EL ARCO DE ODISEO. Diógenes literario, por Marcos Muelas


 


El otro día leí una noticia sobre Joseph Goebbels, ya sabéis, el infame jerarca nazi del que hemos hablado en otras ocasiones. Pero hoy no le daremos más protagonismo del necesario pues toda la atención de la noticia recaía sobre una de sus antiguas propiedades, la Villa Bogensee. El inmueble en concreto hace tiempo se convirtió en un quebradero de cabeza para el gobierno alemán. 

    El hecho es que la mansión ha recibido varios usos desde que su primer propietario se dedicara un último brindis con cianuro. Ahora, la villa que amenaza con caerse, es una pesada carga para el ayuntamiento berlinés. Al parecer, nadie muestra interés en hacerse cargo de ella, ni siquiera ofertándola como regalo. Lo que me llamó la atención sobre la noticia es que la "casita de campo" dispone de cuarenta dormitorios, una sala de cine de cien metros cuadrados e incluso un bunker. Me pregunto qué persona podría necesitar tanto espacio. Sabemos que los Goebbels tenían una familia numerosa, pero aun así, no me salen las cuentas. Aun repartiendo una habitación para cada uno de los hijos ilegítimos de Joseph (el cual era muy dado a escarceos, precisamente en esa villa) seguiría sobrando mucho sitio.

    El lugar en cuestión ni siquiera era su domicilio habitual. Se trataba de la casa de retiro donde la mano derecha del Führer decía aislarse para meditar y leer sin ser molestado (o más bien a llorar como un niño cuando el Führer le hacía un desaire). Bueno, también el lugar era su principal picadero. Pero, cuarenta habitaciones siguen siendo demasiadas, al menos para mi entendimiento. No puedo evitar pensar en cuántas cosas podrían guardarse en una casa así. ¿Obras de arte? ¿Muebles lujosos? ¿Libros? Goebbels era muy dado a redactar interminables diarios y seguramente tendría una biblioteca importante.





    Fue entonces cuando caí en la cuenta de mi propia biblioteca. Entonces, tras leer la noticia, la inspeccioné con otros ojos.  Por supuesto esta es mucho más modesta y variada que la del exministro de propaganda, pero aun así estoy orgulloso de ella.

Contemplándola siento cierta satisfacción. No es que tenga valiosos volúmenes antiguos, ni mucho menos, pero cada uno de los libros me ha acompañado en algún momento de mi vida. Algo así como una banda sonora que te trae buenos (y malos) recuerdos.

    Echo un vistazo a los lomos de los volúmenes que me ha llevado años dar un cierto orden. En su mayoría son novelas, pero hay cabida para todos los géneros. Siento satisfacción al leer los nombres de los autores y descubrir que a algunos los conozco en persona. Muchos de ellos amigos, a los que nos ha unido esta pasión por las letras.

En mis estanterías se alternan tanto elegantes ediciones de tapa dura cargados de ilustraciones a sencillos libros de bolsillo cuyas páginas amarillas y tapas arrugadas dan fe de su uso, que no maltrato.

    Tanto unos como otros representan algo importante, sin desmerecer su procedencia.

Saco un volumen al azar y sonrió al recordar los buenos momentos que me regaló décadas atrás. Este, en particular, recuerdo haberlo leído en tres ocasiones. Me pregunto si tendré ocasión de volver a leerlo al menos una vez más en lo que me queda de vida. Ciertamente lo dudo, y eso me apena mucho. Pues en el caso de volver a leer esa formidable novela debería de hacerlo en formato digital, ya que mi vista cansada y mi presbicia hacen que me cueste cada vez más recurrir a mi adorada lectura en papel. Hago un cálculo mental sobre el peso de los libros en total y me asombra comprobar que almaceno varias toneladas de papel en pocos metros cuadrados. Instintivamente recuerdo la historia de un japonés que coleccionaba miles de mangas en su casa hasta que el suelo cedió bajo su peso ¿Podría yo mismo acabar pereciendo sepultado por el peso de mis libros? Bueno, supongo que hay muertes peores.

    Vuelvo a colocar el libro en su lugar de la estantería y aspiro el aroma característico de los libros. En conjunto, mi colección se me antoja como una jaula llena de hermosas aves. Un deleite para mí, una cárcel para ellos. En alguna ocasión he pensado en donar una parte de ellos, pero aun a sabiendas que seguramente no volveré a leerlos, me cuesta desprenderme de ellos.

    En el fondo, me avergüenza reconocer que parte de mí se siente orgulloso exhibiéndolos en mis librerías, como si de trofeos se tratara. Eso sin contar la parte nostálgica, pues muchos de ellos fueron regalos de personas importantes para mí. Y esta colección aumenta año tras año amenazando con crearme serios problemas de almacenamiento en un futuro no muy lejano. 

    ¿Me atreveré en algún momento en dar el paso de liberar a mis libros? ¿Seré capaz de darles una segunda oportunidad de ser leídos por otras personas? De momento, siendo realista, me temo que no seré capaz. Y quizá, poco a poco tenga que hacerme a la idea de que tengo un importante síndrome de Diógenes Literario.


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