ALAS DE MARIPOSA: Lola, por Gedi Máiquez



El robot aspirador se deslizaba suave, pero firme, sobre la tarima de madera del piso en el que vivía desde hacía unos años. Dibujaba líneas perpendiculares, imaginarias y perfectas, en su objetivo mecánico de colaborar en las tareas domésticas de un hogar repleto de vida.

Brumm…emitía el motor, mientras chocaba contra la pata de la mesa del salón y cambiaba de dirección algo enojado con el obstáculo. Brumm…giraba sobre sí mismo en su aparente desconcierto por volver a redirigir el rumbo de su misión. Me detuve a observarlo. Lo suficiente para desenchufarme del piloto automático de la cotidianidad en el que andaba inmersa. Así pude recordar las palabras de Josep María Esquirol en su ensayo, La resistencia íntima, cuando hace referencia a la casa como entorno seguro. El filósofo afirma que, la casa nos salva, es nuestro refugio. Nos protege de la inmensidad, entendida en su concepto de hacernos sentir diminutos e insignificantes, en un universo que sabe que solo somos cuerpos corpusculares con fecha de caducidad. Para nosotros, nuestro hogar es nuestro centro, ese en el que gira todo. Es la intimidad en sus miles de formas y maneras, es el descanso después del bullicio del exterior. Para lograrlo, necesitamos un rincón que nos recoja y nos arrope, de ahí, como indica Esquirol, una casa modesta siempre será más hogar que un palacio, porque para hacer casa se necesita calidez. Por desgracia para muchos, la casa queda muy lejos de ser ese entorno de protección al que se hace referencia, pasando a ser en muchos casos, el mismísimo infierno, o en su defecto, una árida estepa helada donde las emociones quedan congeladas, para así, el dolor de una vida injusta sea más llevadero.

Mi casa era cálida desde que decidí dejar atrás la frialdad del iglú en el que estuve alojada durante décadas. Con esa tranquilidad que te da el sentir que estás protegida en tu propio universo, el motor de mi cabeza dejó de emitir el sonido de los pensamientos intrusivos. A veces acechaban como salteadores de caminos dispuestos a llevarse un buen motín. Mi paz.

La roomba seguía a lo suyo, empeñada en aspirar hasta el último pelo de mi perra. Una misión por otra parte imposible, y que daba por finalizada antes de que el piloto rojo avisara de su falta de batería. Lola, nombre castizo por el cual responde mi canina, dormía plácida en su manta recién lavada que a ella tanto le gustaba. Realmente el sonido del electrodoméstico le molestaba poco para conciliar el sueño. Yo admiraba y envidiaba a partes iguales esa capacidad tan suya para abstraerse del mundo exterior, debido en gran parte a ese carácter tranquilo de una carlina y también por una sordera incipiente propia de sus once años de vida.

El paso de los años nos había hecho inseparables. Fuimos conociéndonos poco a poco, obligadas por las circunstancias, ya que ninguna de las dos eligió compartir su vida con la otra. Pero hicimos un pacto. La cuidaría siempre, pasase lo que pasase hasta el último día de su vida. A cambio, yo disfrutaría de su lealtad y de la compañía silenciosa de quien se siente querido, a pesar de que ella también conociera el abandono y el desprecio. Esa era su grandeza.

Lola sale de su sueño y se incorpora lentamente. Sus patitas ya no responden con la misma agilidad de antaño, cosa que el movimiento de su cola, rápido y alegre, contradice a su edad. Me mira con sus velados ojos de anciana, enmarcados por pestañas canosas que le dan un aspecto cansado. Ladra para avisar.

-¿Quién viene, Lola?- le pregunto con tono cariñoso.

Ella me responde agitando más la cola a la vez que se dirige hacia donde viene el sonido. La silueta de una figura ágil y delgada se vislumbra al fondo del pasillo. Ella va acercándose con la confianza que han ido creando, cumpliendo el ritual que otorga la rutina de la compañía deseada. La carlina observa tranquila a la persona que desde hace tiempo tiene su lugar en casa, ella sabe que es digno de habitar nuestro espacio. Mientras espera paciente, él deposita un suave beso en mis labios, recibiendo a cambio la curva de una sonrisa prometedora, para seguidamente, deslizar su rostro hacia mi cuello y aspirar el olor que solo él sabe reconocer. Me siento afortunada. Lola lo mira y algo inquieta ladra avisando que la incontinencia no es solo urinaria.

-¿Vamos a la calle, Lola? -le responde él en ese tono jovial que tanto nos gusta a las dos. Ella feliz gira sobre sí misma sabiendo que ya toca su paseo y que todo continuará donde lo dejaron. Él pacientemente esperará a que le ladre a todos los perros, que huela todos los árboles y mee todas las esquinas que encuentre a su paso, para finalmente, tirar de ella y convencerla que el paseo ha llegado a su fin.

Los dos subirán contentos. Ella porque ya podrá conciliar de nuevo el sueño. Él porque tendrá la seguridad de saber que se encuentra en casa.






Comentarios

  1. Esas pequeñas cosas cotidianas son las que importan realmente. Entre líneas esa calidez que nos acoge e imaginamos, de un verdadero hogar. Fantástico relato.
    Enhorabuena!
    Fantástico relato, ni le sivra

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