EL ARCO DE ODISEO, Arquímedes y el falso Óscar, por Marcos Muelas




¿Quién no conoce al bueno de Arquímedes? Toda una celebridad en el mundo antiguo. Pero no ese tipo de celebridad de las que llegan donde están por ser hijo de alguien o dedicarse a hacer el ganso en TikTok. No, hoy recordamos al matemático, el físico e inventor que revolucionó el mundo antiguo. "Dame una palanca y moveré el mundo", ¿verdad que ahora os suena más?  Pero tampoco estamos hoy aquí por esa frase, sino por una sola palabra que a mí me resulta peculiar "eureka", y no, no me refiero al nombre de un bar de pinchos vasco. 

    Viajemos a tiempos antiguos, épocas de sabios y genios griegos, donde Hierón, el tirano de Siracusa, solicitó a los más delicados orfebres la confección de una corona de oro, para adornar su testa. Para ahorrar costes, o tal vez porque le sobraba material, el solicitante aportó la metería prima en forma de monedas. Dos kilos del preciado metal, nada menos, que, al fundirse, sería convertido en su aurea corona.

    El orfebre elegido creó la corona y entre pompa y ceremonia la entregó en el tiempo acordado. Hasta ahí bien, alabanzas, el pago por los servicios prestados y un apretón de manos. Más, no se llegaba a tirano por ser confiado, por lo que Hierón, pesó la corona para asegurarse de no ser timado.  Dos kilos justos, según aseguró la parlanchina báscula. El peso era el correcto, pero, ¿y si el orfebre fuera un timador y hubiera burlado parte del oro para sí? Cabía la posibilidad que hubiera mezclado otro material menos noble en la elaboración para poder llevarse un pellizco.

    Con la mosca detrás de la oreja, hizo llamar a los genios de la época, matemáticos y cerebritos varios, para más señas. Estos estudiaron el caso y finalmente dictaminaron que la única forma de poner a prueba la calidad de la corona era rompiéndola para estudiar sus entrañas. El tirano se negó a tal cosa, pues, ¿y si el orfebre fuera honrado? En tal caso, habría roto tan excelente pieza y no habría ganado nada más que un disgusto.

    Entonces, llegó a sus oídos el nombre de Arquímedes, al que hizo llamar a su presencia. Físico, ingeniero, inventor, astrónomo y matemático, hoy en día un mileurista, pero por aquel entonces aún se podía vivir bien de esos títulos. Arquímedes reconoció que era difícil complacer tal petición, pero aceptó el reto.

    Cuenta la leyenda que Arquímedes necesitó estrujarse mucho el cerebro para la causa, pero, aun así, la solución al problema planteado se le escurría entre los dedos. Tras incontables horas de trabajo, decidió hacer un descanso e ir a los baños públicos a relajarse y de paso desprenderse del olor a cerrado. Fue esa acertada decisión la que le daría la solución a sus problemas. Al introducir su cuerpo en la bañera, el nivel del agua aumentó y parte de ésta desbordó, proporcionalmente a su masa. Si queremos dar crédito a las habladurías, este simple hecho le dio la solución y tal fue su alegría que salió corriendo del lugar, con sus propias joyas al descubierto mientras gritaba “Eureka” (lo descubrí), naciendo así el principio de Arquímedes y su faceta exhibicionista, un descubrimiento que, a día de hoy, sigue siendo fundamental en nuestro día a día.

    Y es este principio el que ha evitado en más de una ocasión que nos dieran gato por liebre. Imaginemos que somos uno de los ganadores de los prestigiosos premios Oscar y que la academia nos otorga una estatuilla en reconocimiento a nuestros esfuerzos cinematográficos. Habría aplausos, un discurso lacrimógeno y nos llevaríamos el trofeo dorado bajo el brazo. Al llegar a casa elegiríamos un lugar apropiado para nuestro premio, pero no sería tarea fácil, pues la estatuilla pesa mucho más de lo que parece, casi cuatro kilos, nada menos. Cualquiera podría pensar que es algo normal, dado que el oro es muy pesado. En el fondo, nadie creerá que es de oro macizo, pues solo cuenta con un baño de 24 quilates. Así que no será necesario molestar al genio griego para probarlo.



    Pero hubo una época donde las estatuillas fueron de una dudosa calidad, de yeso bañado en oro, para más señas, y no fue porque la Academia del séptimo arte quisiera estafar a los premiados. Durante la Segunda guerra mundial, con todos los materiales comprometidos al esfuerzo bélico, parecía una frivolidad malgastarlo en la creación de trofeos. 

    Eso sí, la academia tuvo el detalle de reemplazarlos por otros originales al acabar la guerra. La maquinaria de Hollywood no se detuvo durante el conflicto. Se utilizó como propaganda para alentar a la nación y atraer nuevos reclutas para combatir el mal, pero eso es otra película…


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