EL VERDE GABÁN: Mocedades de don Quijote (el Quijotillo). Entrega 16.







Acabaron de aderezarme el carro, con el muertito adentro, y me instaron a salir. Aún no amanecía. Un resplandor apenas asomaba por oriente. Yo tomé el camino contrario, por donde sabía que se hallaban esas arboledas que mausoleo habrían de ser del imprudente Simón, el pelirrojo. No le puse cruz, pero fice una incisión en la tal forma, en pino, ni cercano, ni lejano a la precaria tumba de Esteban. Con eso, le bastó a mi conciencia para quedar en paz con él.

Luego, busqué dónde vender la leña del finado. Con eso, hice algunos dineros, y así, hasta hoy. Nunca me acerco al Bosque del Muerto, que yo lo llamo, por evitar fantasmas. Más tarde supe que los pelirrojos traen mal fario. Y es que se sabe, o se cree, que Judas, el apóstol que vendió a Cristo, era pelirrojo y bizco. Mero maltrato verbal a los que son diferentes a los más, el resto de nosotros, que nos autodenominamos, algo vanidosamente, como normales. No te digo más. 

Empero, a mí me trató bien. Me enseñó cosas, como que un arriero debe llevar siempre ajos en su carro. Los ajos ahuyentan las miasmas del aire porque no soportan la hedor de los tales ajos y pelotillas o gajillos de tan saludable manjar. Las gentes huyen del olor del ajo. Pero, luego, lo usan en tanto que condimento para sus comidas. En particular, el ajoarriero es la mejor guarnición para comer el bacalao, tan seco y enjuto. No es fácil levantar un ajoarriero. A mí, Alonsico, me enseñó una ventera, algo después de recibir la herencia del carro. Majar el ajo es lo primero, después, unas añadiduras que cada vez me invento de nuevo. Con eso, el bacalao pierde algo de su sal y adquiere sabores de hambres quitar.

Calló unos momentos Jusepe, y recordó de nuevo que yo iba con él, en el carro. Al cabo, dijo:

–Claro, xiquet, a ti qué te va a importar saber de cocinas y de condimentos. Eres hidalgo, y siempre comerás a mesa servida.

El recuerdo de la ventera ajoarriera fue de su gusto. Lo vi removerse en su asiento sin que fuera para expulsar los malignos gases demoníacos que dijera, lo que me extrañó. Al cabo, se apartó un tanto del camino, descendió del carro, y se fue detrás de unas matas. Yo supuse que sería para orinar. Y me quedé esperando. Al escuchar unos gemidos o estertores provenientes del fulano y su mata encubridora, me extrañé y miré hacia donde él estaba, pero solo vi su figura moviéndose agitada. Volvió, ni pronto, ni tarde. Sin decir nada, subió al carro, tomó las riendas y arreó a los bueyes, cuyos antecesores, de aquel pelirrojo fueran, Yo era inocente entonces, y largo tiempo lo fuera aún, escolar de Don Bartolomé en Los Infantes. Pero, a su tiempo colegí, la facecía amanuense del arriero tras el profuso retamal que lo escondió. Fizo onánica ofrenda a su amada ventera, quedó descansado y tornó a su paz. Se le veía relaxado y aliviado el arriero de Requena, Jusepe, de nombre, y el resto del camino hubo silencio puro, inmaculado aun para las ventosidades del fulano. Y es que cada cosa tiene su remedio, amigo Sancho.

Ya hubiera querido yo que Jusepe me contara su conocimiento con la ventera de sus sueños, pero no lo hizo. De vez en cuando lo veía por Infantes, trajinando sus cosas. En una de ellas, a grito pelado me saludó de extremo a extremo de la ancha plaza:

-¡Eh, xiquet! ¿cómo te va?

Yo asentía con la cabeza, y él decía a voces:

–¡Cómo creces, xiquet!

Al oír aquellas palabras, recordé que los pies me apretaban mucho bajo los zapatos. 

A la mañana siguiente, le dije al cura:

–Don Bartolomé, me ha dicho Jusepe el arriero, que necesito unos zapatos nuevos, más grandes.


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