EL ARCO DE ODISEO. El otro juicio, por Marcos Muelas




“Había llegado el acontecimiento que Peleo tanto ansiaba. Ese día, en presencia de hombres y dioses, tomaría como esposa a Tetis, la hermosa nereida.

Tiempo atrás, las invitaciones para el enlace fueron enviadas. Quizás por descuido, quizás con conocimiento, Eris, la diosa de la discordia, no fue invitada a tal evento. Pero eso no impediría que la despechada diosa hiciera acto de presencia. Tal como es ahora, era costumbre ofrecer un presente a los novios. Es por ello que la diosa no llegó con las manos vacías. Una manzana de oro, traída nada menos que desde el jardín de las Hespérides, fue su regalo elegido. El fruto brillaba con un fulgor cegador. Aun así, tal era su atracción, que no hubo mirada que pudiera eludirla.

Convertida la fruta en la protagonista principal, una mano curiosa se atrevió a tomarla para apreciar su delicadeza. La manzana era magnífica, una idílica representación del fruto, fabricado en oro, suave al tacto e insospechadamente ligera." Pertenece a la más bella", leyó en voz alta el curioso.

Sin demora alguna, la sabía Atenea, Afrodita la sensual y la pasional Hera, dieron un paso al frente para reclamarla como propia, pues cada una de ellas consideraba ser su legítima dueña. Cada cual era más hermosa. Portadoras de todas las virtudes conocidas, por las que hombres, mujeres, mortales y dioses, morirán o matarían llegado el caso.

Me gustaría decir que discutieron con elegancia sobre su legitimidad, aguardando pacientemente su turno mientras dejaban a sus competidoras exponer sus facultades. Pero, no fue así. Aquellos que estuvimos presentes el día de la ceremonia de Peleo, fuimos testigos de cómo, las diosas más bellas, desterraron su dignidad y sus modales divinos para sacar sus garras. En la contienda, se repartieron puñetazos, arañazos y sopapos sin mesura. Incluso la bella Afrodita lanzó una patada, carente de elegancia alguna, a Atenea. Justo en esa delicada zona donde convergen los muslos. Por ello, Atenea retrocedió unos pasos, maldiciendo a su atacante, aún con los mechones rizados de Hera entre sus manos crispadas. Eris, la diosa despechada, sonrió satisfecha desde su escondite.

—¡Deteneos! —bramó Zeus, padre, hermano y marido de dioses. Pero, no fue suficiente su poder para frenar la contienda. Fue necesaria la intervención del aguerrido Ares y el poderoso brazo de Hefesto para separar a las diosas.

—¡Qué esta disputa no la arreglen ni uñas ni colmillos! —dictaminó Zeus con severidad.

—¿Acaso serás tú, marido y hermano de Hera, quien decida cuál de nosotras será merecedora de este fruto? —preguntó Atenea, desafiante. Zeus arrugó la frente, sabiéndose ahora objetivo de la furia de tres mujeres, y diosas, nada menos.

Tragó saliva mientras una pesada gota de sudor bajaba veloz desde sus escápulas hasta el final de su espalda.

—¡Ni en un millón de años! —aseguró eludiendo tal responsabilidad. Durante unos segundos, guardó silencio pensando en una solución, bajo la atenta mirada de todos. — Mi buen Hermes, pon en marcha tus pies alados y trae ante nosotros a Paris, hijo de Príamo —dijo finalmente solicitando la presencia del menor de los príncipes de Troya.




Juicio de Paris, por F. X. Fabre (1808)

Hagamos hincapié en que no fue elegido por ser hijo de reyes, pues a todas luces, la suya no era la más brillante. Zeus lo seleccionó por ser el más lejano y neutral en ese momento.

Paris llegó al lugar señalado. Más parecía pastor que príncipe. Aceptó el encargo de Zeus. De inmediato, las diosas trataron de sobornarlo con magníficos regalos más allá de lo imaginable. Las ofertas fueron escuchadas y meditadas con detenimiento. Finalmente, Paris emitió su juicio. Otorgaría la corona de la belleza a Afrodita, y ésta, a cambio, le entregaría el amor de la mortal más bella del mundo.

Paris se marchó con una enorme sonrisa dibujada en su rostro, la de un completo imbécil, un hombre enamorado, vamos. Regresó a su casa con Helena, sin duda la mujer más bella del mundo. Tras ellos, arrastraron el eterno rencor de dos diosas y el de un marido cornudo, para colmo, rey de Esparta.En conjunto, una pesada carga que inició una guerra que acabó aniquilando una ciudad, Troya. Pero esa historia ya la conocemos de sobra…

Hay otro juicio menos conocido, que quizá no recordéis, con ciertas similitudes a la Ilíada de Homero. Durante la Segunda Guerra Mundial varias bellezas competían entre sí sin ser conscientes de ello. Fueron juzgadas en secreto. El premio, vivir o ser transformadas en polvo atómico.

Los americanos, dioses del nuevo Olimpo, decidían desde los cielos sobre cual caería su rayo devastador y vengativo, que según pensaban, acabarían con su guerra. Kioto, reina de la belleza y la tradición japonesa, ahora acogía las forjas que fabricaban las armas que mataban a la prole de América y por ello, fue elegida para ser aniquilada. Pero, como en la anterior historia, está también cuenta con un juez, Henry Stimson, que al igual que París, hizo que la balanza se inclinara hacia donde dictara su corazón. Éste abogó por Kioto, ciudad de cerezos en flor, cuya belleza, a su parecer, y al de cualquiera que haya tenido el privilegio de pisar sus calles en algún momento, debería continuar intacta, eterna.

Los dioses americanos protestaron, reclamaron su víctima, pero finalmente el águila que cargaba el rayo aniquilador, finalmente no voló sobre Kioto. Pero, por desgracia, la sangre debía verterse para limpiar las afrentas y su hermana, Nagasaki, heredó su condena.”

Henry Stimson, el que fuera secretario de guerra de EEUU, persuadió al estado Mayor para que no bombardeasen Kioto. No está claro cómo lo consiguió, pero según se cuenta, Stimson había estado varias veces en Kioto antes de la guerra, incluso la eligió para su luna de miel. Este Paris moderno tomó su propia decisión, basándose en la belleza y el amor que sentía por esa ciudad. ¿Pero pudo su conciencia cargar con el destino fatal que impuso a Nagasaki?

Comentarios

Publicar un comentario