Cuaderno de Naufragios XIV. Mis filósofos preferidos, por Vicente Llams



No me sorprende la fascinación que Bertrand Russell sintiera por Spinoza: es la fascinación que puede sentir quien contempla algo que no comprende en absoluto.

Muy, muy lejos del "espíritu filosófico" que guiara a una lógica insular incapaz de penetrar la metafísica continental, estancada en el 'monismo neutral' y en la idea simplificadora de que el eterno retorno a cuestiones basales se debiera a problemas genéticos de lenguaje, la filosofía analítica no es más que una innovada prolongación de la visión empirista anglosajona, un depurado ejercicio de Easy Philosophy (la que propugnara Hume en su ingenua apuesta por las matters of fact) adicto a la forma, negligente en contenidos. 

La obsesión por hacer de la filosofía una ciencia es una constante en la escena anglosajona, dominada por la visión práctica que ha medrado en la era del ello, propagándose como una letal infección. Los naufragios del pensamiento continental, minado por antinomias, ciclos cerrados de egresión y regresión, abstrusos conceptos que se desangran en el vacío fáctico o fugan al noúmeno, expresiones del anhelo apolíneo de una 'gran quimera ausente' o de una orfandad primordial, contrastan con la secular apelación al lenguaje como instrumento y al orden sensible como ámbito cognitivo, ideas con las que una tierra que despertara del 'sueño dogmático de la razón' podía comulgar cautelosamente, no al extremo de rehusar viejas categorías y esquemas metafísicos cuya ruinosa semblanza empobrece a la república cosmopolita, mermando su identidad, convirtiéndola en mórbida aldea global (escenario idóneo para la prosperidad del colonialismo anglosajón: la globalización sólo es la máscara renovada del colonialismo).

De Ockham a Hume, de Locke al propio Russell, los pensadores commonwealth no han hecho otra cosa que insistir monótonamente en el valor de la proposición, restringida a ella la abstracción del mundo, sin la menor variación cromática: una tenaz ofensiva anti-metafísica que reduce todo a lenguaje y ética utilitarista, ni el menor atisbo de desafección sensible, de aspiración dialéctica a incondicionados, ni el menor rastro de vocación transcendental (quizá sea el luteranismo subterráneo y la suspensión de toda clave simbólica de mediación). Los pies bien anclados en la isla, la única tierra consagrada, inviolable, libre de nocivas intrusiones nocionales: la metafísica, un oscuro velo extendido sobre el mundo con sus viciadas categorías y falacias descendentes que incurren en espantosos abismos, no los circundan, expectante de la salvífica terapia anglosajona del recto lenguaje (matemático, sí, mas sospechosamente económico por afinidad al inglés y su lógica profunda, presto a desempañar el espejo cósmico).

La filosofía no es una ciencia, ni puede tener un método específico, por metódica que haya de ser, algo que los depositarios del canon occidental no logran entender bien, sino una sintaxis racional que eleva al hombre sobre los intereses empíricos de la ciencia, que lo rescata precisamente de tramas atómicas o moleculares de proposiciones, de paradojas infantiles de barbero, del esprit de la géométrie, infundiéndole la finesse necesaria para alcanzar una perspectiva más amplia sobre el mundo, germen de la auténtica cosmovisión, la Weltanschauung incomprensible para un pragmático insular, acostumbrado al minifundio, no al Aleph, a la microesfera, a no poder leer jamás a Pascal o a admirar una Ethica por su simple organización (todo se reduce a la forma), sin haber comprendido los primeros corolarios.

El lenguaje isomórfico ideal, el de exhaustiva correspondencia idea - mundo (la primitiva adecuación escolástica que Spinoza reajustase), sería matemático (nuestra gratitud a la Albión expandida más allá de la muralla por ceder a la matemática el canon formal universal que Bloom, entre 'órganos interiores de bestias y aves', reserva a Shakespeare), pero su reducción a términos de proposiciones atómicas delata la resistencia de la lengua germánica nativa en la anglosfera (auténtica noosfera de naciones industrializadas de la que los reinos no anglófonos serían núcleos parásitos) a complejas construcciones subordinadas, su ineficacia subjuntiva (el tiempo, no de los hechos, sino de los arcanos, el de la posibilidad, las expectativas o los deseos, expresiones metafísicas condenadas a la opacidad o a la esforzada intuición del interlocutor), la aversión a la función no declarativa del lenguaje y a la subrepción subjetiva, a la fusión de pretéritos, la disolución de la frontera entre lo imperfecta y lo indefinidamente memorado.

La más atrevida pretensión del contemporáneo atomismo Moore-Russell, combativo de los excesos metafísicos del continente, es la contracción del lenguaje ideal a proposiciones de hechos conectadas por funciones lógicas de verdad (nada nuevo, en rigor, matters y relaciones de ideas de la Enquiry) ... Acaso el mundo sea una prístina maquinaria lógica de dóciles objetos familiares excluyentes de 'the', 'all', pero, sobre ellos, exorcizado el 'is', desterrado el 'ser' de los raídos hexámetros, el de la composición anular que pudiera absorber la verdad o abrir su senda como determinación (la fatal tensión entre ser y verdad transcendental a conculcar con una fatídica función lógica). Silenciados los oráculos, no caben caminos luminosos para las sabias yeguas. Franqueado el umbral, la 'parca funesta' (μοîρα κακή) aguarda al final del sendero que se bifurca (ἔστιν ἢ οὐκ ἔστιν), mas sólo el inglés sabrá repelerla con el valor predicativo del incómodo verbo que 'todo' lo envuelve, que 'todo' lo impregna. 

La lengua refleja, en su estructura profunda, una anatomía y una fisiología psíquicas, y es obvio que las almas anglosajona y continental difieren anatómica y fisiológicamente. No deja por ello de sorprenderme la fácil claudicación de todo un continente que reniega de su espíritu metafísico (siglos de alquimia escolástica, de vigilia racionalista, de idealismo transcendental y voluntarismo vitalista, apenas un sedimento frío) para abrazar una lengua que economiza ferozmente y tantos signos culturales exponentes de la superficie de las cosas. Legiones de fecundas y complacientes rameras rindiendo la filosofía continental a una lengua que la desprecia, por oportunista sumisión a su tiempo, peor, por pura ambición de escaparates que sólo son letrinas destinadas a los desertores de su única patria, su lengua madre, los asesinos del pastor lusitano a los que Roma mira con desdén, pese a su servil cometido, o precisamente por él, por el carácter impostado de sus textos ... Roma traditoribus non praemiat ...

La historia de la filosofía cuenta con ilustres infiltrados, sin duda, que desdeñan la catedral en favor de la casa de campo, nobeles absurdos de humanitarios ideales y verbo axiomático. En mi lista de impostores preferidos, que es lista absoluta (sí, sí, desgárrense vestiduras los alarmados sofistas, las alborotadas histéricas del relativismo y demás impúdicas declaraciones de adhesión a sus días fláccidos), figuran unos cuantos ilustres. En fin.


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