Muelas



Corría el último tercio del siglo XIX cuando el ser humano ya había dado por sentado que el único método eficaz para cruzar los cielos debía de ser el globo aerostático. Sí, es cierto, desde la antigüedad numerosos genios e inventores habían intentado crear diversos mecanismos y vehículos voladores. Pero, ninguno de ellos llegó a despegar del suelo. Hubo algún inventor entusiasta que, cargado con complicados engranajes, subió a un campanario y saltó para intentar alzar el vuelo. Tanto sus sueños como sus huesos quedaron hechos añicos vencidos por la inmisericorde fuerza de la gravedad. Finalmente, derrotados por la evidencia, asumieron que la única forma de volar sería con la ayuda de un globo. Ahora había que encontrar la manera de perfeccionarlo, de poder dirigir el vuelo en vez de quedar a merced de las caprichosas corrientes de aire.


Y así, comenzamos con esta aventura de mano de Julio Verne ambientada a finales del siglo XIX, Robur el conquistador. Los honorables miembros del Weldon Institute de Filadelfia discutían acaloradamente cuál era el lugar perfecto en el que encajar una hélice al globo para conseguir dirigirlo y propulsarlo. Como la mayoría de las reuniones de la Sociedad del Globo, este debate amenazaba convertirse en otra interminable disputa que a nada conduciría. Pero, ese día, un extranjero solicitó audiencia con los miembros del nombrado club. En su petición, aseguraba que el globo estaba a punto de quedar obsoleto para dar paso a otras máquinas voladoras más sofisticadas. La sociedad aceptó la audiencia, sólo por el gusto de burlarse de aquel atrevido arrogante.


El extranjero se presentó bajo el nombre de Robur. Tras ello, aseguró ante los presentes que la máquina voladora propulsada era un hecho. Sin necesidad de globos aerostáticos, el hombre podría volar de forma autónoma siendo dueño del rumbo de la nave. Tales afirmaciones provocaron la ira de los miembros de la Weldon, que eran de mentes obtusas. Pronto las pistolas hablaron por ellos. Utilizando ingeniosos artilugios, Robur consigue escapar de la multitud, que sintiéndose agraviada, decide echarse a la calle en su búsqueda.


Uncle Prudent y Phil Evans, presidente y secretario respectivamente, abandonan aquella sede de ánimos caldeados sin ser conscientes de que están siendo seguidos. Sin previo aviso, son apresados y conducidos a la fuerza al interior de un navío volador. Pronto descubrirán que el capitán del navío volador no es otro que Robur, que los convierte en testigos forzados de su hazaña.


Verne describe la fabulosa máquina voladora, bautizada como el Albatros, con setenta y siete mástiles coronados con otras tantas hélices. Una magnifica nave construida con materiales ligeros y resistentes que se intuye propulsada por energía eléctrica. Esta parece ser capaz de mantenerse en el cielo sin necesidad de repostar. Detengámonos aquí. ¿Cómo es esto posible? ¿Máquinas voladoras autopropulsadas? Recordemos que aún faltaban años para que los hermanos Wright se aventuraran con el vuelo del primer aeroplano. Ya hablamos en el pasado sobre estas premonitorias historias de Verne, adelantadas a su tiempo.


Julio Verne era sin duda un visionario, como bien dejó patente en muchas de sus obras. El famoso escritor francés tiene en su haber la titularidad de cincuenta obras cargadas de aventuras y avances tecnológicos. Y es que, muchos de estos avances, creados por su imaginación, acabaron convirtiéndose en reales.
En 1865 su novela De la Tierra a la Luna explicaba que los tres protagonistas necesitaban de tres días de ida y otros tantos de vuelta para cumplir su misión. Un siglo después se realizó el primer viaje real a la Luna. Tres astronautas, en el Apolo XI, tardaron tres días en llegar hasta la Luna y otros tantos en volver.


¿Os parece creíble que la novela coincidiera con el número de astronautas y días de viaje? No sé cómo pudo calcular la velocidad y la distancia para plantearse esas cifras. Además, Julio coincidió con el lugar de aterrizaje del Apolo XI en el océano pacífico. Cabe destacar que Verne vivió en la época de perfeccionamiento de la máquina de vapor en un momento de avances tecnológicos y la promesa de un inminente cambio global en vísperas de los motores de combustión.


Con Veinte mil leguas de viaje submarino, de 1869, publicó las aventuras del capitán Nemo y su Nautilus, un sumergible autónomo. Pero no fue hasta 1888 cuando el español Isaac Peral botó el que sería el primer submarino autopropulsado de la historia. ¿Otra coincidencia? En sus obras incluso predijo bombas que podían destruir la ciudad de París. Bastaba sólo una de ellas. Aunque los lectores de su época disfrutaron con sus aventuras, muchos críticos las tomaron como ficticias locuras.


El tiempo ha sido su aliado y le ha dado a Julio Verne la razón.




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