Juan Ramón Jiménez fue un cascarrabias. Así lo quiso él. A veces, insoportable. Zenobia Camprubí, su esposa, lo supo mejor que nadie. Pero lo amaba, que es fuerza mayor que la que supone soportar a un tal. Viene a cuento esto por la conocida anécdota que, en aquel año de gracia de 1927, sitúa al jovencísimo Ramón Gaya en la casa del poeta de Moguer, cumplimentándole, de parte de Juan Guerrero y de Jorge Guillén. Apenas presentarle sus saludos y declararse pintor, el andaluz le espeta: -¿Ya conoce usted el Museo del Prado? El neófito en los Madriles, y en la vida, le contesta, acaso aturdido: -Nnn... no. El huraño cascarrabias se escandaliza y no lo disimula. -Pues ya puede usted ir a verlo inmediatamente. No hay signos de puntuación que den significado a la ira combinada con su poco de desprecio, de la frase antedicha. Supongámoslos, a uno y otro lado de la expresión del genio. Ramón Gaya es un joven educado. Seguramente, se siente culpable de la acusación de quien será Premio Nobel ve...