PUNTO DE FUGA. Omnia mutantur, nihil interit, por Charo Guarino



Desde la tarde de ayer, viernes 19 de mayo, a tan solo cuatro días de que se cumpla el año de su partida, las cenizas de mi madre reposan en el cementerio de Cobatillas, al pie del Cabezo Bermejo, junto a los restos de sus padres, mis abuelos Paco y María, fallecidos hace treinta y cinco y veintiocho años respectivamente. 


Su recuerdo seguirá vivo y presente cada día en mi padre y en sus tres hijas. Aún me parece mentira y me estremece tomar conciencia de la realidad de su muerte, de la nefasta enfermedad que se la llevó y el terrible mal del Alzheimer, tan cruel, que años antes empezó a desdibujar el mundo para ella. Mi madre, como muchas madres, fue el espíritu del hogar, los cimientos de la familia, nuestro consuelo y sostén con su entrega y abnegación. Su amor a mi padre y a todos los suyos, desde sus padres a sus hijas y nietos, hermanos y sobrinos se revelaba en sus actos y gestos. Cuantos la conocieron coinciden en que fue una mujer bondadosa, hacendosa y honrada. Con la sonrisa pintada en el rostro, siempre amable, enemiga de chismes y maledicencias. Humilde, prudente y discreta. Educada en el esquema ideal de la matrona romana: univira, domiseda y lanifica (de un solo hombre, ama de casa y dedicada a las labores del hogar, entre ellas la del tejido, que con primor ejecutaba elaborando jerseys y otras prendas para nosotros). Con solo trece años conoció a mi padre, el muchacho granadino, empleado del taller de motos colindante con su casa que la enamoró y con quien se casó a los 21 años, apenas cumplida la que en aquella época era la mayoría de edad. Con la que hoy tiene mi hija ya había nacido yo, su primogénita, a quien puso su mismo nombre. Aunque en ello no intervino su voluntad, me consta le agradaba que la genética nos hubiese proporcionado un más que notable parecido físico. Más allá de la fisonomía, desde que falta me sorprendo utilizando tal vez como homenaje inconsciente expresiones que ella usaba y me remiten a ella, gestos que me la recuerdan, mil detalles que me dicen que sigue viva aunque ya no pueda verla, abrazarla ni decirle cuánto la quiero y cuánto la echo de menos a cada instante. Cómo me duele el dolor de mi padre y su fragilidad, privado de la mitad de su alma, su lucha interna y su reticencia a separarse de la materia que fue, transformada en lo que asemeja arena de alguna playa que pudimos frecuentar en el pasado. 


Como a mi padre y a mis hermanas me ha costado despedirla, porque me resisto a aceptar que se haya ido. La sigo sintiendo aquí, a mi lado, o tal vez sea la necesidad de que así sea, porque al mismo tiempo noto el hueco hondísimo de su irreemplazable ausencia.


Así las cosas, hace una semana Ovidio vino en mi auxilio en un momento difícil a través de mi amiga Antonella Fabriani, reclamando mi presencia en Roma durante unos días. Ciertamente fue un oasis en medio del desierto que atravesaba, con mi padre enfermo, contagiado de Covid y con neumonía, coincidiendo con los días en que el mes de mayo pasado acompañábamos a mi madre en su agonía.  


La forza de la poesia, una manifestación cultural que se celebra anualmente en Frascati, tomaba como referente este año al poeta de Sulmona, y lo hacía en Villa Falconieri, la primera entre las tusculanas, construida en el Cinquecento, en una antigua villa romana que perteneció sucesivamente a las familias Cenci, Sforza, Gonzaga y Montalto antes de los Falconieri, y los Aldobrandini, con un papel de mecenazgo que impulsó el desarrollo del Humanismo y el Renacimiento. En ella tiene su sede desde 2016 la Accademia Vivarium Novum dirigida por el profesor Luigi Miraglia, impulsor de los estudios de griego y latín y de su uso como lenguas vivas, muy cerca de Villa Aldobrandini, donde Antonella realiza labores de archivo, y de su casa, en Grottaferrata, situada en las colinas Albanas, donde amablemente me hospedó.


Fue un auténtico bálsamo para mí escuchar en Tuscolo (la antigua Tusculum, ciudad de origen de Cicerón) textos de las Metamorfosis de Ovidio, las Tristes o El Arte de Amar, interpretados por el laboratorio de dramaturgia antigua de la Universidad de Roma Tor Vergata o gozar de la compañía de una anfitriona y cicerone de lujo junto a su pareja, Enrico Carta —que nos recibió en su acogedor restaurante, ‘Piccolo continente’, especializado en cocina sarda, en la via Pisana, próxima a Fiumicino y a Ostia Antica—, y solazar mi espíritu con la contemplación de las obras de arte de los Palazzi Barberini y Corsini en un día lluvioso, que coincidió con la visita a Roma de Zelensky, del Palazzo Chigi  en Ariccia, bordeando el lago Albano, o el Castillo de Bracciano junto al lago homónimo antes de pasar por Anguillara Sabazia, lugar de residencia durante muchos años del pintor murciano Pedro Cano, hermanada con su Blanca natal.


La mitología griega atribuye la duración de la vida de los seres humanos a la voluntad de tres hermanas hilanderas: Cloto, Láquesis y Átropo, las Moiras, a las que los romanos dieron el nombre de Parcas, que nos resulta más familiar. Como las tres Parcas, mis hermanas y yo tejíamos junto a nuestra madre en los días de su agonía. Mi hermana Manoli, la menor, escribió estos versos que siguen conmoviéndome porque reflejan con sencillez aquellos momentos de dolor profundo, de impotencia, de serena aceptación de lo inevitable:


Al pie de mi madre tejo

horas, recuerdos, silencio.

De vez en cuando levanto los ojos

y la veo, 

observo su respiración.

La mía se hace pesada, me cuesta respirar,

se me hace un enredo en el pecho.

Otra vuelta más… la labor avanza

¿Cuánto tardaré en terminarla?

¿Cuánto tardará ella en rendirse?

Ella ya ha terminado. Yo también


Sin duda la vida camina junto a la muerte, como sugiere el mito heleno, pero aunque a veces no lo parezca, siempre gana el pulso la primera, porque, como afirma Ovidio, “Omnia mutantur. Nihil interit…” (Todo se transforma. Nada perece…).





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