I. DE DIOSES Y MONSTRUOS: el Estado, por Vicente Llamas
El Estado como abstracta omnitud que auspicie la pluralidad de elementos matriciales sobre los que sostener la dinámica efectiva de la libertad por equilibrada estructuración de un régimen de necesidades es una vaga utopía. Es también la empusa metafísica de Hobbes, el demonio de especie mudable que se transfigura a las puertas del infierno para escapar de la razón natural. Un monstruo furioso para el que el metal de la espada es sólo madera carcomida, al que no ahuyentan las maniobras amenazadoras del Pequod ni intimidan los abismos. El gran Leviatán, "rey de todos los hijos del orgullo", un dios mortal gestado por unánime convenio de compromisarios del pacto social "en una misma persona, más allá de su ascendencia en la inmortal divinidad". Cada hombre cede a la asamblea el derecho de gobernarse a sí mismo.
La desestabilizadora tensión en el seno de la sociedad burguesa que emergiera de la Ilustración entre la conjunción de intereses particulares y medios técnicos, irremisiblemente abocada a una indeterminada multiplicación de necesidades, recursos y placeres, y la neutra sintaxis de coyunturas jurídicas, la externa orientación de habilidades y otros factores reguladores de la fisiología comunitaria, contrae el aparato de genéricas categorías institucionales a funciones de control eficaz y subsistencia. La teoría del Estado adopta la forma embrionaria de una teología racionalizada de la inmanencia disipada en plurales mixtificaciones. La proyección de sí mismo que hiciera el hombre, poniendo fuera de sí sus objetivados predicados, exonerado de los límites que tales atributos tengan en el individuo el ser-otro que esbozan en su abstracta separación, rinde una versión hipertrófica de su propia esencia: la génesis de la idea de Estado obedece a un duplicación de la esencia teológica, trasunto de la autoconciencia primaria e indirecta del hombre en la que se fraguara la idea de Dios. El quiasmo está servido: el microcosmos humano en sus heterogéneas envolturas replica la jerarquía celeste; la macrodinámica del ecosistema estatal imita flujos de poder y distribución de posiciones de la microestructura familiar ... Y parasitismo, depredación, simbiosis, ..., son estrategias biológicas habituales en ecosistemas.
La antigua concepción teológica del mundo supeditaba el sentido y destino de la historia a un Dios providente: el éschatos (ἔσχᾰτος) convocaba a la salvación sobrenatural por redención divina. La secularización ilustrada de una razón soberana y la desacralización de la vida humana transpusieron el éschatos y su designio salvífico al horizonte de inmanencia histórica. El fisiocentrismo renacentista (fe secular en la Naturaleza como escenario de plena realización individual) cede paulatinamente al estatalismo, la orfandad natural del hombre al hábito civil, y la infantil confianza en el auxilio divino ante su vulnerabilidad deviene en madura fe ilimitada en el progreso, la redención que el hombre mismo habrá de procurarse con su trabajo y sus conquistas técnicas. La emancipada razón secular ha superado su minoría de edad en la Aufklärung, investida de carácter crítico - analítico, repudiando la revelación sobrenatural, repeliendo la superstición, incurriendo periódicamente, sin embargo, en formas subrepticias o muy patentes y lesivas de idolatría, porque bajo la encarnación estatal del super-yo (el Estado moderno está imbuido de la vocación teológica primordial de esa alienante polarización del yo), laten las convulsas pulsiones biófagas del ello, sedicioso e indómito infra-yo, difíciles de sofocar y muy rentables para la ingeniería de masas o la praxis política que explota la lógica de la emoción, por más que la eugenesia se insinúe furtivamente en futuros distópicos.
El Estado es, pues, la rígida edificación inmanente del antropocéntrico super-yo, como el reino ultraterreno fuera transcendente morada del expectante super-yo teocéntrico, mas sus cimientos descansan sobre la guarida subterránea del animal profundo, el ello: las sórdidas cloacas del instinto líquido por las que la ciudad drena sus vicios, antes moderados por el temor a un fatal destino post mortem, los sombríos pasadizos por los que repta impúdicamente Caín (homo homini lupus), turbios proscenios en los que brama el monstruo abisal que habita en el ser caído que somos. Y los oscuros oficios de lágrimas purgan las ciénagas de la urbe total que eclipsa todo rastro de orbe celeste.
Entre ambas instancias, represora e instintiva, el irreverente yo, animal patético, pugna por deshacerse de nocivas servidumbres, mitigar la fuerza coercitiva de imperativos que trazan su genealogía moral sin naufragar en innatas flaquezas por imprudente comercio sensual con un mundo tan seductor como venenoso para retener una residual identidad, vigilante de la deformidad que le inflige el páthos, su miseria estructural, cuidando la perniciosa corrupción de rasgos en el oculto retrato de Gray, y procurando, a un tiempo, que la máscara anamórfica de super-yo no acabe en su opresivo vigor por arruinar su peculiar fisionomía, disolviéndolo en la anonimia de un rostro único o un dominio de radical uniformidad. Cubre pudorosamente su desnudo hábito ontológico individual con un indumento civil que le resguarda del frío intempestivo, convirtiéndose en ciudadano, bajo pretexto de superación de la desigualdad natural en un marco de universalidad estamental.
Alineados con Spengler, si el Estado hubiera de ser la historia estática, suspendido su movimiento (la historia sería el Estado concebido en su influjo motriz), el éschatos recaería sobre el Estado en asintótica quietud (sesgo divino): la providencia estatal suplanta a la providencia divina, y en su alienación como ciudadano, el individuo reniega de difusas deidades para sucumbir al hechizo de la venerada bestia salvífica, supremo idolum.
La eficacia social del individuo exige la forzosa adscripción a un estamento (productivo, interventor, ejecutivo, ...) y demanda la eclosión de una conciencia de limitación que favorezca la universalidad a preservar. Rehusar la solución estamental mina la efectividad humana. En tanto universal, desde su misma constitución, el Estado no concede ámbitos de disidencia. Acaso la indigencia o la marginalidad, que no exime de una ley intransigente en subversivas contingencias, pues la organización estamental en su materialidad envuelve a la realidad cotidiana (el transgresor ἰδιώτης traiciona su gregaria condición de ζῷον πολῑτῐκόν: la libertad como sublimada expresión de racionalidad sólo tiene cabida en la pólis).
Si el Estado fuera, como pretende Hegel en su Filosofía del Derecho, bajo un enfoque dialéctico de negatividad ("principio motor y generador" de la realidad en su conjunto, lo califica Marx), un resultado, manifestación última o depurada cristalización del espíritu objetivo en la que culminaría "lo implícito en las formas antecedentes de eticidad" ("concepto de la libertad que ha llegado a ser el mundo existente -Vorhandenen- y la naturaleza de la autoconciencia") por liberadora supresión de arbitrarias vinculaciones sensibles o naturales del hombre; si hubiera de ser la consumación de una Idea ética que configura las variantes de objetividad articuladas en un sistema racional, fagocitando al individuo (en rigor, lo rumia, transformándolo en bolo procesado), absorbiendo a familia y sociedad civil (el tejido ético de esta última sería la trama de relaciones interindividuales), no como simple medio de protección o fiel guardián de la libertad sustancial en sus fines, sino como efectiva realización de la misma, el primer signo de alienación aflora en la abrupta legitimación fenomenológica: el desarrollo de la eticidad consistiría en el despliegue de la diversidad de formas en que la universalidad de la libertad quede unificada con la efectividad de cada penitente. De ese modo, la razón universal conjura la constelación de perfiles singulares sin abdicar en erosivos egoísmos. Si la eticidad plasma la existencia inmediata del Estado, no deslizando hacia la vertiente materialista en la que prospera la denuncia del imperio de la fuerza sobre la razón o el interés parcial sobre el bien común (el Estado garantizaría -en la visión marxista- el bienestar sólo a los que detentan el poder, prolongando el status naturae de masas sedentarias por ejercicio de una actividad normativo - punitiva), la conciencia de sí del individuo, en su conocimiento y activa eficiencia, le conferirá existencia mediata.
Cada individuo -presume el filósofo de Stuttgart- será para-sí mismo en la medida en que se integre en el todo estatal como parte del producto social común. El sujeto, en suma, haría de la eticidad su necesidad ... El pacto estatal aglutina, en su mismo fundamento, índices de asepsia natural, una renuncia individual a potencialidades naturales que comporta cierto grado de alienación, la enajenación del individuo que se hace "otro" al desmarcarse de su ser nativo asumiendo en su ser-para-sí la efectividad por adhesión estamental como delación esencial de compromiso en la universalidad, advirtiendo además que, por más que la sociabilidad fuese beneficiosa conminación a la vida comunitaria, la eticidad basal en la estatalidad es sólo un aspecto de esa dimensión social, y la universalidad de la fórmula estamental únicamente sería indicador de la efectiva tesitura del individuo intramuros (no olvidemos que la Naturaleza es apenas un producto lógico para Hegel: "salir de la Idea fuera de sí").
Marx aduce en La ideología alemana que la historia, ese agitado horizonte en el que la razón ilustrada depositara el éschatos, es "una acción imaginaria de sujetos imaginarios", mas esa acción se vicia cuando los estamentos se tornan exclusivos marcos fácticos de dehiscencia racional del hombre. Para empezar, toda realidad que no responda a esa exigencia debe ser exorcizada o exiliada. ¿Dónde, si el Estado es omnitud?: confinada en bolsas de marginalidad que desgarran la anatomía interna del Leviatán, ofreciendo a Yahvé su hermosa piel para que construya los "pabellones en los que abrigar al honrado", mientras se sacia con la carne del fiero buey, Behemoth (bellísimo, el himno Akdamut de la Torá)
Cuán lejos el ciudadano contemporáneo del devenir subjetivo a través de la moralidad (la totalidad translucida en el cuerpo estatal sería verdad teórico - práctica que impulsa la superación de la moralidad en curso a una eticidad ontológicamente fundamentada en la conexión de universalidad y privativas atribuciones singulares), la voluntad autónoma en su espontánea auto-determinación con una intención unificadora que revele el contenido concreto del sujeto en la profesión del bien como fin. El bien es, hoy día, una opción mecánica, distorsionada por éticas sectarias de mínimos que abogan por el consenso ideológico del valor, rechazando toda cadencia de absolutos.
La satisfacción de necesidades particulares en una sociedad benéfica (conciencias letárgicas flotan a la deriva en un inerme estado de bienestar) es completamente opuesta a la universalidad abstracta de la igualdad formal, y la alienación se agudiza en la reivindicación de ámbitos de transición de instrumentalidad a sustancialidad maquinal por desmedida especificación de procesos laborales. También Hegel auguró la insurgencia de la máquina como principio extrínseco esclavizante, pero fue su compañero del Tübinger Stift quien más lúcidamente lo vislumbrara: si la Idea es objeto de libertad, habrá de irse más allá del Estado -o cesar éste-, pues "trata a hombres libres como engranaje mecánico". En Hiperión será más incisivo aún, y es que la esencia moral del mundo no puede dimanar del Estado, emana de la persona:
"No sabe cuánto peca el que quiere hacer del Estado una escuela de costumbres. Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno".
Si tan elevado tributo impone la solución estatal al ciudadano (Kane o no), debiera éste reflexionar severamente sobre la desvirtuación de la universalidad en pasivas claves de globalidad (la urbs estamental y su exacción global sucede al orbs con su aura de universalidad), sobre la actitud política (ordenada en un contexto de razón objetivada a una praxis estatal predefinida), mancillada por la mediocridad de tantos postores en desmesurada proliferación (recomendable el ideario de supervivencia de Swift), o sobre los inquietantes pródromos de oclocracia (ὀχλοκρατία), el estadio más degenerado de dinámica democrática.
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