EL ARCO DE ODISEO- Otra vez en Japón VI, por Marcos Muelas
“Flores del cerezo,
Cubriendo la campiña.
Hasta donde alcanza la vista.
¿Es niebla o son nubes?
Perfume bajo el sol naciente.
Flores del cerezo,
Ya todo floreció.
Flores del cerezo:
Contra el cielo de primavera.
Hasta donde alcanza la vista.
¿Es niebla o son nubes?
Perfume en el aire.
¡Ven ahora, ven!
¡Mirémoslas, por fin!”
Así suena una canción popular japonesa, compuesta durante la era Edo. En el comienzo de los años noventa escuché está canción por primera vez. Por supuesto en su idioma original, una balada que sonaba triste, nostálgica y sobre todo hipnótica. ¿Cómo un adolescente, fanático del Heavy metal, podía quebrarse, rendirse ante la simplicidad de esta balada? ¡Si ni siquiera sabía lo que decía la letra!
Pasaron décadas sin que volviera a escucharla, pero de alguna forma, en ocasiones me sorprendía a mi mismo silbando aquella melodía tan recurrente. En alguna ocasión traté de encontrar aquella canción, averiguar el nombre de aquella melodía que se iba durante años y reaparecía en mi vida sin previo aviso. “Sakura, Sakura” decía la letra que daba nombre a la canción que al fin encontré.
Era una canción que hablaba de Japón, las notas que daban la bienvenida a la primavera, y con ello, a las flores de cerezo, omnipresentes en aquella esperada estación.
Aquel día entendí el origen de aquella pieza. Contemplé maravillado las nubes de flores presentes sobre nuestras cabezas y bajé la mirada hacia el manto rosa que se abría paso bajo nuestros pies fruto de las ya caídas y no por ello menos hermosas. Incluso el río estaba cubierto por pétalos de estas flores que exhibía en un desfile acuático de belleza infinita.
Nos encontrábamos en el camino del filósofo, nombrado así por dos filósofos contemporáneos Nishida Kitaro y Hajime Tanabe, que solían usar esa ruta para meditar en su camino a la universidad de Kioto. Desde luego el lugar invita al pensamiento, la paz o simplemente deleita un tranquilo paseo.
Y es que ser madrugadores tiene algo malo y algo bueno. Lo malo es que nos perdemos la visita a algún templo que aún está cerrado. Lo bueno y excepcional es que podemos disfrutar solos de los lugares más emblemáticos, esquivando las hordas de turistas, asegurando las mejores vistas, fotos y sin duda, las sensaciones percibidas ante el silencio. Aquella mañana apenas nos cruzamos con nadie, y lo mejor, no vimos ningún turista.
Al paso por un pequeño puente, tres entrañables señoras autóctonas y nosotros nos turnábamos para hacernos fotos ante un majestuoso cerezo plagado de flores. Nos ofrecimos a hacerles una foto y ellas, agradecidas, nos devolvieron el gesto. Comenzamos entonces una amena charla donde se interesaron por nuestra procedencia. Acabaron revelándonos, con cierto orgullo, que habían realizado el Camino de Santiago. La conversación fue muy agradable. Solo espero que mi inglés no les hiciera mucho daño en los oídos. Nos despedimos entre risas, cada uno para continuar su camino.
El buen tiempo nos acompañaba y nos hacía desprendernos de capas de ropa por momentos. Disfruté de los regalos de la primavera, tonos vivos y el olor ácido de la vegetación húmeda, que milagrosamente esquivaba mis alergias. “Perfume en el aire”, pensé, “como dice la canción de Sakura”.
Aquella mañana atracamos al dios del tiempo para poder visitar el eterno templo Heian y el parque de Maruyama, donde una elegante garza posó orgullosa para mi cámara. Una cámara que se resistía a captar la belleza que mis ojos inmortalizaban.
Nos apresuramos para volver al barrio de Gion, pues ansiábamos pasear por sus calles de nuevo. Era la primera vez que estábamos en Japón en primavera y la temperatura invitaba a caminar, a recorrer cada esquina y callejuela del centro de Kioto. Nuestros pies demostraron tener una memoria muscular que les dotaba de inteligencia propia y estos, amantes de lo bueno, nos guiaron por aquellas calles que nos eran tan familiares. Calles de madera que recorrían uno de los Hanamachi más populares, un barrio de Geishas.
Salimos de Gión y casi sin darnos cuenta estábamos subiendo la empinada calle Yasaka. Riadas de personas circulaban en ambas direcciones, no… personas no, turistas. Hormigas ebrias, carentes de dirección o la suficiente educación como para dejar circular a los que intentaban avanzar. Pronto nos sorprendió de frente la famosa construcción, victima de los disparos de cámaras sedientas de fotos y culpable del embotellamiento: la Pagoda Yasaka. Esta construcción de madera es uno de los monumentos más destacados de Kioto. Tiene por costumbre crear flojedad de mandíbula. Solo un ser carente de alma no se sorprendería ante tal visión. Bueno, lo reconozco, quizá dirán que exagero y es posible que yo no sea imparcial, pues soy amante de Japón.
Instintivamente metí la mano en mi bolsillo buscando mi móvil. En el ultimo momento me contuve, rozando con mis dedos la pantalla del teléfono conseguí alejar la tentación de hacer fotos. Ya habría tiempo más adelante. Cogí con fuerza la mano de mi Penélope, fiel compañera de aventuras, y juntos avanzamos con decisión. Éramos Moisés abriéndonos camino entre la marea humana, un cuchillo caliente atravesando mantequilla con forma de personas. Siempre con educación, claro, no empujamos ni cortamos a nadie (o eso creo). Por supuesto, éramos conscientes de que en nuestro avance nos estábamos perdiendo la pintoresca calle. Flanqueada por pequeñas construcciones de madera convertidos en negocios turísticos no tenía desperdicio. Y alguno de estos negocios acabó absorbiéndonos a su interior, por mucho que tratamos de resistirnos. ¿Pollo karage? ¿Cómo íbamos a resistirnos? Acabamos sentados entre un grupo de chiquillas, vestidas con el uniforme escolar tradicional, comiendo codo con codo ese impresionante pollo frito. Comí con las manos, sin ningún decoro. Todo un bárbaro con barba poblada, gaijin de manual. Trozos de pollo rebozado, crujiente y cocinado con maestría para que no tuviera ni una sola gota de aceite de más. La cerveza estaba, como dice la expresión, más fría que el abrazo de una suegra. ¡Qué banquete tan sencillo y a la vez tan exclusivo! Me sentí en el Valhalla, comiendo alimento de dioses. Levanté la cabeza y al otro lado de la estancia creí, por un momento, encontrar al Odinson, que nos asentía con aprobación mientras levantaba su cuerno de hidromiel en nuestra dirección. Y allí estaba yo, sufriendo un Stendhal gastronómico, cuando mi teléfono comenzó a sonar arrancándome de mi estado onírico. Mi teléfono reproducía mi tono de llamada favorito. La misma melodía que llevo escuchando desde hace años, “Sakura, Sakura”, ¿cuál si no?
¿Y que esperaban? Estábamos en Japón, ya saben, el país de la tradición, el pollo karage y por supuesto, Sakura.


さくら🌸
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