EL ARCO DE ODISEO: Kitsune, por Marcos Muleas.




Decían que la dama podía llegar al pueblo cuando se le antojaba. Eso sí, siempre lo hacía en las últimas horas de la tarde, al caer el sol. Nunca avisaba su visita y cuando llegaba siempre lo hacía sola. ¡Y vaya revuelo se montaba! Con su ropa anunciaba su condición social. Se envolvía de ricas sedas cuyos colores siempre evocaban los colores del atardecer: tonos naranjas y rojos en todas sus escalas. Y si su aspecto era magnífico, su físico lo era aún más. Enmarcados en un rostro afilado destacaban unos ojos grandes, algo separados entre sí, pero que de alguna forma aumentaban su belleza.

    A la Dama no se le conocía nombre, ni ella jamás lo había desvelado. Nadie en la aldea sabía su procedencia y aunque no se le conocía medio de transporte, sus kimonos y sus getas se mostraban siempre impolutos, como si de alguna forma eludieran el polvo del camino. A su paso las mujeres del lugar le sonreían incómodas. Ninguna campesina osaba disgustar u ofrecer un desaire a tan noble señora, ni aún a sabiendas que quizá esa misma tarde eligiera a uno de sus maridos para pasar la noche y compartir lecho.







    La Dama se alojaba en la mejor posada, que aunque carecía de lujos, era la más limpia y, se decía, la más discreta del lugar. La Dama siempre pagaba bien y por supuesto por adelantado, lo que complacía al posadero. Con su llegada a la aldea se aseguraba el revuelo. Los hombres se agolpaban en el salón de la posada y hacían muestra de sus mejores dones para asegurar llamar la atención de la visitante. Los solteros competían por el favor de la Dama, mientras que los casados aseguraban que solo acudían a curiosear. Todos eran conscientes de que ninguno estaba exento de ser elegido. A la Dama no le importaba la condición social, edad o apariencia del afortunado que pasaría la noche con ella.

    Pero, no nos equivoquemos. La Dama no era ninguna fulana, pues pasar la noche con ella no garantizaba poder tener ninguna recompensa íntima. De hecho, ningún hombre que hubiera tenido el privilegio de compartir su lecho había podido confirmar un acto carnal. Al menos, ninguno que fuera creíble. En algo coincidían los rumores, las condiciones que la Dama imponía. Que su cuerpo no quedaría nunca desnudo, y que la recompensa que recibiría el hombre elegido sería poder abrazarla mientras dormía. Aun así, los hombres perdían la cabeza cada vez que la Dama hacia su aparición en el lugar. Incluso no siendo el elegido de esa noche, todo hombre podía disfrutar de su presencia.


Los competidores se apiñaban en el comedor de la posada, solo para poder deleitarse con sus delicados movimientos y su voz musical. Bien entrada la madrugada, anunciaba su necesidad de retirarse a dormir y en ese momento se llevaba consigo al seleccionado.

Llegado el momento, tras una velada donde la Dama hizo gala de sus encantos, se levantó sin decir palabra para tocar sutilmente el brazo del hombre afortunado. Bastó ese gesto para que el resto de los presentes agachara la cabeza. La mayoría se marcharon a sus casas visiblemente decepcionados y los que se quedaban en el salón lo hacían para agotar las existencias de sake. Pero ya no había risas ni chanzas en el lugar, y cada uno bebía acompañado por su propia melancolía. 


El elegido en esta ocasión era uno de los hombres más ricos de la aldea. No podía creer su suerte. No era apuesto y su juventud era ya un rumor lejano. Pero, eso era lo que tenía de especial la Dama, nadie entendía el criterio de su elección. Ambos ascendieron por la escalera que llevaba hasta la habitación rentada por la Dama. Al llegar, la mujer se tendió sobre el futón dejando espacio para su acompañante. Este, sin querer hacerle esperar, comenzó a quitarse la ropa. La Dama seguía sus movimientos con atención, levantando una ceja al descubrir un bulto que ocultaba entre sus ropajes. El hombre dejó todas sus pertenencias a los pies del futón y se acercó con timidez hasta la Dama. Pero ella ya no prestaba atención al hombre. Sus ojos seguían con asombro la ropa que descansaba a sus pies, que de alguna forma parecía moverse. De debajo del kimono surgió una pequeña bola peluda y de esta una pequeña cara. Los ojos de la Dama se abrieron como platos cuando se encontraron con los de la pequeña criatura. El hombre tardó unos segundos en descubrir que algo iba mal. La Dama observaba petrificada al diminuto ser que abrió la boca mostrando unos dientes pequeños pero afilados. La criatura gruñía mientras se acercaba amenazadora hacia el futón. Todo sucedió demasiado deprisa como para que el hombre pudiera estar seguro de lo que había ocurrido. La Dama soltó un bufido y en un parpadeo, esta había desaparecido por la ventana, a pesar de haber sido firmemente cerrada segundos atrás. El hombre se quedó a solas mirando perplejo al perro de compañía que solía llevar bajo sus ropajes para calentarse. Horas antes su esposa le había permitido ir a la posada, aún sabiendo que allí estaría la Dama, con la condición de que llevara al perro con él. El hombre, temeroso porque la historia llegara hasta su esposa, no hizo comentarios por mucho que le presionaron los curiosos. Pero, hay quien asegura que si consigues que el hombre tome una buena ración de sake, quizá te cuente que al huir la Dama dejó entrever por debajo de su kimono siete colas de zorro.

Nada más se supo de la Dama.


Kitsune es el dios zorro conocido por su astucia y su cualidad para transmutar en seres humanos. Siente una aversión hacia los perros e igual puede presentarse como un anciano que como una atractiva joven. Al igual que el resto de los mortales, su voluntad es volátil y su presencia puede ser para ayudar o incordiar a los humanos.


Comentarios