EL ARCO DE ODISEO. Otra vez en Japón V, por Marcos Muelas

 



 

Durante los años de guerra contra los aliados, Japón fue arrasada por bombardeos continuos, bombas incendiarias y como no, las tristemente recordadas Little boy y Fatboy. Tokio fue destruida casi en su totalidad, al igual que Osaka y otras grandes ciudades. Las islas de Okinawa e Iwo Jima fueron testigo de brutales batallas en las que la artillería de los buques americanos cambió por completo su geografía. Peor suerte corrieron Hiroshima y Nagasaki, vaporizadas en segundos, convertidas en ciudades de cadáveres en un abrir y cerrar de ojos. Millones de muertos, heridos agonizantes y familias destruidas.

Se preguntarán por qué les cuento estos datos tan tristes en lo que espero sea un diario lleno de alegría. Pues bien, la respuesta es que entre tanta destrucción, una ciudad se salvó de los ataques, Kioto. Y no fue por puro azar. Henry Stimson, secretario de guerra americano durante el conflicto, se empeñó en convencer a los militares para que la ciudad esquivara las bombas. Argumentó la importancia cultural de la ciudad y la necesidad de mantenerla intacta para la época de postguerra. Lo que quizá ocultó a sus superiores fue el detalle de que Kioto había sido destino de su luna de miel en tiempos de paz. No me extraña nada que, al igual que yo, se hubiera enamorado de la ciudad convirtiéndose en el protector de esta. Gracias a Henry, los templos y calles quedaron preservados, indemnes y al alcance de nuestra mano.

Y con esa premisa nos despertamos tras nuestra primera noche en Japón. Sonó el despertador, a las 4:30 de la mañana (no se nos fuera a hacer tarde). Salté de la cama con la energía absorbida por el espíritu samurai y deslicé la puerta soji que hacía de persiana. Ahí estaba, el famoso sol naciente regalándome unas vistas inigualables del templo Kiyomizudera y los cerezos en flor. Ambos hechos de madera, centenarios supervivientes al tiempo y a la guerra.





Ducha, un rápido repaso a los mapas y a nuestro planing y nos lanzamos a la calle. Cargados de prisas no recordábamos de nuestros anteriores viajes que las cafeterías aún permanecerían cerradas. En Japón amanece temprano, pero el país parecía no querer arrancar tan pronto como nosotros deseábamos. Benditos Seven eleven, cadena de supermercados donde igual puedes conseguir café que una camisa para ir a trabajar, por si no has podido pasar por casa. Algo muy útil.

Nos cruzamos con numerosos lugareños que aún no se habían acostado. Pasos errantes, ojos nublados por vapores etílicos que no eran conscientes de que ya estábamos a jueves. Y entre esos murciélagos tardíos, las calles de Kioto eran territorio de pájaros no tan metafóricos: los cuervos. Con los cuervos tengo una relación de amor y terror desde que uno me atacara en la Torre de Londres hace ya más de una década. Aun así, esos bichos me fascinan. Caminaban desafiantes entre nosotros, amparados en la fuerza de la manada. Parecían la misma Yakuza, que cambiaba sus tatuajes por plumas. Eran del tamaño de perros medianos, con picos afilados y esos ojos que parecen pozos de alquitrán cargados de malvado intelecto. Bandadas de ellos peleaban por las bolsas de basura antes de que estas fueran recogidas. Tal es su ferocidad que los comerciantes tapan las bolsas con redes tratando de evitarlos, sin mucho éxito. Y aunque estos malhechores conseguían su botín esparciendo la basura en las puertas de los comercios, apenas media hora después, el servicio de basuras lo había dejado todo limpio. Un delito borrado por las fuerzas públicas, valientes funcionarios que se enfrentan a estas bestias.

Ese día pretendíamos comenzar por el Paseo del Filósofo, un precioso recorrido entre la naturaleza. Teníamos que desplazarnos hacia el este. Mientras sorteábamos aquellas calles serpenteantes con un encanto antiguo, descubrimos unos carteles de aviso. En varios idiomas advertían a los viandantes la presencia de monos agresivos. ¿Sería real el peligro? No era la primera vez que me encontraba con tales anuncios en Japón. En el Templo de Inari ya nos advirtieron de presencia de monos y jabalís y no vi ni lo uno ni lo otro. Afortunadamente, aparte de elegantes garzas, no vimos más fauna local. Llegamos a nuestro destino casi sin darnos cuenta.

El Camino del Filósofo es un sendero paralelo al canal Shishigatani. El agua corría mansa por el riachuelo, arrastrando las flores de cerezo que ya empezaban a caer. Sobre nuestras cabezas, aquellos retorcidos árboles de corteza negra ofrendaban sus flores de aquel hipnótico color rosa para deleite de todos. Eché una docena de fotos antes de darme por vencido, pues ninguna foto era capaz de hacer justicia a ese espectáculo de la naturaleza. Ante aquella maravillosa escena, preferí guardar mi teléfono, disfrutar el momento y reclutar todas las neuronas que me fueran posibles para conservar en el recuerdo aquella belleza.  No saben cómo agradezco aquella acción, pues, a día de hoy, para volver a aquel lugar y momento no necesito ver fotos, solo cerrar los ojos.

Y no es para menos, estábamos en Japón, ya saben, el país de los Torii, Sakura y el delicioso matcha.

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