EL ARCO DE ODISEO. Los años dorados, por Marcos Muelas





Suena el despertador, estridente, desconcertante, letal. Otro día más. Ducha, desayuno, trabajo y vuelta a empezar. Eres Bill Murray en el Día de la Marmota, condenado a repetir y repetir el mismo día sin ningún final aparente a la vista. Pero a diferencia del protagonista de esta divertida película, cada día que te levantas te duelen más las articulaciones y te haces más viejo. Eres un japonés de mediana edad, un “Salaryman”, atrapado en el escalón más bajo de una multinacional. Y reconócelo, tu mediocridad te condena a ser incapaz de ascender. Tu sueldo no da para lujos, pagas el alquiler y comes dos veces al día. Jamás has viajado, al menos como turista, no te puedes permitir un coche y el amor te ha sido esquivo. Suspiras y te encoges de hombros, estás dentro de la media nacional, no pasa nada.















Pasan los años y llega la hora de la jubilarse. La empresa se deshace de ti, sin ceremonias, y contrata a un joven más eficiente. Si fueras ciudadano español, te quedaría una pensión medio decente tras más de cuarenta años cotizados. Pero, en Japón, no existe la pensión por jubilación. De repente te encuentras con una mano delante y otra detrás.





Sin empleo no puedes pagar el alquiler, ni comida… estás condenado a la pobreza. Pero no desesperes, aun te quedan opciones. En tu primer día como jubilado acudes al Banco de Trabajo, donde te incorporas a una larga cola para solicitar empleo. Como todo buen japonés, estás acostumbrado a guardar la fila, paciente y ordenado. Finalmente, llega tu turno. Eres demasiado mayor para que te acepten en un puesto de calidad, así que quedas apuntado “para lo que surja”.




Si tienes suerte, quizá te llamen de una conocida cadena de comida rápida para hacer una entrevista. Así que cuando te llaman, aceptas encantado, no estás para ponerte exquisito, apenas te queda dinero. Te levantas temprano, te pones tu único traje, un dos piezas desgastado que te viene un poco justo. Te presentas en el lugar de la cita, donde descubres que un chaval de veinte años es el encargado del local y de decidir tu futuro. La entrevista pasa sin pena ni gloria, soportando el desdén del joven (¡ah, como se ha perdido el respeto hacía los mayores!). Felicidades, el puesto es tuyo, mientras no la cagues y tengas fuerzas suficientes para realizar las tareas. Claro, que para conseguirlo, has tenido que mentir un poco acerca de tu nivel de inglés. Debes de ser capaz de tratar con los turistas extranjeros que vienen a comprar hamburguesas. Así, a tus sesenta y cinco años, te ves en la necesidad de dedicar tu escaso tiempo libre en aprender inglés rápidamente ¡Para vender hamburguesas! No es tan deshonroso como parece, algunos de tus nuevos compañeros rondan los ochenta años, fácilmente.




El trabajo es agotador, con horarios que ponen a prueba tu resistencia física. Así, aguantas unos cuantos años, hasta que la artritis o cualquier dolencia degenerativa te impiden hacer el trabajo. No tienes familia, ni quieres ser una carga para nadie, pero con los bolsillos vacíos te llega la inoportuna orden de desahucio. Con más de setenta años, estás a un suspiro de la pobreza absoluta.

Pero, aún nos queda una última solución, delinquir. Una cuestión de supervivencia que llevas mucho tiempo evitando, pero no te queda otra salida. Tampoco es que vayas a convertirte en un yakuza. Eliges la tienda más cercana, algo tipo Seven Eleven, donde un joven empleado no se percatarte de tu fechoría. Seleccionas un producto, uno que sea fácil de camuflar bajo tu chaqueta y lo robas. Sí, ya sé que no es fácil, en Japón son escasos los que conciben el hurto, pero estás desesperado.

Sales de la tienda, sudando como un pollo, los nervios a flor de piel. Perfecto, ya eres oficialmente un delincuente. Enciendes un cigarrillo y lo disfrutas, consciente de que será el último que fumes en libertad en al menos dos años. Para cuando lo apagas ya estás a las puertas de un köban, un diminuto puesto policial de barrio. Haciendo de tripas corazón, entras y confiesas tu delito, el robo de un sándwich precocinado. Has cometido un delito y por ello serás juzgado y condenado a dos años de cárcel. Felicidades, ahora el estado está obligado a encargarse de ti.

En Japón puedes ser encarcelado, aún sin antecedentes, por un hurto menor. Dos años a la sombra fácilmente. Pero, con ello, te aseguras techo, comida y medicina gratuita. Por desgracia, en los últimos años esta modalidad del falso hurto está calando entre las personas mayores, sobre todo los jubilados que necesitan medicinas que no pueden costearse. Otros ancianos, sin hijos o familias, llegan delinquir para entrar en la cárcel y poder así escapar de la soledad social a la que se ven arrastrados. En la cárcel, los que pueden, trabajan en labores penitenciarias remuneradas que le permiten ahorrar un poco de dinero para cuando sean puestos en libertad. Al cumplir su condena de dos años, pueden volver a robar, pues las leyes japonesas les impondrán cinco años más de prisión, esta vez por reincidentes.



En Japón no existen las prestaciones de jubilación. Cada año, unos 5.000 ancianos japoneses se ven obligados a esta práctica del falso hurto para sobrevivir. En un país con una baja tasa de delincuencia, encontramos que la mitad de pequeños hurtos son llevados a cabo por jubilados para más tarde, poder entregarse.

Ante este panorama, vivir en el país de mayor esperanza de vida ya no te parece tan atractivo, ¿verdad?

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