CUADERNO DE NAUFRAGIOS: VII. Cahier du cinema, por Vicente Llamas

 




- "¿A cuántos hombres has olvidado?", pregunta Johnny Logan (Sterling Hayden), sicario en frustrada catarsis, a Vienna (Joan Crawford), la antigua amante reencontrada cuyo rostro siguiera agitando su vigilia, remontada la pálida noción de lo dañado ... "A tantos como mujeres tú recuerdas".

"Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años" (el atribulado Logan) ...
"Te he esperado todos estos años", replica Vienna.
Johnny Guitar -Nicholas Ray, 1954-


- "Es usted un bastardo", increpa Joe Grant (Ralph Bellamy), terrateniente sin escrúpulos, a Henry ‘Rico’ Fardan (Lee Marvin), líder del grupo de mercenarios que ha contratado para rescatar a su mujer de un supuesto raptor, el rebelde mejicano Raza (Jack Palance). Fardan le da la espalda, encarando la grupa ensillada de su caballo. Tras un elocuente silencio y una mueca irónica de aquiescencia, apenas insinuada: 

"En mi caso es un accidente de nacimiento, en cambio usted se ha hecho a sí mismo".

The Professionals -Richard Brooks, 1966-.


- Mientras abre la puerta de una estancia contigua, antes de escabullirse en la tiniebla que la reclama dejándole plantado en la habitación donde se ha desarrollado la escena, Mary ‘Slim’ Browning (Lauren Bacall) espeta a Harry ‘Steve’ Morgan (Humphrey Bogart): "Sabes que conmigo no tienes que actuar, Steve. No tienes que decir nada ni tienes que hacer nada. Nada. O… tal vez sólo silbar. ¿Sabes silbar, verdad, Steve? Sólo tienes que juntar los labios y soplar".

Un año después, Boggie regalaba a la jovencita un silbato de oro. Ante el altar.

Claro está, Bill Faulkner andaba detrás de la adaptación de la novela homónima de Hemingway (también Jules Furthman, pero esto es otra historia).

Tener y no tener –Howard Hawks, 1944-


- "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie"… La paradoja lampedusiana, lema del "gatopardismo" (se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi), ceder a la reforma una parte de lo organizado para que el signo de la realidad en su conjunto no varíe (la sorprendente versatilidad de los sicilianos en las más adversas circunstancias históricas). Tancredi es su postor, Alain Delon en la versión cinematográfica de El Gatopardo -Luchino Visconti, 1963-.


- "Usted es Norma Desmond. Salía en las películas mudas. Era usted grande", Joe Gilles, el guionista en horas bajas que encarna William Holden, rendido a la diva rota (Gloria Swanson), que responde:  "Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas" … Los días de los hombres que no fueron vanidad hubo tibios logros.

Sunset Bulevard –Billy Wilder, 1950-.


- "Liberty Valance es el hombre más duro al sur del Picketway. Después de mí".

Asegura un resolutivo Tom Doniphon (John Wayne) al desgarbado y pusilánime abogado Ramson Stoddard (James Stewart), recién llegado a la ciudad, en esa portentosa exploración de las raíces de la leyenda que es El hombre que mató a Liberty Valance -John Ford, 1962-.


- "Yo nací anoche, cuando le conocí. No tengo pasado, sólo futuro". 

Las mentiras letales de las gorgonas (ya sabéis, de hiel, de miel). La relación de toda dama con su espejo preferido es tan íntima que acabará extrayendo de sus turbias aguas el reflejo que desea. Lucifer, no sólo era una bellísima hembra, sombría y rebelde como las aguas del Shannon, sino que proveyó a cada ángel de su estirpe de un espejo de mano para corregir los rasgos más sombríos (la curvatura de Markheim). Por su naturaleza impura, los espejos siempre mienten: anulan una dimensión de lo vivo sin desvelar el lugar en que se acumula la ruina. Cuando el mambo ha concluido y Madame X ha completado su desnudez sobre el espejo, ajustándola a las aguas que la acechan con la promesa de una súbita inmersión en la noche plena, en su orilla oculta sigue susurrando la serpiente una melodía que el amante presente jamás podrá oír al otro lado del lecho: la Chica de Aughrim. Esto lo sé más por diablo que por viejo.

Gilda –Charles Vidor, 1946-.


- El siguiente diálogo tiene lugar entre Willy Danaher (Victor McLaglen) y Sean Thornton (John Wayne), recién instalado en Innisfree, media isla del lago en la que "la paz gotea lentamente [...] desde los velos de la madrugada hacia donde el grillo canta", a la que Thornton regresa, como el mismo Yeats se propusiera hacer, tras la diáspora americana y con un cadáver a la espalda. 

Danaher: "Esta mañana se tomó algunas libertades con mi hermana".

Thornton: "Sólo le deseé buenos días".

Danaher: "Sí, pero pensaba en buenas noches".

La hermana en cuestión, ahí es nada, es Maureen O’Hara, venenosa azucena de las noches de un viejo al que adoré.

El hombre tranquilo –John Ford, 1952-.


- Al final de la película, un personaje pregunta: "¿De qué está hecho?" (la codiciada figura de halcón con incrustaciones que los caballeros de la Orden de Malta tributaran al emperador Carlos V, en torno a la cual gira la trama de la novela de Hammett).

A lo que Sam Spade (Bogart) responde con un préstamo shakespeariano (La Tempestad): "De la materia con que están hechos los sueños".

Nada que no se oponga a los sentidos está hecho de esa sustancia. Al atravesar la membrana que los separa del mundo, los sueños coagulan, ya no son sueños sino seca piedra, una masa de auras corrompidas que exigen sus propias profanaciones y sacrificios. El implacable principio de realidad y de caída con que la conciencia inflexiva aplasta al ello.

El halcón maltés –John Huston, 1941-.


- Indolente, enfundado en un impecable esmoquin blanco, frente a la barra de su café marroquí, ofreciendo invariablemente el perfil izquierdo, Rick Blaine (omnipresente, Bogart) es interpelado por una estrafalaria hiena coronada, Mr. Ugarte (Peter Lorre, su teatralidad improvisada, rastreable tras ella la huella psicoanalítica de Jacob Levi, es aquí tan patente como en M…, o en Der Verlorene):

"¿Me desprecias, verdad Rick?"

Blaine, sin amago de giro hacia Ugarte: 

"Si tuviera tiempo de pensar en ti, probablemente lo haría". 

Casablanca –Michael Curtiz, 1942-.


- Arde Misuri. Los crímenes perpetrados por los bushwhackers liderados por el sanguinario Anderson (masacres de Lawrence y Centralia, ...) propagándose como la lepra y el horror, que surgen siempre de dentro. El futuro antiguo señor Wilson (Clint Eastwood) vierte su rencor (la paz que gotea lentamente en las madrugadas de Innisfree) sobre los redlegs, el grupo de jayhawkers que incendiara su granja, asesinando a mujer e hijo, una de tantas razias (saqueo de Osceola, ...) de los partisanos unionistas de Kansas. Apostado junto al jefe Long Waitie al borde de una hondonada en la que un grupo de comancheros acosan a una anciana yankie, ansiosos por violar a la nieta, sentencia: "Pobres peregrinos de Kansas, han dejado de ser orgullosos". 

Irrumpirá después, con el sol a la espalda, impelido por un odio tan arraigado que ninguna falsa amnistía podía sofocar.

The outlaw Josey Wales –Clint Eastwood, 1976-.


Podríamos seguir.

La geografía más extraña a cartógrafos y nautas, sin nieblas perpetuas ni vientos que traigan voces e insomnios con los que tapar las zanjas de abrasión por las que vagan animales ateridos que se pudren caminando bajo el maleficio de la memoria, sin mares interiores ni murmullos de brujas conjuradas en sus guaridas de invierno (el aire está a menudo lleno de brujas), sumida en una plácida penumbra que atenúa las formas, son los desvanes. 

El mío tenía ventanas caladas que se repetían rítmicamente cada estación. Grietas de una ciudad irreal sobre la que el tiempo se extendía como un terso velo protegiéndola mal de las sombras espantadas del fondo de abismos que ella misma engendraba y alimentaba con sus sórdidos negocios de lágrimas. En la penumbra resuena aún su latido. Vestigios de infancia: voces cautivas de un hechizo que sólo mermaba la memoria, tejido con mentiras que no eran sino residuos áridos de un sordo desasosiego, por más que pareciesen el fruto inconcebible de una voluntad fatigada por el rumor subterráneo y oscuro de la ausencia de un padre, o el resquicio que quedaba entre el légamo de difusas evocaciones que sólo recordaban cuándo empezaba el sopor de la costumbre, dónde lo hacía la vulgaridad de una tragedia cuya interna incongruencia minaba la cruda violencia que la guiaba, golpeando como una fuerza ciega, inorgánica, y los designios cumplidos de esa voluntad ejerciendo su poder sobre cosas muertas, seducida por falsas reliquias, sin nadie a quien creer una verdad (si la memoria es imagen del padre, éste es entonces una dolencia que corroe el alma).

Rescatado del desván, el cuaderno de tapas negras rebosa ecos que revelan porqué los clásicos resisten la lluvia amarilla que asola Ainielle: voces que ya no pertenecen a nadie, desprendidas de la profundidad de la rosa cuya enfermedad auguraron con la cadencia de hojas arrastradas por el otoño a las puertas de una casa abandonada, un lugar fantasma que se presta a discontinua percepción en el que anidaron ecos que anuncian una orfandad aún incompleta, lo que hemos debido perder, sin apenas conciencia de hacerlo (quizá cómplices de fatuos demiurgos), para ganar una desdeñosa soberbia sin merecer cierta indulgencia, porque el pasado es siempre más denso que el presente cuando éste rehúsa el peso del origen, como el hueso repele la escarcha, dejándole apenas un estrecho margen para deshacer criaturas inciertas, expuestas al horror de existir bajo un constante anhelo de pureza que no las dispensará del escalofrío de la muerte.

Evolucionar depara pérdidas, un alivio de densidades secretas: la ingravidez postrera de la renuncia o la huida asiste a ninfas ávidas de superficie. Estructuras desechadas por la gravedad que acumulan ceden a livianos elementos de fractura. La expresión no da más realidad a las cosas de la que les resta el olvido. Esto es nuestro mundo, un mapa macilento de olvidos: millares de devotos auto-complacientes que reniegan de una cuna vacía, mecida por tristes llantos de fantasmas. Miles de egos henchidos se exhiben en febril delirio como bagatelas o mercancías baratas sin póstumas densidades que los sostengan, voraces rumiantes de un aire ya respirado, una y otra vez, hasta perder su virtud vital. Una conjura de egos inflamados, no resignados a los ciclos de orfandad y miseria que les empujan a sus pequeñas muertes anónimas, impostando dones que no les han sido concedidos, reverenciándose grotescamente a sí mismos a expensas de los escombros de su impúdica danza, convocados a una muerte colectiva sin vislumbrar allí sus propios cadáveres deformes bajo la luz de estrellas que agonizan envueltas en la oscuridad final que las arrastra en el sentido del lúgubre cortejo.

El invierno ha deshecho la perezosa luz de los membrillos, pero no ha rebasado la desnudez de tejos y ascidias. Débiles latidos prenden bajo la tierra, frágiles brotes se abren cauce a través de lo brutal y lo dormido (escuchad a Yeats), y cuando se oye bajo la tierra, cuando se reside bajo raíces y frutos corrompidos, se es eterno. Es por eso que en la caída, las inteligencias más dañadas, las que descendieron por debajo de los oráculos para desenterrar del silencio los pasos más hundidos, los que la hueca penumbra esconde y molieron las arenas infinitas de Nod dibujando en sucesión ponientes y laderas, los más comprometidos en la ausencia y en la medida de las sombras, son inmunes al tiempo. Ni siquiera se conmueven.

Ahora que el limbo se ha derrumbado, al parecer, puedo invocarlas, ahorrándoles el exilio: almas no ungidas, retornad a la sed y a los huesos, regresad a vuestros pasos sobre la tierra hollada. Alzaos de vuestras frías fosas ... Aullad, aullad, malditas!



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