PUNTO DE FUGA: Cuando el silencio no es ornato, por Charo Guarino

Mientras preparo mi trabajo para el encuentro en torno a la violencia en Ovidio (Understanding Ovidian Violence), que tendrá lugar la semana próxima en Ioannina, en el Epiro griego, coordinado por la profesora Stella Alekou, de la Universidad anfitriona, y el profesor Marco Formisano, de la Ghent University, parecen acudir en tropel las referencias actuales que hacen evidente lo poco que la humanidad ha cambiado en lo esencial a través de los tiempos y lo vivos que siguen estando los autores clásicos, que nos interpelan continuamente a través de obras de absoluta vigencia en nuestros días.


El jueves 12 de septiembre en la sección de Opiniones del periódico La Opinión, el colectivo de Mujeres por la Igualdad en la Cultura titulaba “Cortarles la lengua” a un interesante artículo denunciando no solo el fundamentalismo islámico de los talibanes —que ha llegado al extremo de impedir que las mujeres de Afganistán puedan pronunciar palabra alguna en espacios públicos—, sino además el hecho de que el mundo occidental ignore estas manifestaciones de lesa humanidad, que atentan contra los derechos fundamentales de la persona.


En el mito de Ovidio en que se basa mi actual estudio, el que trata el macabro asesinato de un niño a manos de su madre y su tía —claro caso de violencia vicaria a mi modo de ver, aunque no sea un hombre el que cometa la atrocidad— que tras descuartizarlo y cocinarlo es servido a su padre como alimento, se encuentran reunidos todos los ingredientes que hacen de este episodio, incluido en el libro sexto de las Metamorfosis, el más sanguinario y cruel de cuantos aparecen en una obra donde se nos relatan hasta cincuenta casos de violación (incluida una en la que el agente es femenino), muchos de ellos protagonizados por dioses, y no pocos asesinatos, con canibalismo incluido (baste citar el caso de Licaón, por poner un ejemplo ilustrativo). Sintetizo su contenido, para que se pueda captar mejor la relación del mismo con el artículo del que hablaba al principio:


Pandíon, mítico rey ateniense, ofrece como compensación al rey tracio Tereo, tras actuar este como aliado suyo en una acción bélica contra los tebanos, la mano de su hija mayor, Procne, a la que el tracio lleva consigo de vuelta a su tierra. Pasado un tiempo la joven manifiesta melancolía por la ausencia de los suyos, y pide a su marido poder verlos. Tereo entonces viaja hasta Atenas y pide a Pandíon que le permita llevar a su casa a su otra hija, Filomela, para que las hermanas puedan reunirse. El padre lo permite, apesadumbrado por la doble ausencia y encareciéndole el cuidado de Filomela hasta su regreso, pero no tarda Tereo en caer presa de la concupiscencia y, no pudiendo doblegar la voluntad de la joven, al llegar a Tracia la viola y la encierra en una apartada cabaña después de mutilarla cortándole la lengua para evitar la delación de los hechos. Pese a ello, sirviéndose de la urdimbre, Filomela consigue hacer llegar noticias suyas a su hermana por medio de un tejido que una sirvienta entrega a Procne. Se da la circunstancia de que en esos días se celebran en Tracia las fiestas dionisíacas, lo que facilita el encuentro entre ellas, que, una vez reunidas, traman, a iniciativa de Procne, dar muerte a Itis, hijo de esta con Tereo, y servirle sus restos en un banquete. Así lo hacen, y, cuando tras el ágape Tereo solicita la presencia del niño, una triunfante Procne le revela que lleva dentro lo que pide, mientras Filomela aparece por sorpresa lanzando a la mesa la cabeza de su sobrino. Horrorizado y enfurecido, Tereo se transforma en abubilla, que persigue a Procne y a Filomela convertidas respectivamente en ruiseñor y golondrina. En 262 versos Ovidio nos ofrece un repertorio de violencia aderezada con la  traición, la lujuria, el engaño y la deslealtad, y crímenes como la violación, el secuestro, la glosectomía, el asesinato y la antropofagia.


Reflexionando sobre tal amalgama de acciones ominosas, y en particular sobre la descripción detallada, que raya lo gore, del momento en que Filomela se ve privada de la posibilidad de comunicarse, al serle cortada la lengua (como también en los preparativos de las viandas cocinadas con Itis), pensaba en cómo Ovidio trasciende la metáfora subyacente, al relatar de forma gráfica y explícita la mutilación. Porque en realidad de lo que se nos está hablando es del silencio forzado y de la subordinación de la mujer al hombre, que la hace incapaz de denunciar actos salvajes perpetrados contra su integridad.

Es curioso que tantas veces, en la vida real y en la literatura, se haya ponderado como una virtud en la mujer (en este sentido no podemos dejar de citar el célebre y polémico íncipit del Soneto XVII de Neruda “Me gustas cuando callas…”, o la tantas veces escuchada expresión “calladita estás más guapa”.


Sublimado por representantes de la filosofía oriental y occidental de todos los tiempos, naturalmente sin circunscribirlo únicamente a la mujer, el silencio se ha considerado un instrumento para alcanzar la serenidad y el equilibrio. 


Thich Nhat Hanh, uno de los líderes espirituales más influyentes en Occidente después del Dalái Lama, nominado al Premio Nobel de la Paz, publicó en 2016 en la editorial Urano el ensayo Silencio. El poder de la quietud en un mundo ruidoso, en el que subraya el poder sanador que alberga la no verbalización. También en otras culturas, como la africana, hallamos posturas similares. Por citar un ejemplo me referiré a Ismael Diadié, filósofo y poeta responsable del rico fondo Kati, incansable guardián del legado andalusí que protege frente a las amenazas del fundamentalismo, al que tuvimos la fortuna de recibir en la Universidad de Murcia a principios de año dentro de un ciclo sobre Libros y Bibliotecas. En todos sus escritos, pero en particular en dos de sus obras, De la sobriedad y Sabiduría de Tombuctú, publicados respectivamente por Almuzara en 2020 y este mismo año, invita a vivir siguiendo la simplicidad y evitando lo que no es necesario.


Uno y otro preconizan la necesidad del silencio como forma de conseguir la meditación dentro de una visión ascética de la vida, en las antípodas de lo que venimos tratando.


Es llamativo el hecho de que Diadié tenga publicado también un poemario dedicado a la muerte de su madre con el título Tebrae (Libros del Aire, 2021), traducción al español de Tebrae pour ma mère, (Fondo Kati y Ediciones del Genal, 2017), pues “tebrae” es el plural de “tebría”, palabra por la que se conoce a un tipo de poema compuesto por dos versos, que significativamente era obra exclusivamene de mujeres del desierto entre Walata, Tishit, Wadan y Timbuktu. Siempre las mujeres —y la tradición lo confirma en todas las culturas con ilustrativos ejemplos— han sido excelente tejedoras de relatos.


Bien sabido es que “Somos dueños de nuestro silencio y esclavos de nuestras palabras”, como reza el “antiguo proverbio” —ya se atribuya la sentencia a Aristóteles, Freud o a Gandhi, entre otros—, pero el acto de hablar o callar dependen, o debieran depender, de la voluntad del hablante. Uno es libre de callar si lo desea, igual que lo es de hacer oír su voz y mostrar su parecer, y la imposición del silencio contra la voluntad del sujeto, o, por el contrario, la obligación de hablar, es inaceptable.


Desgraciadamente las mujeres y los niños han sufrido de forma palmaria a lo largo de la historia la obligación de callar, lo que claramente implica la imposibilidad de expresar sus ideas o emociones, convirtiéndoles en seres de categoría inferior, privados de voluntad, que queda al albur de aquellos que tienen el derecho a usar la palabra, con todas las implicaciones que esto comporta en cuanto a poder y capacidad de decidir sobre sí mismos y sobre los que les quedan subordinados. Es una obligación moral de toda persona de bien tratar de impedir tal injusticia y colaborar en pro de la igualdad real entre los seres humanos. 







Dolores Rubio, cartel de la exposición fotográfica IN-VISIBLES, contra la invisibilidad femenina, de Isabel Buendía, Rosario Guarino y Dolores Rubio, expuesta entre noviembre y diciembre de 2018 en el vestíbulo de la Biblioteca General María Moliner de la Universidad de Murcia.

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