PUNTO DE FUGA, De males, remedios y consuelos, por Charo Guarino



Abro uno de los últimos libros de mi admirado profesor Michael von Albrecht, Ad scriptores latinos. Epistulae et colloquia (Queridos clásicos. Cartas y diálogos) publicado por Áurea Clásicos en 2023, con textos en latín y traducción al castellano del profesor Antonio Mauriz Martínez, y para el que me cupo el honor de escribir el prólogo a petición suya.  Lo hago para releer el diálogo con Catulo del profesor, que comienza así: «Ante diem revocant, nimium quem numina amarunt.» («Antes de hora reclaman nuestros dioses/ a quien aman de más», en traducción libre de Mauriz), pues Catulo murió con apenas treinta años (treinta y tres según algunas fuentes).


El ateniense Menandro, que vivió entre el siglo IV y principios del III a. C., escribió «ὅν οἴ θεοί φιλοῦσιν ἀποθνήσκει νέος» (Aquel a quien los dioses aman muere joven), y aproximadamente un siglo después el comediógrafo latino Plauto escribió en su pieza teatral Báquides «Quem di diligunt adulescens moritur» (A quien aman los dioses muere joven).




Alma con la autora en el teatro de Segóbriga, hace algunos años.


Desafortunadamente esto sucede con frecuencia, pero cuando nos toca de cerca se nos antoja una suerte de injusticia divina ante la que nos rebelamos resistiéndonos a aceptar el hecho como irremediable, mediando el consuelo que unos encuentran en la fe, y otros en el apoyo de los seres queridos. En mi entorno, 2024 fue un año en que se sucedieron y abundaron las malas noticias en relación con amigos muy queridos aquejados por enfermedades, en su propia persona o en la de sus más allegados, algunos con fatal desenlace, como fue el caso, próximas las fechas navideñas, de Leandro Marín, marido de mi querida María Teresa Marín Torres, profesora en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Murcia, y directora del Museo Salzillo. Admiro profundamente su entereza porque además me consta cuánto sigue amándole tras su prematura pérdida y lo presente que lo tiene.


Este 20 de enero yo ignoraba que había finalizado la vida de dos personas jóvenes aún, Salvador Tomás Bleda y Alma María del Carmen Fernández Carratalá, que frecuentaron como yo las aulas de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia, donde se licenciaron en Filología Clásica en distintas promociones, y que eran profesores de lenguas clásicas en Bachillerato.


El tercer lunes del mes de enero, desde 2014 se considera fecha ominosa tomando como base una ecuación que muchos rechazan por pseudocientífica, pero que con el nombre de ‘Blue Monday’ (lunes deprimente) se va imponiendo como tantas fechas conmemorativas en las que se celebra lo más variado y muchas veces extravagante. Justamente este 20 de enero participaba yo, invitada por la Sociedad Española de Estudios Clásicos de Salamanca, en un ciclo titulado “poetas antiguos/lectores modernos” en la Casa de las Conchas, y disfrutaba de la compañía de amigos, poetas y académicos, en un lugar tan emblemático. No podía imaginar cuando de niña estudiaba en la asignatura de  “Sociales” en el colegio los monumentos más representativos de las distintas ciudades españolas que un día en uno de ellos habría un público tan numeroso atento a mis palabras, ni tampoco que, prácticamente cuando yo me preparaba para salir rumbo a la Atenas hispana, Alma expiraba sin que nadie estuviera al tanto y su familia pasaría días angustiosos preocupados por ella, por las noticias que les llegaban de su último whatsapp, en que informaba a una amiga de un fuerte dolor de brazo y pecho y le decía que por la mañana iría al médico. Imagino el tormento del peregrinaje en su busca por hospitales sin recibir noticias de ella ni percatarse, aunque habían estado ya allí, de que todo ese tiempo Alma había estado en su propia casa, en su cama, donde le llegó la muerte en la madrugada del lunes. Para sus hermanas el mes de enero será para siempre un mes de ausencias. Alma sentía el 8 de enero como un día tristísimo, pues habían coincidido en esa fecha los fallecimientos de su padre, siendo ella chiquitina y él aún muy joven, en el ya lejano 75, y el de su madre, exactamente 40 años después.


En una conversación reciente con mi padre, me confesaba lo que yo ya sabía sin necesidad de que me lo dijera. Desde 2008 lucha como un jabato contra un cáncer que parecía agazapado esperando su jubilación para lanzársele encima, pero él considera que su verdadero mal estriba en no tener a su lado a la que fue su compañera durante más de sesenta años. Por encima del hecho de que en la última década de su vida sufriera del Alzheimer que progresivamente la fue aislando del mundo o de haber sido testigo consciente de cómo durante mayo de 2022, que no alcanzó a vivir íntegramente, la fue devorando el cáncer de páncreas que se la llevó. Su ausencia es lo que él siente en el alma. Y lo peor es que ese mal no tiene remedio.

Acudí el viernes por la tarde al emotivo sepelio de Alma, con su voz y su peculiar ceceo en mi mente, junto a su perenne sonrisa, tan cálida y contagiosa. Cuantos nos congregamos en la iglesia de Nonduermas, su familia y amigos, teníamos presente su alegría y sus valores como persona, el amor a todos los seres vivos, su solidaridad, su fe en Cristo Nazareno. Su recuerdo, cuando el dolor se vaya apaciguando, será el consuelo de cuantos la conocieron, aunque ahora la pena por la repentina pérdida lo eclipse. A mi mente acuden cientos de anécdotas de momentos que compartimos, desde aquel día, hace ya más de tres décadas, en que apareció con su madre —ambas me parecieron torbellinos de vitalidad— en la biblioteca del área de Latín del Departamento de Filología Clásica, y rellenó para mí una cantidad ingente de fichas para sacar libros en préstamo. Tenía verdadero afán por aprender, por vivir, por compartir. Era generosa y comprometida. Con María José Pujante y Presen Alcaraz, que también acudieron a la ceremonia religiosa de despedida a Alma, intercambiamos recuerdos y coincidimos en que fue, esencialmente, una persona buena, alegre y vital.



Fotografía reciente de Alma




Su hermana Luisa me dio las gracias por el envío de algunas fotografías, y me escribió la noche del entierro: “un ángel pasó por nuestras vidas”. Cuando empezamos a estudiar griego clásico, una de las primeras palabras del vocabulario esencial es justamente esa: ángel. El enviado. Así la ven muchos, y así lo manifestaban, compungidas, dándose a conocer: una como compañera de habitación en el voluntariado en Lourdes, otra, una señora mayor, junto a su hija y otras mujeres afligidas y sin terminar de hacerse a la idea, compañeras de Alma en el coro. Su gran amigo Hatem Mohamed Yasin, al que informo a mi pesar de la noticia, llora su muerte desde el Cairo y lamenta que la falta de tiempo para obtener el visado le impida acudir a despedirla. Su sobrino Román, a quien tanto quiso, a la cabeza de los portadores del féretro, asentía mientras escuchaba emocionado las palabras de Don Manuel, el sacerdote, finalizando la misa: “No ha muerto, sino que duerme…”, aún sabiendo que no habría de suceder el milagro que nos cuenta el Nuevo Testamento que protagonizó la hija de Jairo. 

Ojalá no le falte el consuelo a su familia, ni a ninguno de los que lloran una ausencia irreversible, a los que abominan de las guerras y de las enfermedades que les privan del calor de aquellos a los que aman, aunque en algunos momentos parezca imposible y no sirva pensar que se han marchado porque la divinidad, que los ama especialmente, los reclama. 



Comentarios

  1. Muchas gracias por tus palabras, el amor y el dolor por su pérdida reflejado entre tantas caras que yo no conocía, me enseñaron el hermoso testimonio de vida lleno de amor y entrega a los demas, el cual ha sido un ejemplo para mi
    "UN ÁNGEL PASO POR NUESTRAS VIDAS"

    ResponderEliminar
  2. Un beso para María Teresa. Gracias Charo.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario