PUNTO DE FUGA, El mes de mayo y los lirios del Montseny, por Charo Guarino




Otra vez llega el mes de las flores y ¡ay! de las alergias. Precisamente ahora que la OMS anuncia el final de la emergencia COVID —pues, aunque el virus sigue entre nosotros (hay un repunte llamativo en las últimas semanas), la amenaza, gracias fundamentalmente a la vacuna y a la llamada inmunidad de rebaño, es controlable—, como si se tratara de un déjà vú, mi padre vuelve a ingresar en un Hospital, el Reina Sofía. En el Hospital Morales Meseguer lo encontró el anuncio del confinamiento, y le dieron el alta sin estar del todo en condiciones como mal menor en vísperas de que los centros hospitalarios, convertidos en auténticas bombas de relojería para personal sanitario y pacientes, se vieran al borde del colapso. Del de las batas blancas pasó entonces a ese insólito arresto domiciliario que experimentamos mundialmente la práctica totalidad de habitantes del Planeta, en España en concreto entre marzo y junio de 2020.

De nuevo el mes de mayo, por segundo año consecutivo, está marcado para mí por la reflexión personal sobre la conciencia de nuestra fragilidad como seres humanos. En esta ocasión se ha inaugurado con la enfermedad de mi padre, al que hubimos de llevar a urgencias el mismo día uno, donde se le diagnosticó COVID. No ha escapado de su amenazador alcance, pero afortunadamente está ya fuera de peligro. La neumonía que le ha provocado lo tiene recluido en el mismo centro donde hace justo un año a mi madre le daban el diagnóstico fatal que se la llevó dieciocho días después, tras una penosa despedida, aunque su mente hacía años vagaba extraviada. Su espíritu, en cambio, sigue entre nosotros más vivo que nunca. Su recuerdo continuo nos la hace omnipresente y ubicua.

La nueva situación provoca cambios en mi rutina y la de mis hermanas. También en la de nuestras parejas e hijos. Mientras tratamos de adaptar nuestras obligaciones y horarios para atender y acompañar a nuestro padre, pienso en cómo este virus pudo haber abortado un amor entonces incipiente, mágicamente propiciado por Ovidio —así lo creo—, llegado en mi madurez, pero no por eso distinto en lo esencial a los de adolescencia u otros momentos de la existencia. El amor parece tener un pacto perpetuo con la juventud, el que sancionó Zeus al unir bajo los auspicios de Eros a dos de sus hijos: Hebe, representación de la flor de la vida, y Hércules, el último nacido en mujer mortal, la tebana Alcmena. Y es que de una u otra forma cada vez es como la primera, sin perjuicio de que también sea mejor.

Las circunstancias han impedido un viaje a Barcelona programado con mi padre y mi hermana Ana para visitar a familiares como mi madrina y las hermanas de mi padre, todas octogenarias, y aprovechar para acercarnos al Pla de la Calma a rememorar los tiempos en que lo hacíamos en época de los llamados lirios del Montseny, los narcisos de los poetas, flor símbolo de Andorra, de la familia de las Amarylidáceas, que me evoca a la Amarilis de Teócrito, y, sobre todo, la que de aquél toma Virgilio en sus églogas, con cuyo nombre resuenan los bosques cuando suspira por ella el pastor Títiro. Antes de que estuviera prohibido y hubiera conciencia ecológica de lo que suponía hacerlo, cortábamos o arrancábamos flores que, reunidas en ramilletes, alegraban nuestra casa y la de nuestras abuelas durante al menos quince días con su intensa y perfumada fragancia y la elegante belleza cándida de sus seis tépalos salpicada de pequeñas coronas amarillas ribeteadas de rojo y anaranjado, como si fuera la viruta de un lápiz de colores.


Veo en televisión que el murciano Carlos Alcaraz, joven promesa del tenis mundial, cumple los 20 años pidiendo salud para su familia y celebrando su victoria sobre su rival croata y su aniversario con la inevitable tarta con velas ante un público fiel y entusiasta.

La salud y el amor, subyaciendo a todo y dominándolo, como las flores en el reino de la Naturaleza.

Es tiempo especialmente propicio para la poesía, que por otra parte no precisa tiempo, lugar, tema ni forma determinados.

Vuelvo a poemas como “romancillo de mayo” del malogrado Miguel Hernández, versionado por Joan Manuel Serrat, el noi del Poble Sec que se acaba de retirar definitivamente de los escenarios tras una extenuante gira que finalizó las pasadas Navidades en su Barcelona natal (la suya y la mía), o “Antes que el tiempo acabe”, de Sueño del origen (2011), poemario del murciano Eloy Sánchez Rosillo, que ha quedado para siempre unido en mi recuerdo a los últimos días de vida de mi madre.


Y, pensando en las Amarylidáceas, no me resisto a reproducir el comienzo de la primera égloga de Virgilio en la bella traducción al castellano de finales del siglo XIX de Eugenio de Ochoa, y los hexámetros primero y quinto del mismo fragmento en su lengua originaria, el latín. Palabras de inconfundible aroma, como el de los lirios aquellos de mi infancia que un año más, frustrado el viaje previsto a una parte fundamental de mi pasado, visito con la memoria que sigue siendo mi aliada. Ojalá no me falle nunca. Tampoco (especialmente) la selectiva, esa que nos ayuda a tomar aliento poniendo su foco y destacando las vivencias que, rememoradas, vuelven a hacernos felices.

¡Títiro!, tú, recostado a la sombra de esa frondosa haya, meditas pastoriles cantos al son del blando caramillo; yo abandono los confines patrios y sus dulces campos; yo huyo de mi patria, mientras que tú, ¡oh Títiro!, tendido a la sombra, enseñas a los bosques a resonar con el nombre de la hermosa Amarilis.




Tityre, tu patulae recubans sub tegmine fagi […]

formosam resonare doces Amaryllida silvas.






Comentarios

  1. Eso es la vida: existencia y cultura. Ninguna ha de vivir a solas. Muy bien, Charo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Santiago, por tu aprecio constante y tu apoyo incondicional

      Eliminar

Publicar un comentario