Cuaderno de Naufragios XII. Almacén de Antigüedades, por Vicente Llamas



Las revoluciones liberal-burguesas trazaron la senda hacia la culminación del proyecto ilustrado, cuya obra más representativa fuera el Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, concebido con el propósito de difundir la cultura para despertar una conciencia crítica, antidogmática, antagónica a las creencias tradicionales.

La apuesta por la autonomía de una razón analítica como organon o instrumento de interpretación del régimen natural, la sociedad y la historia. Frente a la razón obstruida por ideas innatas que pretendiera desentrañar desde sí -modo deductivo y a priori- el mundo, creyendo poseer en sí misma los lineamientos generales para el conocimiento, frente a la razón sistemática que alentaran Descartes en su dualismo, Malebranche con su esquema ocasionalista, Leibniz y el armónico mosaico de mónadas ciegas, o Spinoza y su monismo inmanentista aliviado de causas finales, la razón ilustrada se atiene a la experiencia como cauce primordial, busca una alianza entre lo racional y lo empírico, la ley en lo dado, ferozmente crítica con la superstición y la idolatría, una ideología laicista y pragmática, renuente al lastre del pasado, que repele la auctoritas:

"El principio de la Ilustración es la soberanía de la razón, la exclusión de toda autoridad. Las leyes impuestas por el entendimiento, esos dictados fundados en la conciencia presente y remitente a las leyes de la naturaleza y al contenido de lo que sea justo y bueno, son lo que se ha denominado razón. Llamábase Ilustración a la vigencia de esas leyes. el criterio absoluto frente a la autoridad muerta de la fe religiosa y las leyes positivas del derecho, en particular el derecho político, era entonces que el contenido fuese visto con evidencia y en libre presencia por el espíritu humano" (Georg W. F. Hegel, Lecciones sobre filosofía de la historia, Madrid: Revista de Occidente, 1974, 684)

Rehusado el recurso teológico último del racionalismo continental, la Ilustración aboga por una progresiva secularización de la razón, emancipada del dogma, y la desacralización de la vida humana, transponiendo, en rigor, las abisales cuestiones teológicas a otro escenario, reelaboradas, a menudo en clave deísta, sobreseídos los motivos preternaturales subsidiarios (el Deus otiosus, retirado de la creación, no es el Deus absconditus refugiado en el misterio).

La concepción religioso-teológica del mundo se sostenía sobre la relación criatura - Dios, figura regia del tablero escolástico de dignidad a preservar frente a alfiles y torres conspiradoras, principio de disquisición del orden cósmico: los designios humanos, el decurso histórico de la humanidad, se establecen bajo la premisa de una providente regencia divina; el destino último del hombre, el fin de la providencia y el éschatos de la historia apuntan a la salvación sobrenatural y eterna por redención y gratuito auxilio. 

La razón ilustrada trasvasa tales cuestiones al dominio de inmanencia histórica y social, rechazando el teocentrismo para abrazar un acusado fisio-antropocentrismo, phýsis y hombre núcleos temáticos de referencia, despuntando una fe secular en la naturaleza. Opone la Ilustración al providencialismo la confianza en un continuo e ilimitado progreso de la razón y la humanidad. Al resignado abandono a la redención sobrenatural por la gracia auxiliar contrapone la activa superación de la dramática o infeliz situación mundana, rescatado el hombre caído por el trabajo y el luminoso porvenir histórico: historia y sociedad erigidos en horizonte salvífico.

La crisis de la agitada conciencia europea reclama su propio santuario, y la fecunda catedral laica de la Ilustración es el museo, que plasma la enciclopédica advocación fisio-antropocéntrica del disruptivo Siglo de las Luces, frente a la repudiada cosmovisión teológica: obras de arte entre las que abundan autorretratos desdeñados en la estética de L'Anciene Régime (la religión emergente del yo, el nuevo Lógos encarnado), entes naturales e ingenios técnicos almacenados en completo desarraigo en la gran catedral ilustrada.

Si la primigenia esencia del espíritu medieval tiene como expresión material a la iglesia, el arte horizontal de la Italia meridional, los frisos agrícolas de la Europa rural en la zona fluvial del Saona y las estribaciones orientales de los Pirineos, los aplastados ábsides poligonales o las bóvedas de horno reforzadas con cuatro nervios del Ducado de Normandía y la Alta Maguncia, el colosal libro de piedra de la Baja Sajonia entre el Elba y el Weser para instrucción de los fieles en un espacio envolvente de elocuentes imágenes y símbolos transmisores de mensajes, y después, la vertical polifonía de luz metafísica tamizada por vitrales coronados con arcos trebolados que convoca al recogimiento, a la interiorización y la transcendencia, elevado infructuosamente el templo tardío en un vértigo de líneas de bóveda anhelantes de frustrada convergencia celeste (la peste negra truncaría la insolente geometría y su temeraria aspiración, condenando al peregrino a una mística implosiva), si el alienado espíritu medieval sacia en la catedral, eclipsada finalmente por la imprenta (léase a Hugo), sus más íntimas inquietudes, empañadas por torcidos ideales de vasallaje y heteronomía moral, una rígida estamentalidad social abonada a la descentralización política, la esencia del espíritu ilustrado cristaliza en la enciclopedia, su compulsiva necesidad de acumulación de ciencia, predestinada a la orfandad final del éthos y el cieno asfixiante del despotismo. 

La más procaz (virtuosa?) herencia de la vocación enciclopédica de la Ilustración en su afán pedagógico es el compendio desnaturalizado de arte y ciencia en esos alevosos mausoleos llamados museos: enciclopedias tridimensionales divididas en babélicos sectores que hacen colindar artificiosamente épocas, estilos, voces, hacinados en un orden impostado. 

Prácticos teatros de premura y metamorfosis: el vestido verde oscuro y la austera armonía de las cortinas tras el frontal hierático de Antonia (sólo su boca conserva un carácter naturalista entre los estilizados rasgos y los ojos sin pupilas) se convierten, en el tiempo mínimo empleado en cruzar una puerta (principio de Fermat), en un fondo plano tras el rostro de Gabriele Münter, basta apenas descender una escalera en la ficticia mansión de Paul Guillaume para entrar en la casa que la olvidada jinete azul comprara en Murnau, el furtivo hogar en que ocultar sus depresiones. Un piso más abajo, la erótica Münter toma un baño, imitando a Betsabé, tras haber cumplido sus labores de criada y falsa esposa de Rembrandt, mientras el espejo sobre la pared opuesta, incautado a un libertino cortesano, súbdito de algún Austria menor, refleja su desnudo borroso, el de una recostada Venus que ofrece la espalda, con plena conciencia de la representación, absorta en su belleza. La magia del desarraigo traspasa siglos y contextos. Y la masa satisfecha lo celebra con los pies entumecidos, aturdida por el aluvión de formas que ni siquiera la conmueven.

Apenas a un paso del museo, grandes escaparates de la cosmopolita contemporaneidad, los suntuosos almacenes comerciales, invención del Segundo Imperio francés, embrión de la sociedad de consumo que deparaba la revolución industrial, la de la prensa sensacionalista, reacia al menor escrúpulo, transgresora de ideales éticos desprestigiados por la sombra de elitismo, que halló en la masa urbanita, ávida de divertissement (Ah, Pascal, Pascal, cuántos subterfugios para escapar de la miseria estructural!!), el elemento de explotación y manipulación que le otorgaba un poder sin precedentes y constituía una fuente inagotable de prosperidad. La cultura perdía toda raíz aristocrática, no para abrirse a espíritus esforzados sin lesivas restricciones clasistas (loable logro moderno), sino para convertirse en producto masivo, inevitablemente degradado. 

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El instinto metodológico de economía epistémica que guía una enciclopedia infecta la experiencia estética, envenena la historia natural en el museo, el sentido práctico corrompe la Weltanschauung burguesa: con la misma rapidez con que pasamos del término "fuerza" al vocablo "furia", ahorrándonos la Mécanique analytique, con sus escalonadas bases y lazos conceptuales, y un Tratado sobre las pasiones del alma, viajamos del siglo XII al XIX, la irreverente urgencia de observadores relativistas (no la serenidad de esmerados newtonianos deslizándose sobre el éter), basta atravesar una red de idénticas galerías hexagonales, bien ventiladas y cercadas por discretas barandas donde se exhibe naturaleza muerta, cadáveres de reptiles y mamíferos que congelaron grotescamente su actitud vital en la tundra o en los Everglades, recreadas artificiosamente para satisfacer la irreprimible pasión del pueblo por el conocimiento (Sapere aude! ... la ilusión ilustrada). Insectos momificados y empalados en bellos sarcófagos de ébano, fosas comunes para un sacrificio justo, anfibios en viscosos amplexus y líquidas tumbas de formol, depurados tetraedros de sílice extraídos de sus gigantescas geodas, como la rosa disecada del asteroide B-612 expuesta bajo su urna de cristal junto a los fantasmas de los baobabs conjurados al otro lado del biombo.

Todo asépticamente liofilizado, compartimentado y sin genético contexto: una enciclopedia de relieves. Los axiomas de Babel gravitando en atmósfera cero, anticipados por la diégesis borgiana: el museo existe en la eternidad del orden fundacional, obra de un demiurgo menor o del azar sus operarios; el número limitado y universal de símbolos agota todas las manifestaciones posibles del espíritu, cuya sucesión es inimaginable, perpetuándose a sí en una infame memoria, inabarcable mas no infinita, prueba de la naturaleza caótica e informe del tiempo. Bajo cada pieza expuesta caben formas inconexas, líneas divergentes aún no trazadas y ya ruinosas, palabras no pronunciadas, frases incoherentes de una lengua no nacida o proscrita. 

Herméticas esferas de Hubble de translúcidas fronteras en las que los objetos se difuminan por infracción de su utilidad o violación de la morfología del universo, en fuga hacia sus pudorosos espectros, o aglutinantes ensayos de multiverso desde la arrebatada reivindicación humana del mundo como posesión, ilimitados en su abstracta extensión, como la redentora historia, y condenados a la periódica repetición, que nunca serán Aleph.

Testimonian también los museos, en su patrimonio interno, la proyección civilizadora del ilustrado mundo occidental, prolongada en la acción colonial que alzara a Francia, Alemania o Inglaterra en prominentes potencias decimonónicas, en detrimento de reinos declinantes, postrados por la Contrarreforma, apenas impactados por el Empirismo o la Ilustración: estructuras arquitectónicas deslavazadas y reconstruidas en un entorno sincrónico, mármoles de Elgin cuyo origen oscureciera la Guerra de Morea injertados en la vasta acrópolis londinense; templos de Marduk desgarrados y diseminados por Boston, Detroit, Estambul o Berlín. Victorias rodias aladas o escribas con sus ostracas que abandonaron la necrópolis de Saqqara para danzar al compás de la canción del ejército del Rhin ... Conceptos alfabéticamente ordenados, pero secuestrados de sus escenarios nativos, estratificados en la Cyclopaedia de Chambers o en la Encyclopédie de Le Breton; párrafos arrancados de los Principia mathematica o pasajes corruptos del Contador de Arena (Psammites) reunidos en un abyecto collage; retratos de damas robados de sus alcobas o crucifixiones abatidas de los altares. Todo dispuesto según el enciclopédico orden burgués garante de la ilustración del pueblo.

El prestamista malicioso y deforme que siempre fuera Europa, perverso Daniel Quilp, ejecutó los avales a sus préstamos (en eso consistía la colonización, no en una altruista difusión de ideales ilustrados), arrancando libras de alma sin derramar gotas de sangre, sustrayendo cuadros de tenebrosas capillas que los auspiciaron originariamente, profanando tumbas, exhumando cuerpos de faraones que aún desprenden hedor a natrón, expoliando cámaras selladas, una cosecha de reliquias subterráneas apiladas según las ramas del moderno Arbor scientiae, el Systéme figuré des connoisances humaines, distribuidas en salas consagradas a la memoria, la razón o la imaginación hasta completar el almacén universal de antigüedades en el 13 de Portsmouth Street. 

Tan ilustrado burgués como el mismo D'Alembert, Harpagón vigila el baúl donde guarda sus tesoros, frutos impuros de la mezquindad con que dispensara unos servicios no solicitados, envejeciendo a la vez que sus antigüedades.


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