LOGOSFERA: Corriente invertida (Segunda parte), por Isaac David Cremades Cano

 


Sin duda, ese fenómeno meteorológico acrecentó la onda expansiva de los explosivos colocados, de forma sistemática en todos los puentes, por las tropas alemanas días antes de su huida. De repente, el silbido de las ráfagas de vientos del sur se vio bruscamente interrumpido por un golpe seco, profundo y grave, que hizo temblar todo. Se trataba de la nota de apertura contenida en la metódica sinfonía, compuesta días antes y orquestada en un único cobarde acto por el vencido en retirada. Era ahora, tras un breve silencio, sin apenas poder reaccionar, el turno del puente Pasteur que saltaba por los aires y, ya alejados lo máximo de las ventanas, protegidos en el vientre de nuestro apartamento, todo tembló de nuevo. Más vigor al estallar los explosivos bajo el siguiente puente, el de Gallieni, que todavía nos mantenían paralizados, pero ya por poco tiempo, pues sentíamos cómo la adrenalina empezaba a extenderse por nuestros cuerpos y pensamientos. Pero enseguida, sin cesar completamente el balanceo de las lámparas colgadas del techo, el puente ferroviario de Perrache aceleraba el pulso incesante, in crescendo, tal preludio de la nota más alta, que pronto se entonó al estallar simultáneamente el cercano puente de la Universidad, junto con todos los cristales de ventanas y puertas de nuestro alrededor. Poco después, otro terrible zumbido agrietaba no solo techos y muros, sino también tímpanos y dignidad, al pulverizar con esa diabólica dinamita el puente de la Guillotina, el más antiguo que surca el Ródano en Lyon. Solo a partir de ahí, empezamos a escuchar las sirenas que surcaban los cielos y que tantas veces ya habían anunciado los peligrosos bombardeos y demás altercados graves. Aprovechando entonces la breve pausa e intuyendo las siguientes notas intercaladas en la destructiva partitura, el único impulso razonable era buscar refugio en el robusto sótano del inmueble.  


El corte de esas arterias vitales, en un cobarde intento final por retrasar el avance de los Aliados, fue su forma de recordarnos esa antigua táctica militar de la tierra quemada, que incluso llevaron a cabo en su propio territorio, al sentir la amenaza de una invasión inminente. Cicatrices hoy perceptibles en nuestra ciudad, al igual que en su país, pero invisibles tras tantas memorias silenciadas. Son de esos recuerdos que el miedo arrinconó en aquellos trasteros oscuros y húmedos en las bases subterráneas de tantos edificios. Allí donde acudíamos durante bombardeos y demás altercados, bajando velozmente las escaleras a saltitos, la mayoría de los vecinos. Todos con los ojos bien abiertos y con las orejas puntiagudas por el gesto de terror que compartíamos. Parecíamos una comunidad de conejos corriendo, aterrados, hasta alcanzar lo más profundo y sólido de esa improvisada madriguera. Contra los fríos muros de piedra, apiñados los unos contra los otros, me horrorizaba mirar hacia el techo abovedado que, tras cada explosión, por sus grietas expulsaba arena y polvo, tiñendo así de blanco a todos los que allí encontrábamos refugio.

A pesar de estar bajo tierra, seguíamos sintiendo ese siniestro ritmo marcado por las incesantes detonaciones. La dinamización continuaba con sus graves acordes segando el puente Wilson, el de Lafayette, la pasarela del Colegio... Con latido feroz, el corazón languideciente de la ciudad parecía paradójicamente recobrar vida. El aumento de ese bélico ritmo cardiaco resonaba en el pecho de cada uno de sus habitantes. Afortunadamente, esas artificiales palpitaciones se fueron alejando hacia el norte y luego, tal como espasmos impredecibles, los estallidos y sus ecos se escuchaban ahora por la pare oeste de esa macabra orquesta. Era el turno de amputar las articulaciones que permitían cruzar la Saona. En definitiva, cerca de 30 estridentes mutilaciones, un largo silencio, solo interrumpido por el enérgico soplo del viento, que seguía exhalando con transparente indiferencia el valle desde el Mediterráneo y que conseguía ahora penetrar sin obstáculos en toda morada. 

Días después, los mismos hospitales, más bien lo que quedaba de ellos, retomaron su actividad y fueron igualmente las mismas manos que habían cuidado al enemigo, las que prestaban ahora atenciones a jóvenes idénticos, pero del otro bando.

Pronto me vi obligada a retomar la rutina de dirigirme al Hôtel Dieu, por un estrecho carril reconstruido en el puente de la Guillotina, que permitía únicamente el trasiego ininterrumpido de multitud de peatones. Desde ahí, me percaté de que la superficie del imponente río no había cesado de oponerse con fuerza y resistencia al curso natural, furioso testigo acuático expresándose a través de esas pequeñas olas rematadas de blanca espuma. 

 


Comentarios

  1. Buen relato sobre los resquicios que dejó la guerra. Sigue así!! Un saludo

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