EL ARCO DE ODISEO. Gea, por Marcos Muelas.






Al principio, el universo sólo era caos, y de él nació Gea. Ella era la Tierra, el planeta que nos acogió y alimentó a todos los seres vivos. De Gea, entidad divina, surgió Urano, el cielo en su total inmensidad. Y de la unión de ambos, surgió la larga casta de dioses que definirían la vida de los mortales en los milenios sucesivos. También ella fue la creadora de cíclopes y titanes a los que Urano decidió encerrar en las entrañas de Gea.

La diosa madre estaba dolida por la crueldad de Urano. Por ello, convenció a uno de sus vástagos, Cronos, para que acabara con su tiranía. Esté derrotó a su padre, convirtiéndose en la entidad divina con más poder, dando comienzo a la edad dorada de los dioses.

Pero, transcurrieron los siglos, y fue el mismo Cronos el que recibió la peor de las predicciones por parte del Oráculo, uno de sus hijos acabaría con él para arrebatarle el trono. La noticia perturbó al titán convirtiéndolo en un ser irracional y desconfiado. Él mismo había sido el causante de la caída de su padre y el karma parecía guardarle el mismo destino.

Rea, esposa de Cronos cargó con las consecuencias de esta funesta premonición. Su divino esposo decidió acabar con su descendencia para escapar del mal augurio. Así, cada vez que su esposa traía al mundo una nueva vida, el dios inmisericorde se hacía con la criatura tragándose a su prole sin necesidad siquiera de masticarla. Su estómago debía de ser como una estación de metro, que insaciable acogía sin reparo a cada uno de sus hijos.

Gea, como madre absoluta de todo, no podía aceptar tal despropósito. Tomó las riendas de asunto y decidió ayudar a Rea a salvar a sus hijos. Urdieron un divino plan, en el siguiente parto, engañarían al desconsiderado Cronos. Envolvieron una roca con pañales y la entregaron al antropófago progenitor a modo de retoño poco hecho. El susodicho no debía tener buena vista, ni un delicado paladar, pues el titán no notó la farsa.

Salvado el recién nacido, éste fue criado en máximo secreto, en una cuna colgada en la rama de un árbol de gran longitud. Quedó así oculto a su padre que tenía los ojos puestos en el cielo y en la tierra.

Al crecer Zeus, pues ese era el nombre del mozo, demostró ser poseedor de gran poder y decidió castigar a su padre por su infinita crueldad. Haciendo uso de un potente purgante, hizo que Cronos vomitara a su descendencia, que de alguna forma, no había sido digerida. De esta manera, junto a sus hermanos mayores, dieron cumplimiento a la temida profecía derrotando a Cronos, condenándole a al eterno destierro en las profundidades del Tártaro.

Zeus se convirtió en el nuevo rey del Olimpo y en su grandeza repartió el poder con sus hermanos mayores, Hades y Poseidón. El orden fue restaurado, el caos apaciguado y Gea, que era el mismo Mundo, se sintió satisfecha por muchos siglos.

La diosa sentía como la vida brotaba de ella en forma vegetación, cubriendo su cuerpo de hermosas plantas y árboles que crecían hasta acariciar las nubes. La Naturaleza vivía en harmonía, consiguiendo el equilibrio perfecto entre bestias y fauna. Pero, un día la mayor de las bestias, el hombre, emergió del barro.

En un principio, el ser humano era una minoría, apenas una nota anecdótica a pie de página comparado con el resto del reino animal. Pero, con el tiempo, el hombre demostró ser el depredador más cruel. Taló los centenarios árboles para construir sus casas y con su madera elaboraba flechas y lanzas para matar a sus semejantes. Se adueñaba de todo lo que le rodeaba, matando y subyugando a los animales para alimentarse.

Pasaban las generaciones y el hombre se multiplicaba acabando con los bosques para construir sus ciudades. Su osadía aumentó a medida que crecían en número hasta que finalmente, osaron tirar a los mismísimos dioses de sus pedestales.

Gea se sentía cada vez más débil. El humo de las fábricas comenzó a envenenar el aire, piel de Gea, y sus desechos contaminaron los ríos, que formaban la sangre de la diosa.





Para tratar de defenderse creó las plagas y enfermedades para frenar a la humanidad. La población mundial se diezmo, pero no fue suficiente. Decidió entonces enfrentar a los humanos entre sí y para su sorpresa, no le costó apenas esfuerzo convencerlos. El hombre poseía una capacidad belicosa natural y no necesitó razones para levantar sus armas contra sus hermanos. Nuevamente, la tierra se cubrió de sangre y la diosa madre se bañó en ella para limpiar su cuerpo.

Entre guerras y pandemias la población disminuía, pero nuevamente encontraba la forma de multiplicarse sin freno. En su expansión, el hombre arrasaba con bosques, selvas, ríos y mares, empujando sin remedio a millones de especies a su exterminio. Cada día necesitaba más comida y medios para mantener su número. Los animales fueron confinados en granjas masificadas donde se les obligaba a engordar y multiplicarse. Sus crías eran devoradas nada más nacer y se engañaba a las madres para poder robar su leche. La tierra fue sobrexplotada y para aumentar más aún su producción, se usaron pócimas venenosas que afectaban a la salud de todos los seres vivos.

Cuando llegaron a los diez mil millones de habitantes, descubrieron que era inviable alimentar a toda la población. Los animales confinados fueron presa de epidemias y en un abrir y cerrar de ojos, prácticamente se extinguieron. Las guerras comenzaron y la humanidad luchó ferozmente por el ultimo trozo de alimento.

No recuerdo si fue durante la tercera o la cuarta guerra mundial cuando la misma energía que la humanidad utilizaba para alumbrar sus atestadas ciudades fue usada como la bomba definitiva. La tierra se convirtió en polvo y este se dispersó hasta tapar el sol. El mundo permaneció en la oscuridad, silencioso, una interminable necrópolis sin nadie que llorase por la humanidad.

Pasaron los siglos y el polvo se asentó. Por primera vez en mucho tiempo en sol acarició el rostro de Gea y pronto la nueva vegetación emergió de las cenizas de la humanidad. La diosa madre sonrió. La humanidad y su mal había desaparecido, pero habían hecho falta miles de años para que la diosa se recuperara de las heridas sufridas.

Cada día, 150 especies se extinguen de forma irreparable. Aun así, seguimos corriendo hacía nuestro final, sin pararnos a reflexionar en el futuro.

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