Cuaderno de Naufragios XIII. Un poder inmenso y tutelar, por Vicente Llamas






El secreto del éxito de la lógica globalista estriba en una acusada despersonalización que encubre subrepticias mecánicas totalitarias en una amable dinámica democrática. La despersonalización de un yo anóxico, impregnado de ello, a merced, entonces, de los rituales de la emoción.

Sesgos de dialéctica hegeliana en la urbe global arropada por la tecnología: el carácter dialéctico de lo real radica en que cada individuo llega a ser lo que es por relación a un todo, lo verdaderamente real, sin que ello afecte en apariencia a la relativa independencia de cada singularidad. Frente a la pretendida originariedad y autonomía de los hechos, tal como son dados de modo inmediato a la experiencia, la estructura dialéctica de la realidad acaba por mostrar que no son sino el sedimento residual de un subterráneo juego de relaciones que agotan, en última instancia, a sus fuerzas agentes, pese a la presunta consistencia y autarquía individual: 

"Los hechos no son, por sí, más que lo que el mar de entronques dialécticos hace salir, diluido, a la superficie asequible a los sentidos. Este mar, con sus corrientes [...] no son otra cosa que simples indicios para el verdadero conocimiento" (Ernst Bloch, El pensamiento de Hegel).

La realidad es procesal, su motor es la interna contradicción, la antítesis, remitiendo cada realidad particular al todo en su confrontación, pudiendo únicamente ser comprendida o explicada cada individualidad como momento del totum, constituido y disuelto en él. Visión totalitarista en la que el yo no es realidad transcendente ni infinitud intensiva, sino apenas una faceta subjetiva del omnímodo espíritu que en la relación con lo otro que sí se posee a sí mismo, reconoce a lo otro como su sí mismo, y en dicha relación objetiva está consigo mismo o se realiza como libertad. El espíritu se declara subjetivo en esta forma auto-relacional.

En la sintaxis global, la individualidad no es más que una pulsión cualitativa del espíritu subjetivo manifiesta en diferencias innatas de capacidad, temperamento, carácter, madurez, sexo, ... El sentimiento es sólo el precipitado psíquico de un conjunto de sensaciones, con estados de conciencia oscura propensos a la hipnopedia

Bernard Marx, líder crítico en la trama de Un mundo feliz, lo sintetiza así:

"Cien repeticiones tres noches por semana, durante cuatro años. Sesenta y dos mil cuatrocientas repeticiones crean una verdad. ¡Idiotas!"

Las relaciones de poder que transluce la fisiología social son ontológicas, no rebasan la dinámica intersubjetiva, frente a ellas, las relaciones de valor desvelan el verdadero semblante de la persona, forma de incomunicable subsistencia (residencia en sí mismo) sustentada en un vital mapa axiológica/áxico, la adopción de valores vividos desde "el compromiso responsable y la constante conversión" -dirá Mounier en su Manifiesto-, expresión de independencia no reductible a pieza de una razón universal, abdicación del ego puro (yo transcendental redundante en la objetividad fenomenológica del mundo), auto-posición no distorsionada por sobredimensión sustancial de un espíritu integral que engulle lo singular, desdibuja y anula las diferencias, frustrando la posibilidad de la auto-elección.

La escena contemporánea es reminiscencia de la absolutización hegeliana del espíritu en las dispares formas en que se configura, llegando a ser efectivamente lo que es (incesante actividad) a través de sus manifestaciones, y cuya culminación objetiva sería el Estado, fiel custodio de la libertad en tanto que razón objetivada conciliadora de la discreta realidad del individuo aislado y la universalidad de una razón sustancialmente comprensible a posteriori (histórica y providencialista) que lo fagocita en curso a la reconstrucción de la supuesta unidad perdida en la sociedad civil burguesa: la temprana exteriorización del espíritu en la inmediatez cede a una revelación mediada por la razón, armonizando idílicamente singularidad y universalidad, pero ahogando solapadamente a la primera en la parusía final de la idea ética: la unidad racional como totalización (panlogismo) tropieza con la delimitación de su propio contenido y las tensiones dialécticas desgarradoras en él, contexto práctico en que la persona, apenas individuo libre, gravita en la abstracción a falta de un complemento de plenitud interna, paradójicamente extrínseco, que dimana de la posesión: la cosa externa en cuanto propiedad privada se objetiva en la primera relación interpersonal, el contrato. 

La variedad de fundamentos jurídicos desafía la unidad de lo justo en-sí y la conciencia de esta antinomia impele al espíritu a una huida hacia sí mismo, pero la fidelidad que exige no es satisfecha por el derecho, allanando tal negatividad el terreno de la moralidad, falsa auto-determinación de una voluntad en su interior, figuradamente libre, no sólo en-sí, sino fundamentalmente para-sí, que naufraga en la intención unificadora referida al contenido concreto del sujeto (soporte formal de la intencionalidad desencadenante de la acción orgánica). Intercausalidad, universal conexión objetiva, transformaciones naturales y sociales, totalidad de aspectos del fenómeno que apuran la existencia como convergencia inmediata de ser y reflexión: posibilidad y accidentalidad, momentos articuladores de la exterioridad de lo real que afectan a su contenido (en la realidad se funden exterioridad e interioridad en un movimiento diacrónico que hace de las formas lógicas el espíritu vivo y desolado de lo real).

Es también reflejo de la acomodación en la identidad de exterior e interior, condensada la voluntad en fuerzas irracionales omni-regentes que unen y condicionan todo, disociada en apariencia en los diversos entes, pero única, "agitación sombría alejada de toda cognoscibilidad inmediata" (Schopenhauer). La voluntad sería una suerte de Wesen de corte metafísico cuyo correlato sensible es el mundo fenoménico, incardinado a las coordenadas espacio-temporales que imponen el principio de individuación y la causalidad: el mundo, representación subjetiva o esfera de propiedad transcendental de un yo reducido, no nouménico, que funda la realidad al dotarla de sentido.

La persona es, sin embargo, acontecimiento más complejo que la individuación (el yo concreto y mundano que pregona el existencialismo, plegado a fáctica existencia, rehén de su desarraigo y su vacía libertad, sin esencia que la fije o nivele de alguna manera, orientándola: la desnudez quiditativa de la existencia barre con la esencia abatida todo rastro de voluntas ut natura), no es intrínseca modulación de una naturaleza común, la humana, sino una conquista que no admite excusas vitales, ni se presta a guiones naturales. Sólo en tesitura personal y mediante el espontáneo ejercicio de una facultad auto-determinada en sus pronunciamientos se conjura la vergonzosa sombra de alienación que se cierne sobre el habitante global (lejos de la indefectible facticidad que algunos escuálidos profetas anuncian en sus diarios de pasiones inútiles). 

El individuo despersonalizado puede parecer libre, desenvuelto en engañosa autonomía potestativa, su libertad es fraudulenta, capcioso espejismo refulgente en la remisión al todo (infecunda ilusión: no ofrece cauces de desembocadura externos a pangea, las oscuras tierras subducentes de la diáspora), pues la voluntad como primordial exponente activo de racionalidad exige la elevación sobre el plano natural de desarrollo individual, el de pertenencia al todo, una sobre-exposición a la árida red de resortes dialécticos que atrapa a lo singular. 

Una punzante contradicción aguarda a la conciencia individual, la fluctuación entre el bien como fin abstracto y el mal subyacente a la pura subjetividad moral. Irrumpe el éthos en la superación de la totalidad como verdad radical: el fundamento ontológico que guía la transición de moralidad a eticidad (conexión de universalidad y determinaciones privativas) es socavado por la supresión de vínculos sensibles, sin que el individuo haya de convertir la eticidad en su necesidad, antes bien, la universalidad de la libertad no descansa en la integración del para-sí individual en el todo como "producto social común" (Hegel: la "astucia de la razón", su continua transfiguración en insospechables variables que sabotean la advección mundana de un ideario de la conciencia), sino en la deliberada opción de sí desde una dotación esencial que anule toda sumisión (la ley, entendida en la línea hegeliana como objetivación noética de lo justo en-sí, es también una máscara, por no inmune a contingentes circunstancias en su positividad formal, ni sustraída a cotidianas incidencias en su materialidad).

La persona -defendieron algunos precoces maestros-, transgresora de desajustes dialécticos abocados a un en-sí incognoscible por frontal a otra persona, es una "soledad última", justamente el desapego de la omnitud inductor de la callada posesión de sí mismo en la que cristaliza la autonomía que no otorga la genética individualidad (simple hábito natural de especie que la sociedad reviste de indumento civil, un sortilegio más) permite retornar a la comunidad desde la sólida confesión de un insobornable éthos preventivo del pasivo abandono al todo, con destellos de intermitente actividad que persiga las huecas morfologías (del ocio, del olvido, ...) a través de las que el espíritu total se revela subjetivamente conformándose en relación con lo otro de sí, incorporándolo como un momento de sí mismo, en prolongada mediación con heterogéneas formas de objetividad. 

El éthos es, en este marco globalista, una desvirtuada patente de ingeniería de masas, violenta delación ideológica (todo es ideología en un proceso material de vida: religión, moral, metafísica, ..., ideologías subrogadas al régimen productivo, sin pauta o memoria propias -síntomas de marxismo endémico-), una conflictiva vocación de colectividad sectaria que reclama el antagonismo, explotándolo en la agresiva militancia, en vez de una íntima profesión de sí al margen del todo, la personal adhesión a valores de libre elección, no arbitrarios, valores de proyección universal (contra la estridente maquinaria relativista de consensos y estériles derroches de acción comunicativa), que moldean la existencia inalienable desde la que sí abrazar una relación integradora.

Y es la persona una soledad sin excusas (de naturaleza), fatuos pretextos de penumbra, no por amputación de esencia, sino por superación de mera subjetividad: el sujeto, transcendida su particular ontogenia, afronta los demonios que le hostigan, ominosos presagios de cosas huecas que respiran de sí mismas y se saltan las angustias y los dones; el individuo se desprende de su corion embrional para asumirse enteramente a sí, sin demanda de auxilios, ni recurso a abstractas fuerzas absolutorias. La enajenante esperanza de gracia sobrenatural en la era teocrática cede a la delusoria vigilia del Estado por inmersión en ese totum sustitutivo en la era antropocrática que encarnaría el espíritu absoluto, absorbiendo toda individualidad en su turgente trama de interacciones como un vasto pozo de gravedad, internamente animado por funestas fracturas, pugnas ideológicas de contrarios que imponen el partidismo para nutrir el insaciable régimen dialéctico que consolida al totum, sosteniendo la globalidad en detrimento de la universalidad. Los estadios de metamorfosis de la razón globalizadora escapan a las predicciones que el individuo pudiera hacer en relación con su funcionalidad actual, desplegándose en un designio a priori inaccesible.

Esa soledad es la indelegable responsabilidad de sí que repudia toda solución de mediación o rehúsa un mecanismo total de suplencia, el disolvente amparo del todo, un viciado hogar sin cimientos, refugio de la masa en la que los semblantes se difuminan, la mórbida fisionomía de lo anónimo, el hombre suplantado por la convulsa corporeidad de los biomorfos de Bacon o sumido en la hueca postración de Saposcat: las luces de la casa dan la bienvenida, los caminos son "claros y transitables", todo está lleno de razones suficientes, todo hecho de frases insignificantes, comúnmente aceptadas, que obstruyen el llanto y devuelven al abismo. El "tumulto de dudas y temores" obliga a la renuncia a saber cómo vivir... Godot nunca llegará. Nunca, es decir, no convocado en ninguna simulación de espera. 

El énfasis en el desarraigo es sólo una variante más de evocación del todo y su sordo oficio disolutivo. Cualquier esfuerzo de marginalidad, cualquier disonancia individual, parecen disiparse en el imperio redentor del totum, su erosivo auspicio contra el "terror antropológico" (Carl Schmitt) que inspira la intemperie, el exilio perpetuo al que condenaría la disidencia de ese atenazador cuerpo total.

La soledad última que implanta la opción personal no degenera en un mosaico de autismos, un estricto régimen de clausuras, mónadas cerradas sobre sí mismas, sórdido cautiverio en el más agudo solipsismo, conmina a un tejido vivo por cuyos conductos conectivos fluye la savia epigenética de la intransferible existencia, no la ingrávida sustancia de la indigencia individual en sus múltiples y opacas máscaras (civil, mercantil, ...), y la persona es hito decisivo para combatir la dinámica esclavo - señor que inerva la historia de Occidente. Aún no parecemos haberlo comprendido.

La tenaz rebeldía metafísica contra impuestas condiciones materiales (religiosas, socio-históricas, ...) debe aspirar al facies ad faciem interpersonal, jamás sucumbir a una perniciosa espiral de claudicaciones. Sería esa la actitud de un ser no plenamente auto-consciente, resignado a un minúsculo rol representativo en el teatro mundano. Disposiciones sentimentales proclives en exceso a la sobre-actuación, impúdicos ejercicios de egolatría sumados a la semántica suburbial del ello, imperiosos deseos a satisfacer con urgencia, una moral patética próspera en ese vacío personal.

Emboscada en forzadas mímicas democráticas, una amenaza contra la que previno la clarividencia de Alexis de Tocqueville despunta sigilosamente (nunca durmió, sólo metamorfoseaba, latente bajo las ruinas de los viejos cánones totalitarios), una larvada "forma de opresión que no se parece en nada a las que antaño la precedieron", "un poder inmenso y tutelar" que contrae al individuo al impersonal hábito civil, encargándose "él solo" (totalidad) de "asegurar sus goces y velar por su suerte. Es absoluto, minucioso, regular, precavido y dulce" ... Garante de una igualdad anonimizante que arrastra a la servidumbre, a la vacuidad o la inanidad moral, sofocada con el activo interés por remotas causas globales (mientras el prójimo cubre con harapos su cuerpo -mugriento, inmediato, no abstrusamente global-, derramando su orfandad, vertiendo su sepsis sobre el banco al que no miramos, desgranando su vejez entre las adelfas de las suntuosas residencias en que le asilamos), detonante de egoísmos por suspendida en la ciega significación individual con la distópica caligrafía del activismo civil, no el reservado compromiso moral con uno mismo

Una hueste de anémicos egos despersonalizados, dominados por la vida i-lúdica (el yo, apenas un disfraz atomizado del acuciante e hipertrófico ello colectivo), cómodamente instalados en un letárgico bienestar, expoliando las sedantes oportunidades del todo .... 

La denuncia de Huxley es de una furiosa actualidad: cadenas de montaje para alimentar el voraz consumismo, abuso de eslóganes, objetualización del sexo, y la ciencia, invasiva religión ilustrada, prometiendo todos los elixires a negligentes voluntades sonámbulas, procelosas ofrendas a voluntades ofuscadas que se agotan en la inmanencia, polarizados pensamientos de "neumáticos" ciudadanos adictos al soma: dosis masivas de soma para una sociedad preponderantemente épsilon, con "todas las ventajas del cristianismo o el alcohol, pero ninguno de sus efectos secundarios" (un gramo curaría diez sentimientos melancólicos, eso basta para un fin se semana. Dos gramos procuran un viaje al bello Oriente, y tres, "una oscura eternidad en la Luna")... 

Un poder inmenso y tutelar, una "potestad paterna" cuyo objetivo no es "preparar a los hombres para la edad madura", sino ...

"fijarlos irrevocablemente en la infancia: quiere que los ciudadanos disfruten con tal que no piensen sino en disfrutar. Trabaja de buen grado para su bienestar, pero quiere ser el único agente y el exclusivo árbitro. Provee su seguridad, prevé y asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias. Por qué no podría ahorrarles por ejemplo el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir!"

Neotenia se denomina esa sostenida persistencia en estados infantiles.


Comentarios