PUNTO DE FUGA. Estambul no es Constantinopla, por Charo Guarino
Apenas regresada de mi primer encuentro con Estambul, con las vivencias recientes y aún sin asimilar del todo, me dispongo a hacer una pequeña crónica de las mismas a vuelapluma para dejar constancia de mis impresiones sobre una ciudad que llevo años queriendo conocer, y con la que he soñado desde que recuerdo, con la imaginación estimulada por el aura de misterio que le confieren la infinidad de historias y leyendas que la rodean. Esto, junto al hecho de que todo aquel a quien había comentado la inminencia de este viaje —con el que celebrar el cumpleaños de José Luis y desquitarme de un trimestre de inmovilidad forzada por las complicaciones en la retirada de una osteosíntesis—, había expresado la seguridad de que me había de gustar, me hacían albergar cierto temor a verme defraudada por las altas expectativas. Nada más lejos de lo sucedido: a ello ha contribuido sin ninguna duda el haber tenido la fortuna de llevar como guía y acompañante a mi pareja, que la conocía todo lo a fondo que se puede conocer una ciudad con tantas facetas, por mucho que esta fuera la quinta vez que arribaba a sus costas. En el mismo día hemos podido ser testigos de múltiples "Estambules", todas ellas fascinantes, y en algunos casos muy diferentes entre sí.
Ciertamente, como reza la letra de la tan pegadiza como versionada canción del grupo canadiense The Four Lads, estrenada en 1953 para conmemorar el 500 aniversario de la caída de Constantinopla a manos de los turcos el 29 de mayo de 1453, 'Estambul no es Constantinopla'. Encrucijada de civilizaciones, compartida, como Gallipoli, entre los continentes asiático y europeo, la antigua Bizancio, a partir de la cual se desarrolló la ciudad nueva de Constantino, fue un importante centro de creación artística y literaria, tanto en pintura como en escritura, durante el Imperio Bizantino. La pintura bizantina, con su característico uso de mosaicos y pinturas murales, reflejaba las ideas religiosas y políticas; por su parte, la literatura, en lengua griega, preservó y desarrolló la tradición clásica y la cultura cristiana. Precisamente estas dos disciplinas artísticas han coadyuvado a inmortalizarla: escritores y pintores la han celebrado a lo largo de los siglos, y nos han transmitido esa visión de ensueño que continúa latiendo en su evocación, y que no hace sino acentuarse tras ser visitada. Cervantes, Chateaubriand, Edmundo de Amicis o Pierre Loti, son solo algunas de las plumas que le han dedicado auténticos panegíricos.
Fue en el siglo VII a. C. cuando un megarense, Bizas, llegó al lugar habitado entonces por los tracios y fundó en la primera de las siete colinas (por lo que la ciudad también fue conocida con el nombre griego de Heptálofos) una colonia a la que dio su nombre. La posición estratégica de ese extremo del territorio europeo que se extendía a orillas del Bósforo se unió a la circunstancia de que era un destacado productor y exportador de cereales, madera o ganado. Ya a finales del siglo VIII a. C. también la pólis de Mégara había fundado Calcedonia —actual distrito de Estambul conocido como Kadiköy, al sur de Üsküdar (la antigua Crisópolis, después Scútari)—, de modo que dominaba el acceso al estrecho que comunicaba el mar Negro (con el apotropaico nombre de Ponto Euxino en la Antigüedad, para conjurar sus peligros) con el Mediterráneo. La prosperidad impulsó el crecimiento de la ciudad, que cayó bajo el poder imperial de Roma. Entre 193 y 217 d. C., en época de Severo y Caracalla (Marco Aurelio Antonino Basiano), cambió su nombre por el de Augusta Antonina, antes de ser revertido de nuevo a Bizancio a la muerte del último de ellos. A inicios del s. IV, tras la anarquía militar, el emperador Constantino consiguió ser coronado en solitario en la ciudad que fue llamada Nueva Roma (o Altera Roma) para recibir enseguida en su honor el nombre de Constantinopla y actuar como capital del Imperio romano mientras duró su unidad, y como capital de la parte oriental cuando volvieron a dividirse el imperio oriental y occidental (con la excepción del lapso entre los años 663 y 668, durante el reinado de Constante II, en el que la capital se situó en Siracusa hasta el asesinato de aquel). Sin embargo, la población greco-parlante de la ciudad de Constantinopla se consideró a sí misma como romana bizantina hasta el fin del Imperio, en referencia al antiguo nombre del lugar, al que a finales de la Edad Antigua sus habitantes dieron el nombre genérico de 'la ciudad', pues, debido a su importancia y a su abundante población ya entonces—que hoy día sobrepasa los quince millones y la hace una de las ciudades más populosas de Europa—, se convirtió en la urbe por antonomasia. Esta última denominación se usó de forma constante hasta la dominación turca otomana, que adaptó a su fonética el nombre, derivando en Estambul (el 'stin pólin' griego se iría transformando hasta llegar a Istambul, igual que Galipoli procede del turco 'Gelibolu', y este del griego 'Kalí polí'), aunque el nombre de Constantiniya fue usado también formalmente hasta la misma caída del Imperio Otomano, en 1922, y su uso oficial sólo se abandonó por el de Istambul en el año 1930, con Kemal Atatürk, a fin de evitar la asociación con la época de los sultanes.
Son muchos los lugares y experiencias que me han quedado pendientes, entre ellos la navegación por el Bósforo —que según la mitología griega atravesó la primera sacerdotisa de Hera, Ío, huyendo despavorida de la furia persecutoria de la diosa después de que Zeus la poseyera transformado en nube, tras dar su nombre a la región de Beocia y al mar jónico— o la visita a un hammam. La lectura en un café librería en Kadiköy, a orillas del Mármara, del divertido pasaje en el que De Amicis describe los baños me resultó disuasoria, y finalmente nos decantamos por contemplar nuestro último atardecer en Estambul contemplando la puesta de sol sobre el Cuerno de Oro desde el puente de Gálata, donde nos sorprendió la mayor afluencia de reportajes fotográficos de recién casados, así como la más copiosa bandada de gaviotas que hubiéramos visto jamás. Sobre el mismo puente, a lo largo de toda la jornada, pescadores de distintas edades y condiciones—entre los que pude ver a una niña a la que su padre iniciaba en el arte haliéutica, o una mujer adulta—, esperan a que piquen en el cebo pequeños peces que destripan y venden allí mismo, bajo la atención expectante de los omnipresentes gatos, que habitan Estambul a sus anchas como sultanes del siglo XXI. Los destellos dorados del mar arrancados por el sol al morir y las siluetas recortadas al contraluz del recinto palaciego de Topkapi, Santa Sofía y la Mezquita de la sultana madre (Yeni Camii), la Mezquita de Solimán el Magnífico (Süleymaniye Camii) con sus seis minaretes, y la elegante Mezquita Azul (Sultanahmed Camii), dejan una impronta imposible de olvidar, que se suma a la agradable mezcla de estímulos sensoriales, como los embriagadores aromas florales de rosas y madreselvas, o los intensos efluvios de las coloridas especias, el aflamencado canto amebeo a varias bandas de los muecines, convocando a la oración a través de la megafonía; el reclamo de los vendedores de dondurmas —helados elaborados a base de extracto de orquídea o salep y de una resina llamada mastic, que les dan una consistencia pegajosa que impide que vayan a parar al suelo—, que como avezados prestidigitadores salidos de un cuento oriental juegan y bromean con los clientes dibujando una sonrisa en los transeúntes, o moviéndolos a la carcajada; el rumor continuo del agua de las numerosas fuentes que festonean los barrios, o la nostalgia que despierta su cautivadora música, interpretada por doquier por instrumentistas callejeros o en locales abiertos que imantan al viajero; la rivalidad de blancas gaviotas y negros cuervos, ante la impasibilidad de los cormoranes, también negros y el arrullo de pardas tórtolas; el kikirikí del gallo y el clueque de las gallinas a la entrada de la pequeña Santa Sofía (edificio bizantino erigido como iglesia ortodoxa en honor a San Sergio y San Baco en el siglo VI antes de convertirse en mezquita); el bullicio del incesante flujo humano a todas horas, incluidos los niños, como si todos los días fuesen festivos, los activos mercados y tiendas, cuyos vendedores me parecieron más respetuosos y menos insistentes de lo que me había temido, o las hospitalarias madrasas que ofrecen té y conversación; el enorme cementerio a los pies del mirador del café de Pierre Loti, con sus maravillosas vistas sobre Haliç, el estuario que separa al Estambul viejo del nuevo, y que desemboca en el estrecho del Bósforo, límite norte de la antigua Bizancio, amurallada dentro de la pequeña península con forma de cuerno; el silencio apenas perturbado por el susurro del viento, el canto de los pájaros o el sigiloso paso de los felinos, roto de pronto por el rezo del viernes en la Mezquita y la tumba de Eyüp o el estruendo de las palomas al levantar el vuelo; los escasos pero impresionantes restos de época romana en Sultanhamet, su adivinado hipódromo; el mar a orillas de Eminönü y el olor de la caballa que se ofrece junto a los numerosos puestos de castañas y mazorcas asadas...
En definitiva, Estambul me ha parecido una ciudad sorprendentemente acogedora y limpia, indolente y dinámica a un tiempo, consciente de poseer un pasado cultural riquísimo, que cuida al turismo y mira hacia el futuro con determinación, en la que las abundantes universidades cuentan con estudiantes de ambos sexos que se preparan para afrontar todo tipo de retos y desafíos, que se manifiesta y defiende sus ideas. La convivencia entre tradición y modernidad muestra estampas que no dejan de resultar paradójicas, con la coexistencia de jóvenes turcas que podrían pasar por habitantes de cualquier ciudad europea, muchas de ellas llamativamente víctimas de la moda a juzgar por sus atuendos y maquillajes, con cuidadísimos cabellos, pestañas postizas excesivas y sometidas a cirugías estéticas para reducir el tamaño o modificar la forma de sus pabellones nasales y aumentar el volumen de sus labios y pecho (me dicen mi hija y su novio, médicos ambos, que también extranjeras y extranjeros, a quienes se ofrece un pack de viaje con operación estética incluida, para cambiar el aspecto y remediar calvicies), junto a niñas envueltas como regalos en organdí de colores con toda suerte de lazos y adornos en el pelo teñido de henna y, solas o acompañadas de hombres vestidos a la manera occidental, figuras femeninas casi fantasmales vestidas de un negro riguroso a las que apenas puede verse los ojos, sin que eso sea óbice para que hagan uso continuo de sus móviles, caminen por la calle escuchando música de moda con los cascos sobre el jimar o se detengan arreglándose durante interminables minutos para hacerse un selfi y subirlo a las redes sociales.
Confío en que mi impresión de ciudad que se muestra en construcción para mejorar siga en esa línea, y expreso mi deseo, que ojalá se vea cumplido algún día, de que Santa Sofía vuelva a ser desacralizada y pueda ser visitada otra vez como Museo, junto a los muchos, buenos y caros que abundan para admiración de quienes buscan contemplar tesoros únicos como el Arqueológico —entre los mejores del mundo— y la monumental Yerebatan Sarnıcı o Cisterna Basílica, auténtico palacio sumergido.
.
Coincido contigo en todo! La he visitado dos veces, y es una ciudad embriagadora, sin embargo yo sí siento Constantinopla, creo que no lo puede remediar a pesar de esa alfombra verde que cubre el suelo de Santa Sofía, la última vez hace unos meses solo pude asomarme desde la galería . Ojalá Constatino XI de verdad vuelva y quite la alfombra. Me ha encantado! Gracias
ResponderEliminar