PUNTO DE FUGA, El arte de la paciencia, por Charo Guarino




Se cuenta que a finales del siglo XV —coincidiendo aproximadamente con la rendición de Granada a los Reyes Católicos o el 'descubrimiento' de América en esta parte del mundo—, en Japón, el shogún Ashikaga Yoshimasa (1435 - 1490), envió a China para ser reparados dos de sus tazones de té favoritos, que se habían roto. El arreglo no resultó de su agrado, pues le pareció que las grapas que unían los fragmentos les conferían un aspecto tosco, de modo que recurrió a artesanos que acertaron a usar una técnica que a partir de entonces se consideró todo un arte: el kintsugi (literalmente 'reparación dorada' o 'carpintería de oro').
Coincidió que durante el gobierno de Yoshimasa apareció en el país la cultura Higashiyama —muy influida por el budismo zen—, asociada con la práctica de la ceremonia del té japonesa, el ikebana, el drama japonés nō y la pintura con tinta china, entre otras cosas. Samurái él mismo, favoreció la armonización de las culturas de la Corte Imperial y los samurái.

La técnica del kintsugi (金継ぎ?) se inserta en esa filosofía zen y considera que las roturas y posteriores reparaciones deben evidenciarse, no ocultarse, ya que forman parte de la historia de un objeto y lo embellecen. Consiste en la aplicación de un barniz o laca de resina mezclado con polvo de oro, o en algunos casos plata o platino. Esta técnica, convertida en arte, fue apreciadísima, de modo que antiguas piezas reparadas se consideran más valiosas que las que permanecieron intactas.

Las fases del kintsugi son, por este orden: el accidente (esto es, la fractura y la reunión de los fragmentos), el armado (que consiste en la limpieza de las piezas y el ensamblaje de las mismas), la espera, la reparación y la revelación.

Es más que evidente la filosofía que subyace al proceso, donde la espera juega un papel fundamental.
En un tiempo de prisas como el que vivimos, donde el estrés y la ansiedad están a la orden del día, donde queremos las cosas para anteayer, donde la inmediatez parece a menudo la única opción aceptable, conviene buscar sosiego y serenidad para aceptar que los procesos requieren su tempo, que cada persona, como individuo singular y único, precisa armar las piezas tras su accidente (que previamente debe asumir y aceptar), y que antes de la reparación debe haber un período de espera que dará lugar a la revelación. Y que no puede ser de otra manera, por más que quienes no quieren sino el bien de tal individuo quisieran transferirle su propio kintsugi, o abrirse en canal para volver a sufrirlo en carne propia, porque sucede que irremediablemente se revive como si lo fuera cuando importa tanto y tanto.
El kintsugi evoca no solo la mella y el desgaste que el tiempo ocasiona, sino también la aceptación de la mutabilidad, el valor de la imperfección, la asunción del cambio, y, sobre todo, la importancia del amor propio y la resistencia frente a las adversidades, de las que surgimos renovados. Aunque ese renacer sea irremediablemente doloroso.



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