PUNTO DE FUGA. La credibilidad, por Charo Guarino

Entre los cuentos que mi madre nos contaba de niñas se encontraba el de Pedro y el lobo. Siempre recalcaba cuando lo hacía la importancia de decir la verdad y el riesgo que se corre cuando no se hace de que finalmente no te crea nunca nadie.
El temor ante la imposibilidad de seguir su consejo se veía atenuado con la excepción que toda regla tiene, como es bien sabido, y que en este caso era el de las mentirijillas, dictadas no por el afán de engañar sino por razones de lo más variopinto, entre las que se encuentra la correspondiente a las llamadas mentiras piadosas.
Con el tiempo uno percibe que todo el mundo miente alguna vez, o no dice toda la verdad, y que el aprendizaje en la vida pasa por discernir cuándo te enfrentas a trampas que bajo apariencia de verdad esconden falsedades, o qué personas son francas y por el contrario quiénes aparentan serlo cuando en realidad mienten con distintos propósitos, no siempre nobles.
Por otra parte, en ciertas circunstancias se hace necesario agudizar el ingenio para ocultar la verdad y poder salir con bien, como vemos en la Odisea que hizo el astuto Ulises cuando dijo al cíclope Polifemo que su nombre era Nadie. “Urdidor de engaños”, “fecundo en ardides” o “rico en recursos”, le llama Homero recurrentemente.
También gracias a Homero conocemos el triste sino de Casandra, la hija de Príamo instruida en las artes adivinatorias por el propio Apolo, pero al mismo tiempo condenada por él a no ser creída por nadie. El mito cuenta que Apolo actuó así por despecho cuando la troyana se negó a concederle sus favores amorosos, a lo que se había comprometido a cambio de obtener el don de la profecía.
Esta semana una de mis alumnas de cuarto curso del grado en Filología Clásica, Eva Núñez, eligió para una práctica en clase de Tradición Clásica un texto de Electra, novela de la escritora británica Jennifer Saint en la que a través de la historia de tres mujeres míticas (Clitemnestra, Electra y Casandra) se trata la maldición que pesa sobre la casa de Atreo, inmersa en un ciclo de violencia y venganza.
Por la belleza del pasaje en el que se relata el episodio mencionado en relación con Casandra, recojo aquí un fragmento ilustrativo de lo terrible que debe resultar la impotencia de sentir que se pierde la credibilidad pese a decir la verdad.
“Paseé por la orilla antes del amanecer y luego me dirigí al templo, como hacía siempre… Entonces él emergió de la luz […]
Apolo, un dios del Olimpo, en carne y hueso, hermoso y terrorífico al mismo tiempo.
—Casandra —dijo, y su voz era como el suave punteo de unas cuerdas melosas, murmurando poesía; no parecía una voz humana. Había imaginado que se presentaría ante mí en un sueño, que me enviaría un mensaje que tendría que interpretar, algo vago y críptico. Nunca se me ocurrió que llegaría así. No encontraba mi voz, no podía hablar, pero ¿por qué iba a necesitar hacerlo? Él podía ver mi alma […]
Y entonces me tomó la cara entre las manos y posó sus labios inmortales sobre los míos. En mi cabeza apareció un caos de imágenes y un rugido de sonidos indistinguibles, demasiado rápido y ruidoso, que no tenía sentido. No podía mantenerme en pie, sus manos me sostenían; pero entonces me soltó y me tambaleé contra la pared.—Lo tienes. Mi regalo para ti […]
Solo había un pensamiento coherente en mi cabeza. Que al convertirme en una sacerdotisa de su templo me había entregado pura, intacta. Sabía qué me pasaría si quebrantaba el juramento de virginidad, aunque fuera por yacer con el mismísimo Apolo. Me expulsarían del templo, el único lugar de la ciudad que era un hogar para mí. Pensé que me forzaría, pero no me besó. Oí el sonido, noté las gotitas en la garganta cuando escupió[…]
Y entonces desapareció, tan repentinamente como había aparecido. Desconocía el motivo por el que me había dejado ilesa. No lo comprendí hasta que llegaron otras sacerdotisas. Les conté la verdad y, como no me creyeron, les hablé de todo lo que podía ver, de las visiones que me venían en oleadas. Sus vidas, sus esperanzas, sus destinos, todo expuesto ante mí. Me aferré a sus brazos, a sus túnicas idénticas a la mía, y les conté todo. Apolo me había bendecido con su don y la verdad del mundo me pertenecía. Pero las otras chicas, que lo amaban con tanto fervor como yo, no reconocían las palabras que yo pronunciaba. Me miraban y se miraban entre ellas, dudosas; sacudían las cabezas casi de forma imperceptible, y cuando vi lo que él había hecho, aullé y aullé, y me rasgué mi propia piel hasta que llegaron más y unas manos más fuertes me detuvieron, me llevaron a mi cámara y cerraron la puerta con llave.
Poseía de verdad el don de la profecía, me lo había insuflado en la boca el propio Apolo.
Pero nadie creería nunca ninguna palabra que yo pronunciara.”
La credibilidad es fundamental para establecer la comunicación, básica para vivir en paz en sociedad. Ahí reside en mi opinión lo terrible de la maldición de Casandra, y por desgracia hoy en día la credibilidad está amenazada permanentemente, con el peligro que conlleva, como podemos ver continuamente.
Cassandra, de John Collier.
Comentarios
Publicar un comentario