EL ARCO DE ODISEO. Lost in translation, por Marcos Muelas.







Sucedió durante nuestro primer viaje a Japón. En mi defensa diré que yo era más joven e ignorante y por ello fui incapaz de comprender la suerte que tuvimos aquel día en mi preciado Asakusa. Pero, me estoy anticipando. Empezaré por el principio. Días antes habíamos aterrizado en el país nipón y nuestra aventura comenzó por Kioto. Fue en esa ciudad donde comprendí que el amor a primera vista también se podía aplicar a un lugar. Por lo que cuando tuvimos que saltar de Kioto a Tokio, sentí una nostalgia abrumadora. Y no es que no me gustara la capital de la nación. Las maravillas que encontraba en cada esquina conseguían dejarme sin palabras. Pequeños templos surgían de la nada, acorralados entre grandes estructuras de hormigón. Y aun así, se resistían a desaparecer absorbidos por la contagiosa modernidad.

Pasaron los días. El jet lag era una continua bofetada y el horario caprichoso del sol daba incansables patadas a las gónadas de nuestro ritmo circadiano. No necesitábamos alarmas para despertarnos, ya que a las 4:30 de cada mañana nuestros ojos se abrían como un resorte programado. Entonces no pude evitar compararnos con Bill Murray y Scarlett Johansson en el film de Sophia Coppola, Lost in translation. En algún momento tuve la impresión de que éramos cuerpos extraños que Japón intentaba expulsar de su organismo. Y cada vez estaba más seguro, ya que nuestro país anfitrión nos ofrecía temperaturas febriles tanto de día como de noche. Pero, de alguna forma, nos daba igual el sueño, la temperatura o el cansancio que arrastrábamos. Estábamos en Japón y todo esfuerzo merecía la pena. Nuestras endorfinas y la adrenalina luchaban constantemente por mantenernos en marcha.

Y ahora que he expuesto nuestro estado, regreso a la historia que nos ocurrió aquel día. Estábamos en Asakusa, mi lugar preferido de Tokio, aunque en ese momento yo aún no lo sabía. Habíamos recorrido los puestos de artesanía callejera, visitado los espectaculares templos y tras disfrutar de su gastronomía, aún me faltaba por encontrar una galería comercial que había descubierto en YouTube. Ahí estábamos, plantados en mitad de la calle, plano en mano, tratando de entender las anotaciones que yo mismo había hecho meses atrás. Una gota de sudor se deslizó por el puente de mi nariz hasta caer sobre el mapa cuando ocurrió el singular encuentro. Sentí una punzada sobre mi trapecio derecho. Al principio creí que se trataba de un calambre, fruto del peso que cargaba en mi mochila, pero la punzada se repitió en varias ocasiones hasta convertirse en algo molesto. Me giré buscando el motivo de tal agresión y para mi sorpresa encontré a un japonés al que evidentemente no había visto en mi vida. Se trataba de un hombre de entre ochenta o noventa años, pero a pesar de su edad parecía estar en buena forma. Hace ya tiempo de este encuentro y no recuerdo si llevaba gafas, pero sí me llamó la atención que fuera tan alto como yo. Su sonrisa era extrañamente familiar, y por un momento creí que nos hubiera confundido con otras personas. Debió percibir nuestras miradas perplejas y por ello no tardó en emitir su primera palabra.

Para nuestra sorpresa, el hombre hablaba un español fluido y se disculpó por no haber podido evitar escuchar nuestra conversación que nos señalaba como hispano hablantes.

El anciano era muy amable, nos preguntó de dónde veníamos. Reconocimos nuestros orígenes murcianos esperando, como en otras ocasiones en el extranjero, que desconociera la región de las marineras y los huertanos. Siempre nos suelen preguntar si Murcia está cerca de Barcelona o Sevilla. Pero en esta ocasión nuestro interlocutor aseguró conocer nuestra tierra. Pensé que nos mentía, que afirmaba tal cosa solo por su cortesía japonesa evitando a toda costa menospreciar nuestra ciudad natal. Pero la cosa tomó otro cariz cuando comenzó a relatarnos que nuestra ciudad en tiempos pasados se llamaba Mursiya. Nos habló de un tal rey Lobo y un rey aragonés que socorrió a su yerno para recuperar una ciudad amurallada. Como dije antes, y reconociendo avergonzado (muy avergonzado) que por aquel entonces yo desconocía los detalles del nombre que recibía mi ciudad en el pasado, me limité a escuchar su relato con atención. Nos narró la implicación de Murcia con el murciélago que aparece en la bandera Valenciana. En un principio pensamos que el hombre mezclaba historias, pero aun así nos pareció muy interesante y sus modales eran contagiosos. Finalmente, decidimos preguntarle como sabía hablar tan bien nuestro idioma. El hombre confesó que desde su juventud escuchaba un canal de radio internacional español y fue con este, y con mucha paciencia e interés, como aprendió nuestro idioma.

Sentí cierto aprecio hacia él, pues sabia hablar muy bien español no habiendo salido jamás del país para practicarlo. De alguna forma sospeché que no había tenido muchas ocasiones en su vida para practicar esta lengua. Tras compartir con él nuestras sonrisas de cariño y admiración, finalmente nos despedimos, dándonos un apretón de manos muy enérgico y occidental. Él estaba satisfecho porque alabamos su buena pronunciación y el rato con él fue muy agradable.

Han pasado años desde aquel encuentro. Cuando volvimos en otra ocasión lo hicimos con la esperanza de volver a encontrarnos con él. Por su puesto eso no sucedió y aunque os aseguro que su edad hoy en día sería muy avanzada tengo la impresión de que, de alguna forma, sigue vivo. Con los años nos percatamos que ese hombre, que vivía a miles de kilómetros de Murcia, sabia más de nuestra región de lo que aprenderíamos en dos vidas.


Asakusa, fotografía del autor.



Es raro que pase un mes sin que mi mujer y yo nos acordemos de aquel encuentro. Ambos nos arrepentimos de no haber invitado a ese anciano a una cerveza mientras nos deleitaba con todas esas maravillosas historias de su pasado. Algo que no está en los compendios de historia. Su experiencia a lo largo de sus años vividos en aquella tierra de misterioso pasado.

En ocasiones he hablado del kitsune, la divinidad japonesa del zorro, que como saben es capaz de adoptar la forma de mujer para engañar a los humanos. Hace poco descubrí que el kitsune, en muy raras ocasiones, toma forma de anciano para compartir su sabiduría con los hombres. Eso me hizo pensar en nuestro amigo japonés.

Si lo hubiéramos espiado al alejarse, ¿hubiéramos descubierto las colas rojas del kitsune asomando por su espalda?

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