ESCENAS DE INVIERNO: 1. Hic sunt dracones, por Vicente Llamas.



         


  "Lo que te he dicho, no lo olvides ... Entonces sonó la  campana y se volvió. Estaban esperándole".  

                                                                     Ignacio Aldecoa, Young Sánchez


Era por algo que faltaba a la niña de la grada. Un instante apenas, el más decisivo, pareció distraído. Extraviada, su mirada se había deslizado furtivamente fuera de la pista.

Algo indefinido que le comprometía. Pertenecía enteramente a la niña, pero les unía a ambos. Demasiado íntimo para que nadie más se inmiscuyera. Demasiado estrecho y borroso para saberlo con exactitud. Únicamente les concernía a ellos dos: la niña que se esforzaba en disimularlo, por costumbre o por vergüenza; él, que no necesitaba una definición precisa para sospecharlo.

En ese instante, a tres segundos del final, supo por qué había llegado hasta allí. Era por algo que ocurría en sus ojos, casi normales. Sufría al no lograr esconderlo del todo. Eso era exactamente lo que les unía. Noches enteras en asientos duros de autobuses, el insomnio infectando ya desde allí el resto de días de la semana, empañando la blanda vigilia de los domingos, esparcido por los huecos entre las máquinas de la fábrica o acechando en el áspero silencio de las cenas y las sábanas promiscuas de las pensiones ... Los detalles más sórdidos de la travesía abocaban a ese instante. La mirada retornó a la pista, volviéndose más hosca a medida que lo hacía, hasta condensar en un gesto letal.

En la otra zona, una figura enredada en una maraña de alientos y brazos adversos, un enjambre de voces erizadas la acosaba. No necesitaba mirarlos para sentir su asedio, la presión del ataque por ambos flancos, ni para saber que no lograrían arrebatárselo. Inútil ejército de sombras ávidas, cercándole, trabando cada uno de sus pasos, fracasando en cada intento. Toda su atención concentrada en la silueta que se insinuaba en el ángulo opuesto, sustituidos los ojos por dos manchas ocres. Las pupilas ocupaban todo el sitio, sin rastro de iris, como si rumiasen todas las formas seguidas, de una sola vez, absorbiendo lo que las desafiaba sin márgenes para descansar del mundo. Los ojos de Caín al amanecer.

Hiciesen lo que hiciesen los otros, no serviría de nada. El partido podría haber concluido en ese momento, lo que sucediera en adelante era indiferente, puramente mecánico, aun dos puntos abajo. Nada alteraría el irrevocable hecho esencial: el señor de los anillos y su despiadado ejército de nazgûl sucumbiría esa fría noche de marzo. "Un día, de un estrépito enemigo, impasible, feroz, profundo, penaremos también, fugaz la historia, vano el destructor". Alguien había dictado estas palabras para que acudieran como un eco corrompido desde la penumbra infinita de una habitación ahora desocupada al final del pasillo a unas manos que seguían oliendo a pescado los domingos, hundidas bajo el vestido ceñido de Marta (ni siquiera el tibio calor de sus senos conseguía borrarlo, ahuyentarlo al menos), para poder completar el sueldo de la liga mayor.

A partir de ahí, una vertiginosa sucesión de movimientos. El ala había adivinado en ese mismo instante el mapa mudo de conjuras, la suma entera de proporciones y desajustes con sus viciados renglones, sus noches aciagas y autobuses asmáticos que temblaban en las cuestas. Inició el bloqueo.

Un hombre del banquillo rival, Luis Areza, en pie, dio un trago largo a la botella que sostenía con la izquierda, dejando caer una cosa estéril, desahuciada. Los dibujos que contenía se salieron de su norma, derramándose sobre el parqué. También él lo vio. Vio al alero, distraído con algo que no apreciaba bien, y advirtió que mientras lo miraba, fuera lo que fuera, sus manos estaban ya fabricando inconscientemente ese momento final, incubando en el vacío toda la muerte que depositarían dentro de la hueca esfera de barro con surcos negros en su superficie como dos violentos animales para extender el opaco velo sobre su mundo y los miles de trazos rectos que lo conformaban, una vasta geografía rota, esparcida en el suelo con sus regiones torcidas, sus ríos huecos y sus exilios: quiméricas torres, reinos oblicuos que el tiempo saquearía, postreros alfiles que la vejez consumiría sin que cesase el rito del juego bordeando el oscuro anfiteatro.

Decenas de rutinas posibles, todas las estrategias elaboradas durante los seis años consecutivos que les llevaba a la final, readaptadas cada noche al nuevo tablero sobre el que diez peones combatían bajo colores que se repelían, se estrellarían contra ese instante macizo, golpeándolo, una y otra vez, con la furia de ciegas criaturas, impotentes, en el transcurso de la memoria que le restase, para hacerse añicos, sin cambiar nada: ese instante seguiría latiendo en la penumbra de los días de gloria que le auguraban los diarios, conspirando contra ellos, dejando un rastro amargo de bruma que arruinaría todo relieve y alcance posterior. Sería repasado, una y otra vez, mil geometrías diferentes ensayadas contra él, sin alterarlo. Intacto, flotando en su vigilia como un fantasma atroz del que no se libraría jamás.

Esbozó una mueca de alivio, como si se desprendiera de un pesado lastre. No importaba el curso que siguiera el balón desde aquella figura irreal del fondo (era la irrealidad la que le confería la consistencia que tendría su imagen en el futuro), más o menos desviado, más o menos excéntrico, cumpliría su misión: deshacer lo que le oprimía. Casi lo agradeció. Por un segundo, una certeza sacudió su arrogancia, ahorrándole el peso informe de la gomina y el traje gris, el de algo más tenue que la máscara o la soberbia que, sin embargo, le obstruía. Todo aquello se desplomó mansamente, y ahí, en el suelo, junto a la pizarra, yacía reunida una masa dócil de sedimentos fácilmente enumerables: tácticas, gomina, portadas, excusas, traje gris... para ganar desnudez. La tensión había cedido a la plácida desnudez de un hombre aliviado, casi feliz. La derrota era una liberación, prevalecería como el residuo de una obstinación quebrada que le hubiera estancado durante mucho tiempo.

Ni siquiera había una causa concreta que defender, una noción demasiado abstracta para atrapar la violencia de un instante en que confluían, desordenados, todos los esfuerzos que le habían conducido hasta aquel lugar. Lo que faltaba en los ojos de la niña significaba exactamente porqué estaba allí, porqué contra ellos, porqué la final. Sólo recordó dónde había empezado todo, sin buscar explicación alguna ... Un gato negro y enorme merodeando por los alrededores de la casa de sus abuelos. 

En un solar vecino solían congregarse gatos muy distintos. Allí prosperaban, husmeando entre la basura, sobreviviendo de sobras que les procuraba el vecindario. Casi todo hembras y nuevas crías cada estación. Repentinamente, un enorme animal irrumpió, sometiendo a los demás, expulsándolos a los márgenes del desolado reino de atrás. Él ya había comenzado a jugar, a jugar en serio, el futuro era prometedor. 

Una tarde se asomó a la ventana de la buhardilla, su propio santuario en casa de los viejos, y reparó en el bulto negro, insolente, que parecía arrastrar algo, clavado a un leopardo acarreando a una gacela agonizante, sujeta por el cuello, boca arriba. Centró su atención hasta comprender el cuerpo prendido, entonces lo percibió con claridad: una pequeña gata manchada, poco mayor que una cría, que el monstruoso animal había apresado e iba girando a trompicones para montar. Apenas sus patas, inútiles, sobre el rostro del violador. 

Recordó una rabia sorda, cortante como una ofensa, un muro que no traspasarían la selección natural, el instinto, la implacable ley biológica y demás porquerías con que le habían envenenado en el instituto. Quien lo hubiera diseñado, el dios de sus abuelos o el azar de sus padres, tendría misteriosas razones, tal vez ninguna, más poderosas que la ira que le invadía (la misma ausencia de razón podía valer). Cerró la ventana. Pasaron unos tres segundos hasta que, súbitamente, dio la vuelta, miró de nuevo, cogió de la mesa una goma gigante que siempre le había atraído por su olor, y, desafiando las poderosas razones sostenidas en el dios de sus abuelos o el vacío inhóspito de sus padres, pensó: "me importan una mierda sus razones ... puedo". 

Abrió de par en par las dos hojas, retrocedió para obtener el impulso que le procurase el ángulo debido, no necesitó mirar esta vez para calcular, el sentido de la distancia era una precisión innata que notaba dentro de sí, y la lanzó con fuerza. Una curva quirúrgica, una sutura muda que no dejaría huella en el aire: la goma alcanzó de lleno su objetivo, negro y remoto, que saltó, huyendo, menos negro, más remoto y despavorido, mientras la gatita se ocultaba para lamerse sin cesar, frotando frenéticamente su garganta.

Ahora el base esquivaba al último defensa, zafándose de él como un gato bastardo al que la miseria no había doblegado, un escurridizo fantasma de trinchera, para asegurarse el destino que buscaba: las fauces que le aguardaban al otro lado de la pista. 

Y desde aquellas manos, dos animales impuros, lascivos, rozando la expiación de tanta ferocidad yerma y tantas horas disipadas de puro juego vacío, demasiado alejadas para que nadie pudiera alentar algo más que una tibia esperanza, y no obstante, la única distancia posible para comprender lo que faltaba en los ojos de la niña, la misma a la que estaba el solar tras la casa de sus abuelos y todos los gatos y pájaros escuálidos que en él mendigaban, por detrás de todas las fronteras dibujadas en la pista como un mapa rígido de símbolos que marcaban los límites del dominio o la derrota, partió el spalding.

A él mismo le pareció al soltarlo más abstracto e insignificante que nunca, un sólido absurdo con el poder de fascinar, de redimir o condenar, saltándose, en una curva anómala, más acusada de lo que solían serlo, todas las barreras invisibles que se alzaban verticalmente en el aire desde las líneas fronterizas trazadas en el suelo, hasta rebasar la última, nítida, circular, definitiva, fulminándola. 

Apenas el sonido apagado que haría un pez al escapar de la red en la que estaba atrapado, aplastado por un sonido estridente que parecía caer del cielo, la sirena de la vieja fábrica que le reclamaba para la nueva jornada mientras los señores de la guerra se hundían en la distancia, ingrávidos, sin poder aferrarse a fábricas, a pescaderías o a escapularios para sostenerse, como si nunca hubiera anochecido.


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