EL ARCO DE ODISEO. París 1944, por Marcos Muelas
Las calles se encontraban vacías. Los pocos habitantes que, ya fuera por curiosidad o extrema necesidad, se aventuraron a moverse por ellas, lo hacían cautos, sin saber qué podían encontrar al doblar cada esquina. Las banderas con esvásticas aún se agitaban, colgadas en los edificios más emblemáticos como recordatorio a más de cuatro años de ocupación.
Camille era una de las pocas atrevidas que cruzaron ese día las calles parisinas. Sus stilettos resonaban por las calles silenciosas, convirtiéndola forzosamente en el foco de todas las miradas. Una ventana se abrió un piso más arriba. Camille levantó la cabeza para encontrar a una anciana que le dedicó una mirada cargada de rencor. Sabía perfectamente quién era ella, la puta de los nazis. Pero la anciana, temerosa y cauta por los recientes acontecimientos, reprimió los insultos que le hubiera gustado dedicarle. Nadie sabía dónde estaban los nazis. Decían que habían huido ante proximidad de los aliados que avanzaban cada día recuperando Europa.
El sonido de los coches acercándose a toda velocidad puso sobre aviso a los viandantes. Algunos corrieron a ocultarse en los portales más cercanos, entre ellos, Camille. Enseguida reconoció a los miembros de la resistencia, conduciendo vehículos militares abandonados por los nazis, agitando orgullosos las banderas francesas. Gritaban anunciando la liberación de París. Los ciudadanos se asomaron recelosos, deseando creer los rumores que llevaban días circulando. Por fin el invasor había sido expulsado. Pronto comenzaron las celebraciones. Todos se abrazaban felices. Todos menos Camille, que corrió para encerrarse en su apartamento.
A diferencia del resto de sus cohabitantes, la guerra había significado para ella un periodo de prosperidad y riqueza. Medias de seda, el mejor tabaco europeo, chocolate o cualquier otro lujo fuera del alcance de los ciudadanos parisinos, estaban a su disposición. Camille era prostituta, pero sus clientes no eran personas corrientes. Durante cuatro años había atendido a las más bajas perversiones de comandantes y otros altos cargos nazis. Una semana antes, había recibido la visita del comandante Schulz. En esa ocasión, el comandante no había mostrado su acostumbrado buen humor. Ni siquiera mostró ningún interés por Camille, cuyo cuerpo apenas estaba tapado con la delicada lencería que él mismo le había regalado meses atrás, su favorita. El comandante se limitó a contar historias de su infancia, bañadas con la melancolía de los tiempos oscuros de la Gran Guerra.
Durante su visita acabó con dos botellas de vino, de las que Camille apenas robó una copa. Schulz entró en un silencio etílico, navegando en sus propios pensamientos turbios y lejanos. Camille aprovechó para hacer la pregunta que llevaba días queriendo formular. —¿Qué va a suceder ahora?
El comandante levantó la cabeza como si la pregunta lo acabará de sacar del sueño más profundo. Su mirada estaba turbia y la mujer temió su reacción. El avance de los libertadores era algo que se murmuraba en los corrillos de las plazas, siempre en voz baja, tratando que no llegara a los oídos de los soldados invasores. Su acompañante, no supo que contestar. Ella pedía su ayuda, amparada en la relación que habían labrado durante aquel tiempo. Entonces, por primera vez, él le habló de su esposa abiertamente. Por supuesto que ella sabía que él estaba casado. Se sintió estúpida al preguntarlo, ¿Acaso esperaba que el militar la llevara con él a Alemania con su esposa e hijos?
Camille no lo amaba, pero esperaba que él hubiera generado sentimientos hacia ella en el año y medio en el que acontecieron sus íntimas visitas. Fueron los celos del comandante los que le habían obligado a dejar de verse con otros clientes. Era por ello que ella esperaba algo más de él.
—He oído historias —reveló ella—. ¿Sabes lo que hacen a las mujeres que congracian con las tropas enemigas? — preguntó con lágrimas en los ojos, desesperada. El comandante se puso en pie, tambaleante por los efectos del alcohol.
—¿Puedes ayudarme? —preguntó. El comandante la observó en silencio durante unos segundos. Finalmente sacó su pistola de la funda situada en su cadera y Camille temió recibir su ira. Pero Schulz dejó el arma sobre la mesa y tras colocarse su gorra se marchó de la habitación sin decir palabra.
Aquello había sucedido hacía días y ya no había vuelto a saber de él. Ahora Paris había sido liberada y los festejos se veían mezclados con un fuerte sentimiento de venganza tras cuatro años de dominación. Los gritos de júbilo se encontraban de frente con los de angustia.
Camille se arriesgó a abrir ligeramente la contraventana, lo suficiente para poder echar un vistazo sin ser descubierta. Descubrió horrorizada a un grupo de ciudadanos que arrastraba a tres mujeres asiéndolas de los cabellos. Hombres y mujeres arrancaban la ropa a las condenadas hasta que estas quedaron totalmente desnudas, indefensas ante las burdas miradas y el frío. Recibían golpes e insultos de una horda vengativa. Entre todas aquellas vejaciones, sus cabellos fueron cortados y sus cabezas, finalmente, afeitadas a navaja.
Camille no necesitaba saber el delito de las víctimas. Era el castigo a las mujeres que habían confraternizado con el enemigo durante la ocupación. Poco a poco la horda traía a rastas a más mujeres acusadas del mismo delito. Cerró la ventana, no necesitaba contemplar aquel el horrible espectáculo.
Las latas de conserva se habían terminado. Lo único que quedaba en su despensa era el champagne favorito del comandante. No se atrevía a salir a buscar alimentos por temor a ser reconocida. Abrió una botella de champagne y bebió directamente de ella. Pronto escuchó gritos y carreras en las escaleras de su edificio. Golpearon con fuerza su puerta urgiendo para que abriera.
La Luger del comandante seguía en el mismo sitio donde este la había dejado y Camille la contemplaba con un sentimiento entre temor y fascinación. No veía un arma, observaba fijamente la llave que la liberaría de su prisión.
A ella no le cortarían sus hermosos bucles. Su cuerpo no sería arrastrado ni por las adoquinadas calles de París.
Excelente.
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