ESCENAS DE INVIERNO, II.La estación del silencio, por Vicente Llamas





Ya no asomará más, Sarrasqueta quebrada al hombro, a las cárcavas inhóspitas de alguna comarca parecida a Renedo, o a "mondos tesos" coronados por fresnos bajo los que aguardan, emboscadas, la perdiz o la liebre, como hiciera, años antes, Lorenzo, el conserje de la escuela nacional, resignado a una existencia estrecha y humilde, tamizada por el monte ralo y la espera (el barbecho en que desembocan las franjas de enebros muy apretados cuando medran en las orillas del río áspero que muda de nombre al pasar bajo la iglesia). Quizá por eso supo internarse en lo oscuro con la misma templanza, sin flaquezas excesivas, sin atarse a gestos en el retorno a todo lo que en su infancia permaneció sin nombre.

Los pulmones roídos por los años aciagos de silencio y de diáspora. Y después, la luz convulsa del despertar: de nuevo en casa. Finales de los 70. El mundo gris desplomado, al fin. 

Un nuevo régimen en el que el monte era más mineral y menos dócil: los vientos sueltos por la llanura mesaban las espigas, sazonando frutos, obligándolos a madurar. La perdiz ya no pertenecía a nadie, no tenía dueño, caminaba y se escondía sola sin que nadie la echase de las sombras del páramo imponiéndole velos ni oquedades, forzada a bayas secas o a invertebrados con élitros de lija, sedentaria, reacia a levantar el vuelo por encima del límite forestal y a disiparse en más de tres sílabas. El tiempo de la servidumbre había caído, con sus arcillas rojas y sus recios tonos de invierno, los ocres febriles de la roca madre soportando la estética vestigial de la autarquía y la superstición aplastando contornos nítidos de hechos que se reducían a sí mismos. 

Todo atrapado en el frío y arropado después por la calima: hombres enjutos, mies que danza buscando el agua enterrada con sus frágiles dedos hundidos en el mantillo sin rebasar, como hacen los dedos sarmentosos del bosque caducifolio, el horizonte donde se hacinan las lluvias, piedras de castillos humillados por la edad, y la niebla mozárabe husmeando los pozos excavados en tierra viva.


El frío es una criatura nómada que rige ínfimos destinos de penumbra y viola la opacidad de las tumbas, dejando cercos y lluvias y estuarios helados y temblores, en vez de ese rumiante lánguido que siembra los campos con la sed robada a las almas difuntas que ya no la necesitan allá donde moran. La primavera es demasiado ruidosa, nada comparable al rudo invierno, punteado por la herrumbre de las hayas y los rumores secretos de hadas malignas, lleno de vuelos atroces y de mariposas ciegas que confluyen bajo la luz amontonada en rincones impuros, sonámbulas, sus propias alas ciñendo los cuerpecillos ateridos como mortajas, para reclamar cada noche un reino que no les ha sido prometido.

El frío es una criatura muda que encoge los ríos, baja de la zona de ablación para enredarse en sus lacias aguas, aferrándose a lodos y larvas. Los vuelve huraños: abandonan los nidos para adoptar la palidez agónica de reptiles que han empezado a desprenderse de su primera piel. Se ensaña con los frutos rezagados, arrastrándolos a teatros inhóspitos, y con la greda que desciende de los cerros como un manto mugriento, cuarteada por la falta de agua y la escasez de pasos, mientras los ríos que golpea van madurando, exhalando un aliento furioso, reservándose para hacerle frente más abajo, en cuencas que, en rigor, ya no son cuencas, sino fosas.

 Y al final del frío que nos atraviesa desde el comienzo, tras el sonar nocturno del autillo, una monodia de cigarras moliendo la primera luz, que ya ha dejado de ser inicial, cribando las horas más transparentes, no holladas aún, horas tersas de falsa aurora antes de haber respirado las cenizas que dejan las voces tempranas de los hombres, ansiosas por reanudar los turbios prefacios, su lento afán de desarraigo, de horror en horror, hasta el cieno de sus nombres. 

Mil sendas convergen, sin desviarse, en mi propia extinción. Seis senderos van ya a través del valle, en apenas veinte años, los dos costados surcados por arroyos que se intuyen antes de mostrar la ladera desollada, y aún no he descubierto el secreto de esta sed, el del latido siniestro de los corazones del páramo que aman, combaten, excavan y caen varias veces antes de devolver la inmensa noche a sus legítimos huéspedes.

Algunas granadas, blancas por dentro, son ya dulces. Las almendras empiezan a abrirse como vulvas aterciopeladas. Esta mañana me visitó una culebra bastarda, la lengua no es tan bífida, lo peor son los ojos. De ángel, quizá. Quieren ser humanos, pero les sobra instinto, o les falta miseria. Sigo aguardando. Llevo ya once leguas de monte (con el hambre que da el monte, toda seguida, reunida en lo hondo), y nada ...

Ya no sonará más la vieja Sarrasqueta paralela, rajando el monte, deshaciendo la armonía de los vuelos acumulados en los lugares fúnebres, pero el morral no está vacío, laten en él los recuerdos como sucios harapos que buscan inútilmente los cuerpos desnudos de animales que fueron perdonados.

In memoriam JG

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