LOGOSFERA: Corriente invertida (Primera parte), por Isaac David Cremades Cano
Al observar temerosos, desde las ventanas del salón, a esos batallones de alemanes desfilando en formación hacia la Escuela Militar de Medicina, dejamos de apreciar la agradable temperatura en ese fatídico día del verano del 40. El sol radiante, que avivaba los colores del paisaje urbano con sus luminosos rayos, dio paso a una vaporosa grisalla casi asfixiante, acentuada con el polvo y el humo emanado por estos intrusos. Parecían enfadar hasta al nítido cielo, a golpe seco y compasado de sus miles de botas sobre el pavimento de las principales avenidas de la vencida ciudad. El estruendo de tanques y cañones a menudo abría los diferentes cortejos: los primeros militares de cada regimiento portaban altivos estandartes, otros banderas y todos brazaletes rojos con ese extraño símbolo negro en el centro, colocado dentro de un circulo blanco. Mientras tanto, en un primer gesto propagandístico del que apenas nos percatamos, los heridos eran transportados en camionetas, carretillas y camillas o incluso muchos otros se dirigían a pie, ayudados de muletas, por discretas callejuelas poco concurridas hacia los ya masificados hospitales.
Solo les hizo falta poco más de dos semanas para sembrar el caos e infundir el terror y el odio en el fondo de cada alma. Éramos testigos, aún inconscientes, de cómo los tentáculos del Tercer Reich se extendían sigilosamente fuera de sus fronteras hasta rodearnos. Los problemas de abastecimiento empeoraron considerablemente hasta el límite del estrangulamiento, pero pronto se marcharon. Permanecieron el tiempo preciso para succionar con sus ventosas la vitalidad de todas nuestras instituciones, infraestructuras y recursos. Su temida vuelta se produjo poco más de dos años después, justo ese día festivo que ya no celebrábamos desde hacía varios años: el 11 de noviembre, que conmemora la firma del armisticio de la Gran Guerra. A partir de ese momento, tuvimos que sufrir casi dos años de Ocupación. Con prácticamente toda actividad profesional y formativa interrumpida, me obligaron, como a muchas otras estudiantes de mi facultad a atender, día tras día y casi sin descanso, a los cientos de heridos alemanes que llegaban sin cesar al hospital Hôtel-Dieu. Trataba en su mayoría a jóvenes o, en muchas ocasiones, a chiquillos en plena pubertad, que eran obligados a abandonar sus hogares y familias para luchar sin comprender. A mí, esos cuerpos de seres doloridos tan ajenos a esta locura mundial no me inspiraban odio, sino pena y un hondo dolor en el pecho, al tener diariamente que enfrentarme con piedad al que podría ser el asesino de mi alma gemela. Únicamente nos quedó lamentarnos y esperar sin perder la paciencia, aprender a sobrevivir arrastrando esa pesada aleación de tristeza, hambre y humillación, a grito de: “¡Europeos, espabilad!”
Otro verano que llegaba a su fin y, sobresaltada con las cinco campanadas de la cercana iglesia de San Andrés, constataba tristemente que entrabamos ya en quinto año desde el comienzo de las adversidades. Todavía medio dormida, rondaba esa mágica cifra en mi mente y pensaba en ese sueño recurrente con niños polacos que la víspera, en el 39, habían visto truncada su vuelta al cole, compartiendo la desagradable sensación que producen las ilusiones destrozadas. Antes de abrir los ojos, visualizaba los cinco rostros imaginarios de esos seres llenos de inocencia que, de repente, se acercaban y me sonreían, mientras que finalmente me rodeaban y cogían de las manos. Sin embargo, ese día sentí que algo había cambiado en ese onírico instante, sus manos frías se habían súbitamente vuelto templadas y suaves en un gesto liberador. En realidad, durante esas últimas semanas se comenzaban igualmente a percibir movimientos fuera de lo cotidiano en las calles, desde donde se podía palpar la tensión e intuir que se debía a la proximidad del ansiado despliegue. Algunos habían escuchado clandestinamente noticias a través de las ondas de la BBC sobre el avance de las tropas aliadas, otros estaban informados gracias a las redes de la Resistencia. Los ecos de una inminente Liberación resonaban desde el valle.
Era la imperecedera mañana del 2 de septiembre del 44 y recuerdo con todo detalle que, al asomarme discretamente por la ventana, sobre el agua del Ródano se dibujaban unas líneas curvas, tan regulares e insistentes que parecían invertir el transcurso natural del rio. Desde aquel instante, detrás de ese curioso efecto de contracorriente producido por los vientos del sur, se esconden mis recuerdos más profundos. Esa alteración del orden natural establecido me sigue infundiendo valor y esperanza, forjados sobre el yunque que endurece y amalgama aquellos lejanos años de mi triste juventud.
Tan bien descrito que me he trasladado a los hechos que narras y sentido esa enorme tristeza que causa la injusticia…
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