EL ARCO DE ODISEO. Otra vez en Japón IV, por Marcos Muelas






El taxi se detuvo en esa calle que ya nos era tan familiar, Kawaramachi dori. Saqué mi cartera y seleccioné uno de aquellos billetes. Era tan nuevo que parecía falso. 

Permítanme que haga una pausa en esta historia para contarles varias curiosidades del papel moneda japonés. Da igual en qué lugar del país te encuentres, ya sea en unos grandes almacenes o en un modesto puesto callejero, cada vez que te devuelven un billete este parece nuevo. Limpio, sin arrugas, ni desperfectos, como si la banca nipona lo hubiera imprimido apenas cinco minutos antes de llegar a mis manos. Sin embargo, cada vez que yo entregaba un billete este parecía rescatado del calcetín de un mendigo. Y no es que yo no llevara cuidado, pero de alguna forma mi cartera los arrugaba o doblaba otorgando en ellos mi firma de "gaijin" a cada uno de ellos. Descubrí que para evitar este sacrilegio, tanto los hombres como mujeres japonesas llevan carteras alargadas para no doblar los billetes. Dichas carteras sobresalían de los bolsillos traseros de los pantalones provocando descaradamente a los carteristas. Ah, se me olvidaba, en Japón no hay carteristas. ¡Bendita civilización avanzada!





Pagamos al taxista y a pesar de las molestias ocasionadas por nuestro voluminoso equipaje no podíamos dejar propina. En Japón dejar propina es inaceptable para ellos. Una lástima, pues es rara la ocasión en la que no se la ganen con creces.

Apenas acabábamos de pisar la calle y ya me dolía la mandíbula de mantener la boca abierta. Ni volviendo mil veces a Kioto dejará de sorprenderme esta ciudad. Mi cabeza giraba sobre mi cuello en todas direcciones tratando de absorber todos los detalles.

Entramos en el acogedor hall del hotel, que ya conocíamos de nuestra anterior visita. Decidimos repetir estancia por su ubicación estratégica y por los buenos recuerdos que nos traía. En la recepción nos esperaban con cordiales sonrisas y nuestro aparato de WiFi portátil.  Nos dieron una acogedora habitación en la novena planta. Si bien la habitación era muy pequeña, al puro estilo minimalista local, las vistas compensaban. Lo primero que hice fue ir a la ventana para deslizar el panel soji que hacía de cortina. El templo Kiyumizuidera se perfilaba cercano, solo nos separaban unas pocas manzanas y las copas de algunos ancianos cerezos cuyas ramas explotaban floridas.

Nos dimos una merecida y muy necesaria ducha. La última había sido en otro continente y huso horario. Activamos el WiFi y enviamos breves mensajes para tranquilizar a nuestros familiares y amigos y nos lanzamos a la calle en busca de aventuras.

Como dije, la elección del hotel no es fruto de una casualidad. En pocos metros ya estábamos en la idílica Teramachi, un paseo que forma parte de un conjunto de interminables calles techadas donde hacer compras. Sin pretenderlo, ya estábamos adquiriendo nuestros primeros recuerdos. Tuvimos que hacer un gran esfuerzo para que no nos absorbieran las compras. Nuestra principal misión era llegar hasta el mercado Nishiki. En pocos metros estábamos allí, de nuevo en aquella interminable calle dedicada a la gastronomía local. Imaginen una calle tan estrecha que si pones los brazos en cruz casi puedes tocar ambos lados. Una calle donde cientos de locales, apilados entre sí, compiten por llamar la atención de los viandantes. Olores a pescado fresco, las voces que daban gracias, mostradores llenos de colores… Expositores repletos de comida donde costaba diferenciar cuál era de verdad y cuál no. Lo típico en todo el país es tener a la vista réplicas perfectas de la comida, para que el cliente sepa qué es lo que puede comprar. Y al contrario de lo que puedan pensar, el producto real es tan perfecto como la réplica. Todo en aquel lugar formaba un caos organizado, donde la limpieza y la calidad primaban. Todo era apetecible, todo olía de maravilla… Como ya teníamos reserva para cenar en otro lugar nos conformamos con probar unas brochetas de camarón con perfecta tempura, pulpo y ostras cocinadas de la misma manera. Sentados en un antiguo barril de manera, disfrutando de las conversaciones entre las imágenes antiguas que decoraban las paredes de aquel estrecho lugar. ¡Qué sabores! A regañadientes salimos del mercado de Nishiki, pues no debíamos de seguir allí si queríamos tener espacio para la cena. Como aún nos quedaba algo de tiempo, entramos en un bar izacaya que aunque tenía un aspecto muy europeo, ofrecía buenos vinos nacionales. Pedimos dos copas de Merlot, el blanco era una explosión afrutada y el tinto tenía un adictivo toque a chocolate. El vino fue un acierto, la compañía inmejorable y el recuerdo imborrable.

Del lugar donde cenamos les hablaré en otra ocasión, solo les adelanto que repetimos dos días después. 

 Tras disfrutar de la cena, ya solo nuestra adrenalina nos mantenía en pie. Llevábamos más de un día sin dormir y aun así teníamos claro que no podíamos retirarnos sin ir al lugar en el que pensamos todo el año. Les hablo de Gion, el barrio donde la tradición de Japón se atrinchera resistiéndose a ser arroyado por la innecesaria evolución. Con la caída del sol y lo avanzada de la noche apenas encontramos gente. Disfrutamos de la tranquilidad mientras paseábamos por aquellas calles cargadas de magia cuando tuvimos el primer encuentro de este viaje. El tiempo se detuvo mientras un imán invisible atraía toda nuestra atención. El fru fru de la seda se acompasaba a la perfección con el clap clap de sus getas. Sus adornos de pelo lanzaban destellos metálicos bajo la luz de aquellas farolas que poblaban la calle Hanamikoji con motivo de su estación predilecta, la primavera. Su cara de porcelana mostraba una madurez y sobriedad impropia de su edad. Pasó ante nosotros con movimientos precisos, pasos cortos entrenados hasta la perfección. Por sus adornos y su obi supimos al momento que se trataba de una Maiko, una aprendiz de Geisha. 

Da igual cuantas geishas haya visto a día de hoy, nunca dejarán de sorprenderme. El encuentro lo consideramos como buen presagio, y el futuro nos daría la razón. Fueron muchas las aventuras de aquella noche, pero me quedo sin tiempo para contarlas hoy.

Finalmente, nuestro cuerpo decidió ceder al cansancio y en pro de madrugar para aprovechar al máximo el día siguiente, nos retiramos a descansar. Ya en la cama nos costaba conciliar el sueño. ¿Por qué teníamos que perder el tiempo durmiendo cuando estábamos en el mejor lugar del mundo? Estábamos en Japón, ya saben, el país de la flor de cerezo, el sushi y como no, las geishas.    


Comentarios

  1. La manera que tienes de describir la ciudad nos transporta no sólo a los escenarios sino a las sensaciones. Deseando seguir viviendo este viaje leyéndote

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  2. ありがとうございます^_^

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  3. ありがとうございます^_^ soy Rosario!

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