LOS POETAS INMUNDOS: VIII. La vida circular de los caballos, por Vicente Llamas

 




Caballos con las patas dislocadas, mecidas por un soplo irreal, una inacción abstracta, semejante a la renuncia o al letargo de las semillas retraídas en sus lechos invernales (Thou Harmony of Nature’s art! Thou Mirror …)

Vientres desgarrados por los que asoman mechones de hebras híspidas, casi hilos de alambre, el cerco de frío que oprime las almas sigilosas de los árboles. 

Órganos irresueltos, sin límite ni desnudez definitiva, en masas bulbosas, de estraza, y algunos belfos hendidos. Pupilas vacías, ni rastro de las formas que rumiaron. Colores apáticos, desordenados, resbalan sin norma sobre ellas componiendo una máscara exangüe. Exactamente como la luz resbala por los surcos aposemáticos en el rostro de una mujer usada (sabemos que caemos por la corrupción de los colores, y porque ya no queda aire sobre el que alzar plegarias: semillas agostadas en sus secas égidas, vueltas hacia dentro, hacia su propia sed o hacia su íntimo fundamento, revertidas en su tenaz escombro sin fruto, reteniendo el eco de un temor antiguo, sin nombre aún y tantas veces derramado).

Una inercia suicida sacude al mundo y el espesor de las horas violentas lo arrastra a los vastos cementerios del oeste, el confín de los días, opuesto al pulso de la noche única que arranca a las cosas de sus lechos empujándolas hacia las pálidas cumbres del este. El mundo, cierta porción de él, convertida en un tiovivo demente que gira furiosamente contra 2ω × v, o contra alguna otra clase de magia arcaica, inútil, a su vez, contra la huída: las disidencias del axioma racional ocultan un criterio inherente de dualidad alma-cuerpo amparado en la definición genética de algo directo, primigenio,  inarticulado, una fría luz primitiva que paraliza los principios físicos, la tierra donde residen las formas infecundas abriéndose a contactos de relación sobre los que discurre un mecanismo sobrenatural de hechizo contaminante o imitativo, abusos de método que infunden a la magia un sentido de conjunto en el que la voluntad ha roto su vínculo con lo vivo para impetrar el favor de fuerzas salvajes que burlan la confesión moral por los cauces orgánicos de la emoción.

Así imaginé, de niño, la batalla de Crêcy, cuando aún no conocía palabras con las que herir o regresar y todo era más limpio, cautivado por una miniatura evocadora. Quizá fuera la de Poitiers o la de Agincourt. Uno cualquiera de los episodios masivos de esa discordia dinástica en que la sombra del Príncipe Negro se extendió como un velo sobre el llanto, unos cuantos años más cruenta que la soledad de las estirpes condenadas a una mísera oportunidad sobre la tierra. La iniquidad siempre es más extensa que la soledad que acecha a cada hombre (en eso consiste la muerte, en ser finalmente devorado por la propia soledad, sin excusas con que detenerla).

La feroz V de longbows y el enjambre de saetas ansiosas perforando la soberbia de algún rey francés, uno de tantos Felipes o Carlos numerados, sustentados por una gran V rampante o bezante en campo de gules con armonía de esmaltes, para perdurar en la historia sobre el humus de miles de cuerpos anónimos que fueron, sin embargo, los que segregaron el esmalte y el luto, pudriéndose en fosas comunes, sin fechas ni epitafios, contribuyendo en su alma colectiva a dar finalidad humana a la historia, a eso que Unamuno designa conciencia progresiva, abocada a la apocatástasis, culminación metafísica del espíritu absorbiendo en sí todo: flechas, caballos desgarrados, navíos, príncipes negros y mugrientas V’s lambrequinadas.

Ahora leo Viaje al final de la noche.

Acudo a una feria abandonada en el corazón de París por la súbita conmoción de la guerra. Universal. La Primera. Una más en la historia, también universal, de la infamia. Alambradas, máscaras anti-gas, bayonetas y morteros reemplazan a longbows, yelmos y corazas en el collage trágico. 

Pero los caballos siguen ahí. Mudos. Irresueltos, repitiendo su pavor mineral. Respirando sólo por dentro. Atravesados por alfileres oxidados como momias de insectos a punto de quebrarse tras el cristal, danzando de nuevo, sobre la lívida faz de la memoria.

El tiovivo gira, implacable, últimos vestigios del éter persiguiéndose a sí mismo en el círculo delirante de lo que no tiene en sí reposo porque alberga algo violento e innatural. Hay un ritmo newtoniano, el de los hechos comunes, la cadencia de las cosas cotidianas, y un tiempo relativista, el vértigo cósmico de la luz, la urgencia de los desquiciados observadores que la persiguen, pero hay también un tiempo nouménico subyacente a cada instante de esos dos órdenes temporales. Los días pausados que deshacen las dóciles cosas inmediatas, las negras horas de crisálida, quiméricas sombras de las dos morfologías de horas exteriores que rigen la vida circular de los caballos

Este cuadro de Céline es más poderoso que aquel otro de la infancia:

Una feria podrida, deformada por la mentira ("se mentía rabiosamente más allá de lo imaginable, mucho más allá del ridículo y del absurdo, en los periódicos, en los carteles, a pie, a caballo. Pronto ya no hubo verdad en la población" … El más ambicioso logro de la modernidad, la mentira, un "juego idealista inédito" que forjaba vocaciones: la religión de la razón ilustrada, relevando a la "celeste, desinflada por la Reforma, para batallones de frenéticos emancipados"), marcada por la mistificación (todo lo estaba, el azúcar, las sandalias, …, las fotos, … todo cuanto "no eran más que fantasmas llenos de odio, falsificaciones y mascaradas"). El delirio de mentir y de creer propagándose como la sarna. Hipocresías homicidas vertidas sobre mezquinas figuras que naufragan en "un ideal de absurdos, vigilados por mediocres belicosos e insanos, ratas fumigadas ya intentando enloquecidas escapar del barco en llamas, sin tener ningún proyecto en conjunto, ninguna confianza los unos en los otros"

Y en medio de esa feria, a orillas del Sena, hacia Saint – Cloud, tras árboles que conservan aún la amplitud y la fuerza de los grandes sueños antes de ser engullidos por la noche, barracas de otra feria, sólo otra en apariencia, que la guerra había sorprendido allí y colmado de silencio. Algunas "adornadas con espejos, confiterías, rifas, un pequeño teatro", incluso, fatigado por horas opacas, sucias de astillas y sedimentos de hombre, que acudían a los espejos sin desvelar nada … "Las tiendas se inclinaban hacia las hojas y el barro. La más inclinada, cabeceaba sobre sus estacas, a pleno viento, como un barco de locas velas presto a romper su última amarra… Sobre la entrada de las barracas podía leerse su antiguo nombre".


El Stand de las Naciones era precisamente una barraca de tiro. 


"Cuántas balas habían recibido las pequeñas figuras! Todas acribilladas de diminutos puntitos blancos! Representaba una boda en broma: en zinc, y en primera fila, la novia con su ramo, el primo, el militar, el novio con una cara muy coloreada, y luego, en la segunda fila, más invitados a quienes mientras duró la feria debieron matar muchas veces".


¿Quién cree en Ulm?, se pregunta Céline vagando por la Alemania devastada. En Ulm, el Danubio, joven aún, es un "sinuoso maestro de la ironía" –susurra Magris-. Se muestra tolerante con los desequilibrios y las deformidades del mundo, mas no se sustrae a "la caótica redundancia de lo real". Sospecha el lúcido profesor de Trieste que cuando la realidad es anulada, a trazos imperceptibles, no siempre como una "sangrienta escenografía, pensarla se convierte en un acto de fe [...] una fe vivida e introducida en los gestos del cuerpo [...] la tranquila certidumbre vital que permite [...] navegar inmerso entre los objetos, persuadido de su existencia, convencido de la irrefutable realidad" que impone su referencia o su simple disponibilidad. La intuición como acto tético de profanación de una conciencia pura que transciende el factum en curso al εἶδος en su esfera privada de naufragio. Una fe fenomenológica que revoca la penumbra, contrayendo la naturaleza a su semblante, y legitima al sujeto como foco de transmisión de agonizantes despojos: la savia de flores enterradas, el fragor de existencias reducidas a un solo sonido que reúne todos los pasos y volverán a ser furia y fragancia antes de retornar a su despojo.

El grito de Céline, abrasado por la revelación del mal, tan banal en su aliteración que apenas deja reflejos en que reconocerse, aplastado por el estrato de farsas intermedias, es casi esa fe que pretende salvar la frágil inocencia del yo, pero la danza de máscaras maliciosas, la profusión de cultos vacíos a la oscura materia de la mentira, el mapa de fraudes y extravíos bajo los que madura la orfandad, funden todas las ideologías en una falacia global que encubre la conjura histriónica de los vencedores sobre los anónimos. El individuo es culpable, sí, de refugiarse en la masa.

El aullido de Céline presagia los ángeles rebeldes que flotan, pobres y andrajosos como escurridizos mendigos, sobre las azoteas de la ciudad insomne que murmura abismos, ajustando todos sus componentes a la respiración regular de las fábricas, al temblor de las calles que se internan en reinos de gravedad en los que la suma de umbrales y cuartos que representan cuanto los hombres saben del amor es igual al silencio, a las débiles hebras de una luz inversa que oculta el mismo desenlace invariable, un pavoroso ritmo de súplica y de adviento. Invocados por odas obscenas, auscultan el Terror a través de paredes horadadas. La trágica visión de las tres arpías tuertas, la trinidad metateológica de Ginsberg, entre los eruditos de la guerra y sus perros famélicos.

Si Hamsun es el vagabundo loco, intempestivo en su insolente soliloquio, inadaptado y hambriento sobre una tierra no bendecida que apenas ofrece pasadizos y promete exilios que la maleza oculta, nunca capítulos finales, Céline es el ángel impuro que late en el tiempo, guardando para sí los abrazos prestados, encarnados en ropas espectrales que volverán a encarnarse en ropas espectrales tras la muerte. Los sacristanes de Messkirch deponen su declamación de autenticidad contra los bordes del espíritu deshecho por la técnica. Abandonan su negra religión de fosas y danubios y erinias tiránicas a la maquinaria de la noche, que muele vuelos y ámbitos y dicta siempre sueños mezclados con tierra para acoger rastros de extrañeza. Sus voces lisas se desploman ante el balbuceo de los guías ciegos.

El carnaval de Sigmaringen es un tiovivo constante y el grito oblicuo de Céline se hunde en la caligrafía de la noche, no acierta en sus pequeñas magias furtivas, confundiendo a todos los actores del drama, verdugos o sodomitas, facciosos o prófugos, en un sabbath atroz.


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