EL ARCO DE ODISEO. Velada en la ópera, por Marcos Muelas





Quienes cenaron aquella noche en casa del afamado psiquiatra recuerdan la velada como un despliegue de lujo y encanto. Los invitados eran los miembros de la junta directiva de la Orquesta Filarmónica de Baltimore. El anfitrión consiguió sorprender con el menú. Los paladares fueron puestos a prueba, agasajados con los mejores vinos y atenciones. Como en una exquisita obra musical los entrantes fueron en crescendo para llegar al culminante plato principal. Los distinguidos invitados aplaudieron las mollejas de cordero servidas en reducción de vino tinto. Al final de la cena, el cocinero y anfitrión, fue elogiado y aplaudido. Todos volvieron a sus casas con una sonrisa en sus labios. 





Quizá no se habrían marchado tan contentos si hubieran sido conocedores del origen de este plato estrella. El doctor Hannibal Lecter había servido a sus invitados delicias de tiroides y páncreas, de origen humano. Esta macabra receta no tuvo como fin castigar a tan ilustres invitados, no. Benjamin Raspail, flautista de la filarmónica, fue condenado por su verdugo y cocinero por el peor de los pecados: la mediocridad. 

Y es que, desafinar durante un concierto y estropear una obra puede ser algo intolerable para cualquier melómano que se precie. Un pecado para otros leve, apenas apreciable para un oído desentrenado. Pero inconcebible para oídos expertos que lo verán como la mayor de las afrentas. 


Y está no fue la única ocasión en que la mala educación o la falta de decoro se convirtió en el ingrediente principal de la dieta del doctor Lecter. En 1.981, Thomas Harris nos presentó al caníbal gourmet que protagonizaría sus novelas más brillantes. El magnetismo del doctor Lecter nos hizo tomarle cierto cariño. Atrapados por sus modales y elegancia seguimos sus aventuras llegando a perdonar e incluso justificar sus aficiones más perturbadoras. 


Pues ¿quiénes no han tenido fantasías de castigar el mal gusto y la falta de educación? Y no es por falta de ocasiones... Hace unas semanas fuimos a disfrutar de la célebre obra de Giuseppe Verdi, la Traviata. Al encanto de la velada se sumaba que conocíamos a una de las intérpretes de la orquesta, María, nuestra adorada chelista. Para la ocasión desempolvé mi vieja chistera y saqué lustre a mi monóculo con la esperanza de una noche inolvidable. Y déjenme decirles que la obra estuvo por encima de mis expectativas. Si a tal evento asistió Hannibal Lecter, seguro que aplaudió con energía. Les aseguro por ello que la vida de los intérpretes no corrió peligro alguno. Pero dudo que pudiéramos decir lo mismo del público asistente.


Empecemos por el principio. Como era un día lluvioso salimos con tiempo de casa y llegamos con antelación. Lo primero que llamó mi atención fue que, a tan solo cinco minutos del comienzo, la mitad de las butacas aún estaban desocupadas. Me extrañó sobremanera, pues sabía con certeza que todas las localidades habían sido compradas. Con ello ya se anticipaba que el comienzo de la obra se demoraría. Un desplante para los intérpretes y por supuesto para esa minoría de público que llegamos puntuales y previsores. Se abrió el telón y comenzó el espectáculo. Mientras tratábamos de meternos en la obra, lidiábamos con los impuntuales que nos obligaban a levantarnos para acceder hasta sus butacas. No contentos con tal desplante, hablaban sin decoro entre ellos para organizar cómo sentarse. En ese mismo instante recordé por qué llevo ocho años sin ir al cine, evitando este tipo de incordios. Pero no estábamos allí para la proyección de una película e ingenuo de mí, esperaba más respeto entre los asistentes. Y ahí no acabó la cosa. Teléfonos que sonaban, conversaciones telefónicas, cuchicheos entre amigos... Con paciencia, gracias a la calidad de la obra, conseguí aislar los impertinentes desplantes y disfrutar de la maravillosa interpretación de La Traviata.


Llegó la pausa y las luces se encendieron. Un buen número de asistentes saltaron de sus butacas y corrieron hacia la salida como escolares al recreo. En sus rostros se veía alivio mientras corrían en busca de la ansiada nicotina, iban al aseo o simplemente estiraban las piernas. Evidentemente el tiempo de la pausa no pareció ser suficiente para la mayoría, que regresaron una vez reanudada la obra. Y otra vez vuelta a empezar. Gente que regresaba con retraso molestando a los presentes para llegar hasta su butaca, conversaciones, risas… Pero lo más llamativo fueron dos señoras que aparecieron para sentarse justo delante de nosotros. Se habían perdido la primera parte de la obra y ahora llegaban para incordiar. Incapaces de coger el hilo de la historia, se pasaron un buen rato especulando en un tono de voz totalmente audible qué era lo que se habían perdido.  Movían el cuerpo de un lado a otro al son de la música impidiendo nuestra visibilidad y hacían alarde de su total ignorancia en el desarrollo de la trama. Nuestra paciencia rebosó y les pedimos amablemente que cesaran el parloteo. Esta desagradable situación se repitió a lo largo de lo que quedaba de obra.

En fin, una vez más, la mala educación y la poca consideración humana empañaron una velada que estaba destinada a ser inolvidable.

Afortunadamente y gracias a la excelente interpretación de todos los componentes, nada pudo impedir que disfrutáramos de La Traviata. Al terminar aplaudimos complacidos para obsequiar a los músicos. Todo el público se puso en pie, entusiasmado. Al encenderse las luces miré a mi alrededor, buscando instintivamente al doctor Lecter. Por desgracia no encontré al elegante varón. Suspiré apenado… Esa noche Hannibal se perdió un suculento banquete.  

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