EL ARCO DEL ODISEO. Detrás del autor, por Marcos Muelas





A menudo, mientras leo una novela, me imagino como fue su concepción. De alguna forma intento echar un vistazo a través de las líneas intentando adivinar el estado de ánimo del autor. ¿Ese día el escritor estaría triste? ¿Enfadado? Quizá escribiera esas líneas alumbrado por un rayo de sol que entraba por la ventana de su buhardilla o puede que lloviera a cantaros y lo hiciera cerca de una agradable chimenea en su casa de estilo colonial. 




No sé, es posible que tenga una imagen distorsionada de la situación. Siempre me he imaginado a E. Allan Poe con su levita negra y su eterno lazo en el cuello escribiendo sentado en un sillón de respaldo alto. Con unas velas que apenas alumbran su escritorio mientras la negrura más siniestra rodea al autor. Evadido del tiempo y el espacio es absorbido por un torbellino de palabras. Una inesperada corriente hace tintinear la llama las velas, a pesar de que no hay ninguna ventana o puerta abierta. El viejo suelo del pasillo cruje, anunciando una presencia en una casa supuestamente vacía… O quizá todo esto solo sea la idea romántica implantada en mi cabeza. El bueno de Edgar tal vez solo escribía en calzoncillos en una tarde calurosa mientras espantaba a los pájaros que lo atormentaban a plena luz del día. La imagen del autor puede que fuera distinta a lo esperado.

Y es cierto que cuando los autores tenemos que elegir nuestra foto, la que aparecerá en la cubierta de nuestras novelas, optamos por una imagen distinguida o al menos ofrecemos un avatar para que el que el lector nos identifique. George R.R. Martín, el autor de la saga Canción de Hielo y Fuego, ha creado un icono con su gorra y sus tirantes, completamente reconocible en cualquier parte del mundo.  Sin embargo muchos autores ofrecen una imagen más anodina y discreta. Es muy probable que, ahora mismo, Dan Brown este tomando café a su lado a en la barra de un bar y no sepa reconocerlo.

Y volviendo a la intimidad del autor. De alguna forma me intriga saber cómo escriben los demás escritores. ¿Consiguen pasar más de una hora pegados al asiento aporreando el teclado de un ordenador? Stephen King asegura que escribe cuatro horas al día. Sin duda tiene que ser un as de la mecanografía. Me consta que existen autores cuya forma de escribir se reduce a utilizar únicamente los dedos índices de cada mano. Quizá el estilo no sea épico, pero el resultado de la obra no se ve afectado por ello.


Tengan en cuenta que los escritores suelen ser una especie única. Creamos personajes, desdoblamos personalidades y en ocasiones planeamos crímenes, que aunque solo sean parte de la ficción, consiguen ser experiencias perturbadoras. Al final, somos personas normales, o tratamos de parecerlo. Nos amenazan manías, supersticiones y hábitos absurdos.

Víctor Hugo solo era capaz de escribir en la más estricta desnudez. Espero que fuera el único que optara por esa afición. Prefiero no imaginarme a mis autores favoritos trabajando de esa guisa. Sería bastante perturbador. Luego están los complementos. La pipa, el puro o el cigarrillo son elementos que siempre han parecido ir acompañando a la personalidad del escritor. Otros famosos autores con Truman Capote utilizaban alcohol y otras sustancias como combustible.

La era digital me ha mantenido alejado de cualquier pluma o bolígrafo durante años. Poco a poco descubro como mi teléfono se ha convertido en mi blog y en él escribo más de lo que debería. Mis ojos y mis pulgares se han convertido en víctimas inocentes de esta obligada práctica.  Siento una envidia sana por aquellos autores que, con letra elegante, son capaces de llenar libretas de historias. En sus manos aún queda auténtica magia, último bastión de una profesión romántica cada vez más amenazada por la IA.

"La pluma es más poderosa que la espada" es una frase recurrente que nos recuerda el peso de la palabra escrita. Puede ser tan peligrosa que bien esgrimida arranca reyes de su trono y termina con guerras antes de ser empezadas.



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