PUNTO DE FUGA. A mi madre, en el día de las madres, por Charo Guarino
Hoy, primer domingo de mayo, se celebra el día de la madre en España. Mayo, el mes de las flores, es un mes poético por excelencia, pues en él la primavera se encuentra en todo su esplendor en nuestro hemisferio, y la vida se renueva en un ciclo que a nuestro sentir mortal se antoja perpetuo. En la antigua Grecia se explicaba esa reincidencia natural como el resultado de un pacto que tenía como protagonistas a una madre y una hija divinas: Deméter y Perséfone. El amor maternal se imponía a la violencia, al poner como condición la diosa de la agricultura, para no poner fin a la vida en caso contrario, la restitución siquiera temporal de su hija raptada y llevada al inframundo por su tío Hades.
Cuando mi hermana Ana y yo éramos niñas, y más tarde, cuando nació la pequeña, Manoli, mi madre preparaba un ramillete de flores para que las lleváramos al colegio en honor a la Virgen y cantábamos aquello de “El trece de mayo la Virgen María bajo de los cielos a Cova da Iria…”, en referencia a la Virgen de Fátima, nombre árabe que significa ´la única´, como únicas son las madres. Era un colegio laico y público, pero en los años 70 del siglo pasado era normal que así se hiciera. También lo era realizar manualidades para obsequiar a la madre, igual que por San José se hacía en relación con el padre. Nunca pensé entonces en los niños que pudieran ser huérfanos, y que por ello ese día sería extraño cuando no doloroso para ellos. Y seguro que los habría.
Ayer acompañé a mi padre a llevar unas rosas al cementerio donde conservamos los restos de mi madre. La soledad del lugar en que se ubica, en la parte más elevada del pueblo, a los pies del monte al que se conoce como Cabezo Bermejo por su color, o Cabezo de la Raja por la fisura que muestra en su cima, le confiere un estatus privilegiado. Creo que es un lugar idóneo para reposar cuando llegue la hora del adiós, y allí espero que mi cuerpo encuentre el descanso eterno.
En todos mis viajes he tenido muy presente a mi madre, y añoraba el regreso a casa, por bien que lo estuviera pasando donde quiera que fuese, porque sentía que, como ocurría al personaje mítico Anteo, al tomar contacto con su madre, Gea (la tierra), volvía a cobrar fuerzas. Conservo un cofrecito en el que guardo unas pocas cenizas suyas, y en caso de necesidad acudo a él, pero cada vez se espacia más la frecuencia, no porque no la necesite tanto o más si cabe, ni porque el hueco irreemplazable que la orfandad ha dejado en mí se haya colmado, sino porque siento que mi madre está en todas partes, como un espíritu benefactor que me protege, y, sobre todo, dentro de mí, en la célula más recóndita de mi anatomía, que comparte su ADN.
Hace un par de días, el viernes 3 de mayo, por amable ofrecimiento del pintor Pedro Cano, presenté en la Fundación que lleva su nombre en Blanca el poemario que me ha editado MurciaLibro en edición bilingüe gracias a Anastasia Lambrou, que ha vertido a la lengua de la Hélade actual mis palabras y que me animó a publicarlo cuando yo dudaba si hacerlo. Fue un acto entrañable, en el que me sentí muy arropada, por mi pareja, José Luis Montero —que cumplía años ese día, el mismo en que hace justamente dos años mi madre ingresaba en el Hospital Reina Sofía donde le diagnosticaron un cáncer de páncreas que se la llevó en poco más de dos semanas—, por mi hija, Irene, por mi padre y mis hermanas y por un ramillete de amigos que tuvieron a bien acompañarme. Amenizó la presentación la pianista Irina Zhebrum, que ya nos acompañó con su música en el funeral de mi madre, y fue un auténtico bálsamo en momentos de profundo dolor, y el poeta Pascual García —responsable de la colección de poesía de MurciaLibro, cuyo editor es Francisco Serrano—que actuó como padrino.
William Shakespeare escribió que había que poner palabras al pesar, pues el dolor que no habla acaba por destrozar el corazón. Tal vez esa fue la razón primera para que yo escribiese algunos de los poemas que conforman La última primavera, título que resulta en cierto modo chocante por cuanto encierra una paradoja, pues aparentemente cuadra mal a primavera ese calificativo, siendo como es la estación del renacimiento y la renovación permanente, pero también de la fugacidad. Lo dice muy bien Joaquín Sabina en ‘La Canción más hermosa del mundo’: No sabía que la primavera duraba un segundo.
En marzo del año pasado escribí el último de los poemas que aparecen en el poemario —que por lo demás no responde a una linealidad temporal sensu stricto—, y lo di por terminado. En ese momento, la anterior era literalmente la última primavera, porque había sido a un tiempo su última primavera. Una primavera excepcionalmente florida. En mi recuerdo la tengo siempre rodeada de flores, como los macizos de margaritas silvestres de más de un metro de altura de aquel mayo de 2022, que quedó en mi memoria como la última de las 54 primaveras que compartí con ella.
El próximo miércoles, 8 de mayo, día internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja, la red humanitaria más grande del mundo, en el Hemiciclo de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia, dentro de las actividades organizadas por el Aula de Poesía que coordina Isabelle García Molina, volveré a recordar a quien me dio el ser y me puso en contacto, por tradición oral, con la literatura que siempre me ha acompañado. No creo que haya nadie en el mundo capaz de superar su relato del cuento de los siete cabritillos, que tantas veces me contó a mí y a mis hermanas, y después a sus sobrinos y nietos, dejándonos siempre boquiabiertos, expectantes ante el suspense que sabía crear, y a los cambios de voz y de tono al encarnar a los distintos personajes, como la mejor de las actrices que haya habido ni habrá. ¡Qué suerte he(mos) tenido de tener una madre así!
En su honor, y en el convencimiento de que nada muere y todo se transforma, como dijera Ovidio, el poeta de las Metamorfosis, va este poema, con el que se inicia La última primavera:
La Tierra ha completado (dos veces) la vuelta al sol
desde aquel instante preciso
en que se extinguió la luz de tus ojos
y la última bocanada de aire
se llevó tu aliento.
Ahora eres rumor de mar
dentro de mí.
Marejada que me agita
en medio de un oleaje bravo
de tormenta amenazante
u ola que acaricia la orilla
y deja en ella su encaje de espuma.
Agua mansa que me acuna
y me consuela.
Como una madre.
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