Cuaderno de Naufragios IX. La caja de Pandora, por Vicente Llamas
Todo lo que reptaba por angostas avenidas embozadas en la bruma de geografías inversas, condenadas al polvo. Todo lo que merodeaba alrededor de hogares entumecidos por la costumbre, incapaz de erguirse, furtivo y avergonzado de su propia deformidad, sin atreverse a traspasar el umbral para herir o desgarrar.
Todo lo oculto a miradas comunes que batía sus alas nocturnas antes de volverse hacia sí y recluirse en la sombría madriguera para ayunar durante meses, ahuyentado por la ira desordenada de un niño o el llanto de una mujer encinta. Todo lo que yacía desnudo e incompleto, imbuido de una forma más aviesa, todo lo velado por un manto de excusas urdidas al otro lado del muro, incubado en el silencio que separa dos vidas empañadas por el fino tejido de detalles banales que deshace lentamente la complicidad.
Todo lo que reclamaba moteles en las afueras, obscenos rituales de fobias trazando un mapa apócrifo de pasos quebrados, estuarios subterráneos y cauces secos que sólo pertenecían a la memoria roñosa de un cínico recepcionista, repetido un jueves al mes. La de alguna limpiadora ocasional fuera de turno.
Todo lo que aguardaba, sin sonido, en la esquiva liturgia de días que no registra ninguna agenda y se arrastran hacia el origen. Todo lo que duerme y lo que acecha. Todo lo que conspiraba en suntuosos pasillos de juzgados y ministerios, emboscado en la penumbra de despachos con cajones sellados. Cosas que se alimentaban de susurros o huían sigilosamente de la voz hacia cruentos destinos.
Todo: el delicado mecanismo de la ausencia, la gran hora definitiva que todo lo muele para devolverlo al tiempo, la muerte que nace en cada cuerpo y le abandona para habitar otro cuerpo, madurada antes en la lejanía hasta no distinguirse del resto de nuestro ser. El lúgubre compás de la espera corroyendo engranajes, mientras la luz desciende oblicua contra la criatura, persiguiendo sus cenizas, engendrando crepúsculos que entran en los cuartos resguardados de la casa, rebeldes a nuestras costumbres, sin añadir nada a la noche que respira mal y se reparte en lechos divididos, llena de cuerpos que se amaron con uñas y gemidos.
Conjuras, traiciones, infidelidades, usuras, pederastias, oscuras confidencias, lívidos cuerpos infantiles escritos allí con renglones torcidos, lascivos juegos de sumisión y dominio, letales simbiosis, semillas de discordia, fraudes, mentiras que desfiguran el rostro velado del lienzo en el desván sin afectar a la máscara inmarcesible de Gray, clandestinos negocios de penumbra cuyos sedimentos drenara Babilonia por cloacas mugrientas, purgando los vicios de los sacerdotes de Marduk, sus oráculos y sus dioses tutelares.
Todo ha sido confinado en la pequeña vasija que Zeus donó a los hombres.
Un ínfimo recipiente casi sin espesor: los males no tienen relieve en sí mismos, sino a expensas del mundo que asolan; yacen mudos, retraídos en su cripta, sin dimensión, mientras son secretos, hasta que la luz los esparce y derraman su hiel. Secretos ... Una flor maligna que retiene su hedor, lirios huraños sujetando con sus pétalos, quieto aún, antes de infectar al mundo, el veneno que sorbieron de la tierra bajo la que esconden los hombres cosas calladas para pudrirlas, mientras las sucias ratas van royendo la casa enferma desde dentro, invisibles, apenas resonantes sus pasos de harpía tras las paredes que siembran de una oscura lepra, pasos insinuados sobre el acero sin costuras de las tuberías en busca de exantemas por los que salir.
Creada de agua y tierra por Hefesto para atormentar a los hombres en un mundo civilizado, trepa Pandora por húmedos siglos y fosas, madre de todos los monstruos. En la configuración del mundo primigenio ya existían la astucia y el engaño, no precisaban los hombres de recipientes para alojar esos fundamentos, sus propios cuerpos les bastaban. Fútil un misterioso πίθος ovalado a custodiar, prevenidos de no abrirlo en ninguna circunstancia.
El fruto del árbol del conocimiento, mitema o arquetipo original que se repite en los relatos filogenéticos (y cada hombre singular replica en su ontogenia la culpa de la estirpe, porta en sí su oscuro germen), no debía ser consumido. Un fruto ponzoñoso. Al comer el malum (manzana), contrajo Eva el mâlum que vertió sobre su caída descendencia. Comer e interiorizar el fruto prohibido hizo nacer el hara yeitzer, la inclinación al mal, hasta entonces dotado de una difusa existencia segregada, marginada del Edén, una entidad potencial disociada de la naturaleza humana, repelida por su psique. Eva había añadido una cláusula al mandato divino: "No lo toquéis, siquiera". Y el beirurim, criba de la mezcla de bien y mal para extraer fermentos de santidad atrapados en el cieno, demandó fosas profundas en que enterrar al segundo, desde las cuales sigue tentando a los hombres con su sordo latido, escondido en grutas vedadas por una simple clave.
Pandora yace ahora junto a Epimeteo, dos cuerpos que se dan la espalda sobre el lecho, difícil distinguirlos: la oscuridad y el desasosiego les igualan, mezclan sus almas, enredados los alientos sin que pueda saberse cuál de los dos es el que se ha levantado, azuzado por la desconfianza o la sospecha.
Sólo hay una pequeña urna, la misma sirve para todos los hombres, repartida sin división de sí entre ellos; la máscara cambia de forma, tomados los hombres de uno en uno, pero es la única. Una diminuta urna forjada en el fuego sagrado que robara Prometeo del Olimpo para restituirlo a los indigentes, golpeados por el frío... La techné y sus prodigios!
Vacilante, curiosa, Pandora, su amante -no se sabe-, la abre finalmente, y la flor vierte su néctar leproso, esparce su hedor con la furia contenida de una Erinia: hogares rotos (todos, el mismo: las mismas astillas diseminadas por el sórdido laberinto de una sola memoria mugrienta), gobiernos derrocados (todos son uno), almas como harapos de niños a los que se arrancó prematuramente la infancia dispersos por el único sótano que sostiene a una tierra hecha de su propia desnudez arruinada, hostigada por la luz irreductible de la maleza y la sangre no extendida, excavada para no saciar nunca con las sombras que la atan a miles de opacas hendiduras que arruinan su transparencia, manteniendo despierto al silencio. Así nacieron los desiertos ... El poder devastador de las máscaras y los secretos.
Arrepentida, logra cerrar la caja con esfuerzo, mas cuando lo hace no queda dentro residuo, no halla a Elpis en el fondo (quizá hubiera sido el peor de los males, no una excepción benigna, pues -como augurase el profeta de Roecken- "la Esperanza prolonga los suplicios").
En el fondo, sólo una última burla de Zeus, incisa en la cara interna de la pared de arcilla: i-Phone 611.
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