LOS POETAS INMUNDOS, por Vicente Llamas
I. EL DESASOSIEGO
El nombre es sólo el comienzo de la huida, una oración impura que desemboca invariablemente en lugares dañados que nunca duermen, dispersos por la ciega caligrafía del azar. La caída que divide dos incisos de penumbra nos define: una estación aciaga muele y rehace sin cesar la lejanía; fracciones de vida basada en la distancia que va del hombre a sus fantasmas vengan en ella su angustia y el fracaso de unas alas que baten para pasar las turbias páginas de los muertos en cuyos huesos comienza la tiniebla.
Un hombre se escabulle bajo infinidad de nombres, huyendo de su propia desolación, para encubrir lo que fue o lo que deshizo, máscaras esparcidas entre fugaces instantes de anonimia suspendidos en las gélidas aguas de espejos que susurraron sin pudor su desnudez dejando ecos desvaídos que no rozaron a nadie y ciclos intermitentes de claridad en los que la mentira parecía una forma de desdén o una aparatosa frivolidad.
Imaginad un ermitaño. Imaginadlo, aguardando el momento decisivo. La nueva concha frente él, bien escogida para alojar un abdomen más voluminoso y soportar una sorda logia, más letal, de anémonas. Súbitamente, acuciado por una sensación de opresión última, se decide a exponer su cuerpo a la feroz vigilia de las aguas, presintiendo amenazas, ávidas bocas que ansían su desamparo; ojos insomnes, sin párpados que separen el sueño del acecho, atentos a su desnudez, como si la comprendiesen. Así exactamente, el impostor.
Ningún hombre concreto, imaginadlo, el hombre sub specie aeternitatis. De él brotan todas las ciudades, su lento tráfago de voces y derrubios, la lógica maquinal de días que no pertenecen a nadie. Reunidos en él, los actos de un solo individuo pesan más que los nueve cielos concéntricos que le cercan, pero el tiempo no rehace las cosas que perdemos, las arroja al fuego, sin retorno.
Ved: está a punto de quedar atrapado definitivamente en una de sus máscaras, siempre escondiéndose de lo que ya ha arruinado bajo un nombre distinto, un velo gris extendido sobre infamias para encubrir al voraz animal que habita dentro, antes de cada nueva amante (todas eran la misma, sin que pudiera saberlo), después de cada sed, que era siempre la misma sed sin saciar, tras cada puerta negada o cada lluvia muda, suave, como la "súbita mano de un fantasma oculto entre los pliegues de la noche" que trajese un terror antiguo al corazón.
Sucede lo mismo a la mayoría de los hombres, los nombres que adoptan sólo sirven para desposeerlos y que la muerte les encuentre, no designan su desquiciada vigilia, las cosas que dejaron incompletas reclaman manos más firmes que hilen ilusorias convicciones para no agravar su orfandad. Oscuros cobijos en los que ocultar lo que ensuciaron con su desarraigo. El nombre es la guarida más oscura, el frío suburbio del animal profundo, la opaca memoria periférica que lo encubre para que nadie puede verlo vagar sin norma por estancias sombrías, errar sin destino entre dos ráfagas sucesivas de penumbra. Allí conspira, borrando restos de sueños quebrados por las primeras horas pálidas que remontan el este, arrastrándose por glaciares y depósitos de lodo que se extienden más allá de lo violado.
Cuando se acercaban demasiado a lo que iba a enterrar o a lo que ya había olvidado, no estaba ante quienes pudieran juzgarlo, oculto bajo una nueva máscara se mezclaba con ellos, sumándose a su hostilidad, acosando al otro que había sido él mismo, fracasando siempre: una exuvia vacía, despojos de una metamorfosis cumplida que no albergaba el menor rastro de lo que había deshecho, mientras el parásito íntimo que le acompañaba iba erosionando sus recuerdos, componiendo su oscura linfa, completando sus órganos. Incubaba su hambre, su acecho, los demás instintos, alimentándose de horrores opacos aún, de ira aún opaca cuyos destinos vacíos eran la hueca geografía del insomnio futuro.
Bajo uno de los nombres fue homicida. El mejor modo de esquivarles era seguir con ellos, imitándolos, sin saber que al hacerlo se buscaba mismo, una y otra vez despreciable, "tantas veces inmundo, tantas veces vil, imperdonablemente sucio" bajo cada nuevo disfraz, hostigado por rumores que no tenían su forma, sufriendo ofensas que no le indujeron a confesar una sola infamia, "no un pecado o una violencia, sino una cobardía".
Los indicios apuntaban en esta ocasión al 17 de la calle Bela Vista. Allí acudió un pequeño grupo, Bernardo Soares lo encabezaba, impulsado por la fundada sospecha de que se hubiera encerrado en la casa de la infancia. Nada: ropas apócrifas, prendas huecas que no retenían ya ningún hedor, ninguna desnudez, ningún rastro de exilio. Nadie dentro. Debían aceptarlo: exigirle "sentimientos de hombre común" era como exigirle que fuera rubio y tuviera los ojos azules o de cualquier otro color.
Eludía los espejos por una rara aprensión, inofensivas aguas vacías, sin memoria, que no podrían ser cómplices del otro que era él sin saberlo. Le habrían revelado "casado, fútil, cotidiano o tributable", sin delatar jamás al animal profundo, los rasgos de la vieja servidumbre ... Algo, no obstante, le prevenía contra esas aguas sediciosas que no necesitaba para ungir su profundidad: quería estar solo, sin reflejo siquiera, "mientras tardaban el Abismo y el Silencio".
La heteronomía le volvió enigmático, al tiempo que le devoraba el sueño de sí mismo en cada altar erigido a un dios diferente. Huía "sintiéndose multitud", porque el alma es en cierta manera todas las cosas. Así, Alberto Caeiro, irritado con la metafísica (las cosas simplemente son, sin hábitos abstractos, derruidos los símbolos), practicó "la metafísica de no pensar en nada" hasta que le abatió la tuberculosis, convirtiéndole en Álvaro de Campos.
Álvaro viajaba "sintiendo todo en todos los sentidos", el universo entero en sí mismo, cada pequeño crimen, cada estafa, cada furiosa exaltación, los ínfimos detalles preformes de la vida urbana, como si en un solo hombre se cumpliese la historia entera del mundo. Una hiperbólica versión de sí mismo, casi noúmeno o identidad ideal, aleph en los reinos ocres que la muerte traza con manos húmedas, cuyo rastro no logró borrar por completo la transfiguración. No tenía la menor ética, "era amoral, si no positivamente inmoral", arrancó la inocencia a niños de ocho años, sofocando su lujuria. Jamás dio un paso para remediar la injusticia del mundo, profesó una fe nocturna, se miró a sí en las páginas más íntimas, y cuanto más peligro se cernía sobre él, más se acentuaba su crueldad ...
"¿Qué importan la carne y el hueso de las hermanas, de las madres y los niños, cuando la torre no cubre la retirada ...? La sangre poco importa".
Diario sobre una mugrienta pared de la Primera República, la que expandió la ciudad más allá de la Baixa y el regicidio de la Casa de Gotha. Ecos del hombre que ya se había vuelto otro, hundiéndose en sí mismo.
Ricardo Reis fue más metódico, aquejado de cierto bucolismo presintió el fin inexorable de toda vida, la suya también, pero el fantasma sobrevivió a su creador, indefinido, insatisfecho.
Bajo todos los nombres fue poeta. El del asesino y el del monárquico, el del viajero y el del epicúreo. El nombre más decisivo está escrito entre dos fechas, los días anónimos que fueron verdaderamente suyos, pues los poetas no tienen biografía, hombres que nunca existieron, nunca fueron ni serán nada, perplejos farsantes que imaginan "trópicos humanos", giros lúbricos de grúas en el tumulto disciplinado de las fábricas, imposibles ventanas al misterio exterior o al de dentro de las piedras y los sueños, almas torcidas que fingen tan completamente que hasta fingen el dolor que en verdad sienten.
Y sus 83 nombres convergen en el animal profundo, un solo latido deshaciendo todos los hechizos, cuando ya no estaba allí, golpeando todas las puertas, cuando ya no estaba allí, desvelando a todos, que forman el mismo animal profundo, la misma huida, la misma vacía e imperfecta verdad, el mismo naufragio: una sola y vasta muerte heterónima. La misma búsqueda sin hallazgo, porque ya no estaban allí.
Todos el mismo libro, el mismo desasosiego, cuando ya no había nadie dentro.
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