CUADERNO DE NAUFRAGIOS: IV. The Nemesis of Neglect, por Vicente Llamas
La conjura de los necios, su asalto a la geometría y la teología del mundo que forjaron esforzados espíritus, es más devastadora imbuida de desprecio e ingratitud, porque no es el orden extemporáneo que anhela Naphta, la moral apolínea sustentada en ocluidas categorías que abocan al individualismo anónimo y colectivo, sin organización social, sin servidumbres, leyes ni castigos, la disolución que el excéntrico Reilly ansía con la ironía lineal de una quebrada caricatura y la vida desperdigada por una habitación ambulante.
Me asombra la connotación negativa del calificativo «decimonónico». La ligereza con que se tilda de anacrónicas bajo esa consigna a tantas cosas. Los modernos pedagogos sociales, ufanos colonizadores de estos días ocres, censurando continuamente viejas fórmulas y métodos que juzgan caducos con la impune arrogancia de los ilusionistas. Es una suerte que esta raza goce de tan excelente salud y no esté en vías de extinción… Qué haríamos sin sus oportunas indicaciones de carácter y su clarividencia, canto llano naufragando en la cadencia circular del ars antiqua sin la tutela de una vox organalis.
Decimonónicos son Raskólnikov, sus demonios de especie mudable y el resto de apuntes del subsuelo. El capote que arropa a las almas muertas, la armonía rota en el hogar de los Oblonski y la huella homérica en la épica de la quietud. El sanguinario Jonathan Flint y el Roi des Auxcriniers, farsante lúgubre de la tempestad, embozado en la niebla, rojo cuando el relámpago es lívido y revela las grietas del mar abismal que susurran los nombres de todos los ahogados que el Kraken arrastró a su antiguo sueño sin sueños, antes de mostrarse, una sola vez, a hombres y ángeles, arrancado de su gruta marina por el fuego final, abrasados los reflejos que se agitan alrededor de su oscura forma, rugiendo hasta morir en la superficie.
El arsénico de la botica Homais y el ámbar gris del Leviatán que amenaza a Nantucket y a otras islas imaginarias (Pequod, Walrus,…), frustrado exorcismo de la empusa metafísica que se transfigura a las puertas del infierno. Julien Sorel de rojo, Julien Sorel de negro, alguna quimera ausente, papá Goriot y los parientes pobres.
Las flores malignas que Tú conoces bien, hipócrita lector, mi semejante. Contempla un instante tu rostro en las aguas vacías que el anticuario ofrece a Markheim.
Heathcilff, hosco, aplastando inmensos gusanos que escaparon de la luz enfermiza que envuelve al Kraken en sus secretas celdas, alimentando su dolor al hacerlo, sumido en la horrenda suma de recuerdos de unos rasgos perdidos. Elizabeth Archer, las narrativas discontinuas que separan a Constance de la monja y el pasado jacobita de Waverley, Flora y su hermano mayor, absorto en la ventana, fascinado por una presencia espantosa porque era humana, a la que no le unía ninguna relación tangible, apenas un vínculo mudo, nada vivo, una opaca agitación presagiada por ciertas condiciones de inmovilidad, señales vacías y solitarias de suspensión de vida solapadas a los sonidos comunes de la lluvia o el otoño que excitaban una fingida belleza y una bondad fraudulenta. La isla del lago Innisfree en la que la paz gotea lentamente, desde los velos de la aurora hasta el canto del grillo, cuando el atardecer se llena de alas, de rumores de agua y países nocturnos, más allá de Bizancio, que no son ya para viejos.
El sueño que no fue sueño del vampiro, sin luz y sin rumbo, exiliado en la helada tierra que oscilaba ciega y negra bajo albas que no traían el día, y el Prometeo desencadenado el año volcánico sin verano. La serpiente que duerme en la hierba del jardín de los cerezos o las pasiones que sobreviven en el rostro hecho pedazos de Ozymandias y recompuesto por un moderno Prometeo, de nuevo encadenado. Los elixires póstumos del diablo en la botella, la maldición de Maule y la infame «A» escarlata derramando una luz luterana que traspasa la caricia para enredarse en los huesos. Naná tendida junto al cadáver de mamá Coupeau, la deshumanización en la enfermedad y la muerte.
Decimonónicos son el Espíritu que todo lo dispone, o el que todo lo niega –pues cuanto existe en el mundo debiera arruinarse-, desplazando al Lógos, y la acción que reclama el trono del Espíritu. Hegel y Fausto. Wallenstein, la reminiscencia inmortal del alma que ama y la ráfaga extinta de la que apetece. La herida de Hiperión y el yo enajenado de la naturaleza por la divinización de la razón. La causalidad como representación de una voluntad objetivada, base infundada de toda explicación… Der Kern der Realität selbst, patética vida pendular entre Caribdis y Scila, tedio (Langeweile) y dolor (Schmerz) en el monstruo delicado que, sin grandes gestos ni gritos, haría complacido de la tierra un despojo.
La señorita Havisham, su hermosa y valiosa muñeca privada de esencia propia. La mística del horror sobrenatural y la penetrante percepción, más aguda que la visión freudiana, en la sobredeterminación de constantes patéticas, la paradójica inquietud que suscita lo estático, el pulso entre el poder congregante de lo simbólico y el disgregante de lo diabólico, la fuga onírica a lugares ficticios que dan forma al tiempo de la vivencia y a la fantasmagoría materialista o la antítesis dialéctica entre la ciega brutalidad que sacude a la rue Morgue y la lógica inductiva de Dupin, contaminada por los sórdidos tonos del mundo a desvelar (el tenebrismo de Caravaggio se extiende a la literatura: un fondo de sombra parece absorber a los personajes, tiñendo sus emociones de pesimismo o locura, a menudo, hasta la autodestrucción). El hombre que se cantó a sí mismo en su digna Forma completa, estremeciéndose de orgullo, igual que Tú, lector, mi hermano!
El diario fonográfico del doctor Seward, el vientre de la Deméter que custodiaba la fertilidad de la tierra de Valaquia, la maldición que se cernía sobre la insatisfecha tripulación del siglo siguiente, y el vientre viscoso y frío de un sapo sobre los labios de la regenta. El extraño misterioso de Wachsmann y una parte sumergida de Galdós …
El censo es tan largo que casi me avergüenzo de mi mundo. Tal es el vértigo del último tercio de ese siglo que me pregunto si las primeras décadas del siguiente no serían sino una convulsa prolongación de su fecundidad, aun con violenta vocación de ruptura, o una expresión de su propio impulso suicida, la masiva eclosión de formas embrionarias que, desbordándolo en su maduración, dilataron sus límites hasta el desgarro.
El éter aristotélico cayó en el XIX, milenios de vigor obstructivo, y hubieron de ser los decimonónicos Michelson y Morley quienes lo desterraran al país yámbico del Jabberwock y los pájaros desesperados que viven una pasión perpetua o al de los diez centímetros de lágrimas y aventuras subterráneas en una experiencia tan decisiva para la teoría de la relatividad como las transformaciones de Lorentz, que vieron la luz justamente en 1900, con lo que su gestación fue decimonónica. Las ecuaciones de Maxwell y las geometrías no euclideas, Gauss y Riemann anunciando una curvatura imprevista de las cosas, o las bombillas eléctricas que alumbran los santuarios de los devotos de la posmodernidad, las que arrancan destellos púrpuras a los botes de sopa Campbell que abrazaron como relicarios de una fe líquida.
Aníbal cruzó los Alpes ese siglo, mientras los esclavistas arrojaban muertos y agonizantes por la borda y seis burgueses marchaban en procesión fúnebre, sin tocarse ni mirarse, resignados a su destino, desde la Guerra de los Cien Años hasta Calais para rendir su sacrificio de bronce a la ciudad. Los nenúfares del estanque de Giverny siguen palpitando bajo el puente japonés, las manzanas del cesto de Cézanne no se han podrido y los cuervos que surgieron del trigal, afilados y adustos, responden aún al mismo tétrico nombre sacado del abismo o de alguna morada infernal: "Nunca más".
En la casa de Auvers-sur-Oise sigue habitando un ahorcado y el viaducto de Garabit o el Puente de María Pía desafían aún a las frías aguas de la memoria … Turner, Constable, las superficies borrosas, el gusto por la fugacidad y el difuminado, la supresión del componente sublime romántico, impresionismo, Art Nouveau… Decimonónicos.
Decimonónicas son la completa inmersión en la locura del bibliotecario de Homburg, la oscura seducción del profeta de Röcken, la profanación del dualismo y su idolatría crepuscular, la drástica crucifixión por los antisemitas, el Pabellón número seis y el Carnaval número nueve, la Misa Solemnis, cierto Stabat Mater, Berlioz saciado de opio mientras grita en su propio funeral, las Rapsodias Húngaras, el pianista esputando sangre sobre las teclas blancas de Valdemosa, los Sextetos de Cuerda y las cuatro sinfonías de Brahms, el Anillo de los Nibelungos, la errática armonía de Saint-Saëns, o Eugenio Oneguin, tan decimonónica la ópera como el mismo Pushkin.
Las decimonónicas superestructuras que denunciara K. Heinrich Marx siguen interponiéndose entre el hombre (en sí fuera del trabajo, en el trabajo fuera de sí) y la naturaleza; el despotismo burocrático sin déspota identificable continúa apartando a Tocqueville de sí mismo, aferrado al harm principle o las cláusulas de utilitarismo de Stuart Mill, la división cualitativa de placeres y el criterio de compensación para el equilibrio competitivo efectivo. Cada decimonónica línea neogótica de La Sagrada Familia predica una revuelta contra la misma familia, contra la iglesia y la religión.
La mitad de Freud lo es, con lo que apenas una sexta parte de la hermenéutica de la sospecha y de la conciencia falsa queda para el siglo XX, aguardando, en vano, eclipsada por intereses económicos, reprimida por la libido o por el resentimiento del débil, la liberación definitiva por una praxis que no llegará. Ninguna hermenéutica neo-secular ha logrado neutralizar la carga negativa de las frustrantes ilusiones éticas o de los sueños letales de los azucenas nocturnas. Ninguna ha logrado desmantelar el reino de fines ocultos que subyace al principio de realidad. La utopía subterránea y las falacias de la percepción delatan al impostor.
Decimonónicas eran las mujeres, maltratadas por su siglo, que comenzaron a alzar una voz unánime contra la doctrina de la cobertura, el examen por separado, y demás derechos lesivos de sus cónyuges. Jane Eyre contra las mujeres "resistentes, pacientes y abnegadas" que sobrevivieran al tifus en Lowood.
La decimonónica teoría evolucionista de Darwin transformó radicalmente la perspectiva biológica, tanto como las leyes de uniformidad de los primeros híbridos filiales, de disyunción de alelos y herencia independiente de caracteres lisos y rugosos de las arvejas que sentaron las bases de la genética.
El XIX es también el siglo en que se nos previno. Una tersa voz auguró nuestro mundo:
"El presente lo es todo. Esta consideración proyecta una horrible claridad sobre la época actual, en la que, más que en cualquier otro tiempo, el dinero domina las leyes, la política y las costumbres. Instituciones, libros, hombres y doctrinas, todo conspira para minar la creencia de una vida futura, sobre la cual está apoyado el edificio social desde hace mil ochocientos años. Ahora, el féretro es una transición poco temida. El futuro, que nos esperaba más allá del Requiem, ha sido trasladado al presente. El pensamiento general es llegar por fas o por nefas al paraíso del lujo y los goces vanidosos, petrificarse el corazón y macerarse el cuerpo para obtener posesiones pasajeras, como se sufría antaño el martirio de la vida para conseguir los bienes eternos; pensamiento escrito en todo, hasta en las leyes que preguntan al legislador: «¿Qué pagas?» Cuando esta doctrina haya pasado de la burguesía al pueblo, ¿qué será del país? …"
Ya ha pasado.
La originaria dualidad del hombre halló una fractura fantasmal en el ocaso del siglo. Las dos naturalezas que se disputan el campo de la conciencia se escindieron: vestigios escondidos con vergüenza de un yo anfibio cobraron una consistencia escurridiza, y un rostro humano y natural a sus propios ojos, encarnación del espíritu que pudiera parecer más individual y liviana, no lacerada ya por escrúpulos morales, desprendida del lastre de un represor super-yo que naufragara en la genealogía del páthos, desaparecía y reaparecía como una marca de aliento sobre el espejo que reflejaba los bordes desgarrados de una época. Padre e hijo, en morbosa simbiosis (perijóresis?), enlazados por un espíritu turbulento (si, en clave de lectura agustiniana, hubiera de detraerse al mal la dimensión ontológica, puro defecto de entidad sin otra naturaleza imputable que la de la sustancia que merma, entonces la disociación de personalidades nos sitúa ante un anatema teológico: los endebles fundamentos de la identidad personal ceden a la transfiguración en una nueva forma corpórea, connatural, menguada expresión de poderes más viles. El bien transpirando a través de horrendas máscaras; el mal, inciso en cada huella de caída).
La paradoja de los gemelos está delineada, la dilatación relativista del tiempo (resurgen las transformaciones de Lorentz y el recíproco influjo en el marco de la relatividad especial, no la gravitacional): el gemelo insidioso parece más joven al recto porque el mal se propaga infinitamente más aprisa que los remordimientos. No hay huésped y parásito. No hay posesión sino alternancia de fases dimórficas. Los helechos y las hepáticas conocen bien esa metamorfosis: un ciclo cerrado en el que haplonte y diplonte se suceden con descompensada dominancia. Dos facetas diversas de la misma identidad vegetal que se relevan.
Y el fásmido prodigó su cripsis en uno de los pliegues finales del siglo.
18 de septiembre, 1888 ... Tis murderous Crime - The Nemesis of Neglect!: Hyde segó con un preciso modus necandi la pobreza de la fatua Inglaterra victoriana hasta sus órganos más recónditos, tomando prestados de su socio y alter ego ciertos conocimientos anatómicos (los colores de las líneas de pobreza en el East End los puso, un año después, Charles Booth en el primer volumen de Life and Labour of the People. Las cifras del socialismo limitado que tratara de sofocar revueltas con pensiones de jubilación): un corte limpio de lado a lado de la garganta, y ya el negro de la indigencia extrema. De la cavidad abdominal abierta y eviscerada emana el azul oscuro que desciende por debajo del umbral de pobreza. El útero extraído de su nicho o el hígado abandonado a los pies segregan el azul tenue de hogares sustentados en sueldos mezquinos de 20 chelines menos que en los telares de Manchester.
La soledad y el alcoholismo de mujeres que no siempre pudieron sufragar un lecho en que pasar la noche, ni siquiera en una doss – house de Whitechapel o Spitalfields, anidan en un saco pericárdico vacío. La asimetría del núcleo del miedo en narración enmarcada, los vértices del irregular pentágono trazan el mapa canónico del horror y la miseria, pues en los setenta y un días de distancia entre un cuerpo apuñalado en su zona genital y otro aún más atrozmente mutilado se hacina toda la miseria que cabe en una época, el horror que condensan en su elipsis dos manos fantasmales que se inclinan a lo monstruoso, menos la mitad de un riñón, quizá devorado en el infierno, y el corazón entero de Mary Jane Kelly, latiendo, desacompasado, fuera del pecho amputado, cubierto por una densa faja de nubes negras sobre una tranquila corriente que conducía a los confines de un mundo, como si fuera el mismísimo corazón de las tinieblas.
Sobrepoblación, escasez de empleo, disturbios, antisemitismo, proliferación de la violencia en un deprimido ambiente metropolitano (62 burdeles: el reducto de hipocresía victoriana tras el domingo sangriento) y unas manos indescifradas, alejándose una de otra como dos animales feroces aplicados simultáneamente a la penumbra en distantes rincones para dibujar el pasadizo entre dos siglos, los ángulos de un obsceno paréntesis que sirve de fosa o de cloaca para drenar las aguas estigiales a un mundo agostado y de saco amniótico a un mundo gestante que romperá espontáneamente su membrana con alambre de espino.
Los cuerpos sin entrañas jamás enferman y Hyde no es único en el género humano, porque ni siquiera él está hecho sólo de mal. La morfología del mal es difusa, relieves aplastados en la mística de la transgresión y señales de avance de la nada temiendo los ámbitos de angustia que retienen al hombre en la opacidad de su sed y en la armonía acumulada de sus desamparos: dos semblantes separados por el tiempo intermitente de la redención que procuran los lapsos de inocencia de horror a horror.
A través de envolturas semánticas, una orgía de matruskas, una antífona de planos sobrepuestos y contraplanos simbióticos que empujan a las voces hacia fuera y hacia dentro expulsando el significado a la periferia, a través de escenarios alegóricos en los que las coordenadas espaciales se desploman, hundiéndose en el subtexto, y las descripciones se desdoblan en sinestesias, rodeado de cabezas empaladas en el jardín de León Rom, el siglo vierte su último año.
Sin duda, una inercia ciega impulsa al mundo, la sintaxis caótica del tiempo consumado, pero esa inercia no garantiza que lo que queda atrás haya sido superado, sólo relegado o abolido, a menudo con un dudoso criterio de economía que depara pérdidas irreparables.
En lugar de repudiar lo que viene del XIX como algo seco o ajado, una herencia fatigosa, esa tendencia tan actual a despreciar a ultranza, por desfasada, cualquier solución de pasado, debiera emplearse como espejo, a riesgo de no complacernos algunos de sus reflejos, o precisamente por eso.
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