ESCENAS DE INVIERNO: III. Estrofa de pie quebrado, por Vicente Llamas




El invierno descendió sigilosamente de los cerros, anduvo un tiempo acechando entre dos estaciones agrias que no eran, en rigor, estaciones, sino cuencas brumosas hechas de insignificantes alientos, ríos encogidos y nidos aprovechados de años anteriores, amenazados por la proximidad de casas que asumían una palidez siniestra por falta de sacramentos, reuniendo pacientemente todo su frío, sus aves muertas y sus lluvias, hasta decidirse a acudir en su busca. Le siguió por angostas callejuelas que parecían arroyos secos a la puerta repetida de la iglesia, deparándole tímidas noches en las que demorarse para lograr atraparlo, dejando un rastro impúdico de niebla en sus cabellos. Si el viento helado sofocó el eco de sus pasos quebrados, si rumió la rosa muerta hasta volverla lirio letal de las noches de alguna criatura insomne en la que el sitio que vació el sueño se llenó de fiebre, la luz de agosto roe la nieve hasta el alud o la espanta para que se retraiga hasta el deshielo, pero aún no ha traspasado el umbral de sombras despiadadas que reparan la nada.

A la tarde, cuando la luz se apacigua y, apartada de las cosas que pudre a mediodía, pierde la saña y el oficio de astro desgarrado que anhela aún sus mundos, anuda un pañuelo a la cabeza, se maquilla la cara, ahorrando hasta la última migaja de color que le negó el invierno, y se queda muy quieto. La verja mohosa que cierne este mar sin mareas sustituye a las muletas. No le hacen falta mudos aspavientos, ni violín, ni perro. No es mimo, ni músico, ni vagabundo. Sólo mendigo.


La máscara blanca, los párpados negros sobre dos iris desteñidos (suponiendo que el color de los iris sea verdadero y pueda deshacerse, no como ocurre con el mar), los dedos amarillos como alas de polillas sonámbulas que se estrellan, una y otra vez, con las luces que vagan por la dársena, no tratan de disimular la vergüenza. La vergüenza de pedir y de ser compadecido.


No hay vergüenza en la pobreza, en el hambre, ni en la vejez, en soñar hacia dentro, hacia el origen. No hay vergüenza en los andrajos ni en los frutos mordidos por los insectos, en los pasos vencidos que se enredan en la miseria y en los harapos y redoblan el rumor fúnebre del pasado o se hunden en las cosas dañadas y nunca desembocan porque no conducen a fosos ni obituarios, estancados en la intimidad de siempre: son las huellas sin forma de alguien arrastrado por el deseo hacia orillas de pálidos abismos, todo indefinido en torno a él, como si fueran las pezuñas de un animal por una senda roñosa que desciende de la profundidad del bosque hendido a un tiempo yermo, casi huellas funerales de la pura orfandad que invade el gesto seco y torcido de los siglos. No hay vergüenza en dormir bajo cajas de ropa que otros usan o en atraer la atención de los que medran a cambio de monedas. Bajo una tibia mirada transeúnte sin salario. Acaso haya vergüenza en las normas.


Si fuera por eso, el mundo sería un mecanismo sucio y vergonzoso. La mitad de su semblante es luto acumulado, ídolo podrido, una orgía de formas engendradas o ungidas por la peste, encerradas en sí mismas, recogidas en su propia muerte, y su esqueleto, una débil trama de muros derribados que cercaron aciagos destinos, ojos y manos de trapo que no recuerdan y evocan el vacío, proclamando vastos insomnios sin aurora, impuros en su espera, música arrastrada a pabellones sin gente, lechos que conservan el asco, la pesadumbre de otros, piedras que cierran el aire. Aun los estratos más ingrávidos de la creación, los que escrutan los anticuarios, transidos de indigencia, son tediosas charcas que copian la luz y las mareas, pero sólo cobijan fantasmas. Indigentes son los ángeles, por su vida insensible. Indigentes, los trágicos y los devotos; los amos, que se retuercen en su estruendo monstruoso, y los sumisos, que derrochan toda su voz y su flaqueza en la súplica. Indigente, el tiempo, impávida bestia que se ensaña con lo que engendra, hábito desnudo de manos que declinan la eternidad y deshojan el olvido, intuición (¿impulso?) vacía de la sensibilidad que nos ata a lo aparente. Indigentes, los magos y sus tríbadas lascivas, los héroes sobre sus túmulos precoces, los dioses póstumos bajo el duelo que desatan y los ángeles extienden con su vuelo. Indigente, el verbo en su penuria, en su oblación truncada. Indigentes, en fin, tejedores y devoradores de sombras, gente a tientas que se agota en su guarida, y el falso redentor que les alienta hacia una luz que sólo es luz porque calienta algo que permanece fiel a la penumbra … La indigencia acompaña a lo creado, una conmoción inmanente que dura más allá de la caída. Somos una suma de sombras, de ellas es la lejanía que nos queda cuando cesa la inquietud.


En algún rincón de la ópera de dos centavos, en un Londres amoral y marginalmente anacrónico rebosante de negocios que excitan la compasión humana (la coral de los miserables: "No os encarnicéis con el pecado, pues en su propio hielo morirá. Pensad en las tinieblas y el invierno..."), o en alguna otra parte de su caligrafía ruinosa, advierte Brecht que ser mendigo no es cualquier cosa. Es verdad. Abundan los banqueros, los próceres, los poetas… Marionetas de pequeños o grandes teatros que regresan cada noche a sus lechos, cada año a sus fosas, con fechas y nombres incisos, mínimos nombres que se estiran indolentes, resistiéndose al escombro que enuncian, para mezclarse con el alga y el hongo como una máscara tenaz, empeñada en borrar la memoria deforme de la infancia.


La multitud se desvanece, una masa de opacas existencias dócilmente desordenadas ocupa su lugar, pulsos y horas rotas que golpean la tiniebla, cuerpos que viven a tientas contra el ángulo oscuro, rozando el fondo, estrictamente amargos, manchándose, estrechándose, esparciendo su sed, latido ciego, ciego como el agua, abriéndose camino. Convulsas disidencias que duermen en su misma materia, expandiendo su gesto, su olor, su duración callada, ofreciéndose a nuevos vientres para seguir muriendo con los ojos asombrados, para estrenar sus errores, para seguir naciendo cubiertas de un día cualquiera, de rencores y amarguras antiguas, tal es su oficio. Nada queda: abstracción vacía de misterio, de cóleras frías, de lívidas corolas, de hogueras, que vive de su propio hedor acre, de su propia ruina.


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Esta figura cabizbaja, frente a mí, que las horas perezosas empujan hacia el banco de la plaza, se desmaquilla en la fuente con agua que no es de nadie. Bebe en sitios donde sólo saben beber los niños, pues nace allí el agua sin forma y no necesita norma ni apariencia para saciar; un animal transparente, huraño, hecho sólo de sí mismo, que no se aviene bien a las fosas, no se deja medir, atrapada en el cristal o en el barro… El poeta lo anunció: "No es lo que está roto, no, el agua que el vaso tiene" ... ¿Acaso necesitan la sed o la pobreza forma fija, oscuros muros que vienen de las manos, para anidar en un cuerpo? Sólo son hueco, tañido sordo que no sigue cauces constantes entre los órganos que seca y se sale a menudo de sus bordes y sus ecos, como las horas deshabitadas que se marchitan dentro de los relojes rotos sin asomar ya jamás al mundo a desvelar o a desenterrar nada.


Pertenece a una raza poderosa que maduró en los confines de una tierra enferma, sólo podríamos comprenderlo yendo a la enfermedad de la que surgió. Es un esciápodo asimétrico que nunca se arrodilla, su pierna se hizo rígida, no hay modo de doblegarle. El pie se atrofió al extraviarse en el mundo conocido y ya no segrega sombra suficiente para mantenerse erguido cuando la luz arrecia y se vuelve ponzoñosa. Ningún nicho ornado le reserva el osario (no hay losas que le retengan) y duerme sobre un lecho sin sábanas, quizá porque no necesita esconderse de monstruos que únicamente acechan en los desvanes de los prósperos o emboscados en la oscuridad que anega las alcobas de los farsantes y los filósofos.


Ignoro por qué una sola pierna ha de inspirar compasión o dejar un cuerpo incompleto. Yo tengo un solo corazón y basta para tropezar más de una vez hasta completar toda la herida.

Sobre el platillo, unas cuantas monedas de níquel que no dan para sábanas, mortajas, lápidas o sueños enteros, sin grietas, sino apenas para untarse la cara y contraer los mismos signos que deja el frío en las agallas de los peces.


Le he dado un pequeño papel de esos que abstraen los usos de un hombre, midiendo su vigencia y dotando a sus manos de un vigor sonámbulo de polillas que se queman en una luz raída mientras son relevadas por otras que correrán la misma suerte, una cualidad tercamente abstracta que resta quietud a las alas y acaba consumiéndolas. Ha esbozado un gesto blanco, mitad sonrisa, mitad costumbre, mucho más oscuro en su raíz, por detrás de los labios y todos los gestos mugrientos (si siguierais el curso de la azucena, tallo abajo, hasta donde no alcanza la lluvia ni reflejan los espejos, llegaríais a una oscuridad igual: regiones deshechas en las que las mariposas que arriba danzan son aún crisálidas venenosas), susurrando:


-Pero… yo no necesito tanto.

-En realidad, yo tampoco –le respondo.


De esos papeles con puertas, ventanas y puentes simbólicos que deslizan por la mórbida superficie de los años, sobre los que la vida resbala, y al hundirse en ellos, retumban igual que si recorriera suntuosas esquelas. 

Me ha dejado sentarme en su lecho, junto a la fuente donde se desmaquilla cada noche, y hemos hablado sobre eso. Al despedirme quiso rescatar una pavorosa idea del cieno que empaña su vigilia. Extraños, algunos corazones que combaten furiosas ausencias, gimen, se revuelcan en su propia sangre sin exponerse a la escarcha y no se les encuentra el remordimiento:


Oh mundo! Pues que nos matas,

fuera la vida que diste

toda vida


Y el hecho de que no haya comprendido bien el nombre que yo le ofrecía a cambio, el hecho de que los versos broten apócrifos, como la sed o el solo aliento, sin fechas ni referencias, sin que les haga falta forma fija o bordes para saciar o unirse al hueso, ni urnas en las que reposar, mezclados con las ropas dañadas y los sueños escuálidos de un mendigo (perforados cada instante por el aullido cercano de un perro nocturno o la bulliciosa clarividencia de un borracho), es lo que hace más definitivo a un poeta. No los rapsodas, los espejos, ni los epitafios.


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