I. Relatos impuros Roi des Auxcriniers, por Vicente Llamas
Pudo haberlo enterrado en el lago. Allí. La tierra es blanda, se deja hollar sin demasiada conciencia de estar cediendo, y la humedad y las hifas y las grutas de los anóbidos la ayudan a borrar las cosas. Es más voraz, más necrófaga que la tierra de dentro, que no concibe lluvias ni consiente pasos.
Pudo haberle enterrado allí, pero daba igual, porque ya le había enterrado en su memoria, de modo que habría sido un tedioso trabajo doble: enterrar en la memoria, desenterrar de ella, para volver a sepultar en aquel sitio enfermo que jamás dormía ni conocía lluvias. La memoria era tan buen lugar como cualquier otra clase de tierra para velarlo.
No le importaba lo que aquel sapo le hacía, aprovechando los descuidos de otros criadores… El diablo tiene emisarios en todas partes, leyó en Hugo, y éste era el farsante lúgubre de la tempestad, una criatura marina que sólo se volvía visible en los naufragios: sordo, siendo rey del cementerio, conocía los nombres y los sitios exactos de todos los ahogados, los de los que se hundieron para regresar de lo profundo tras haberse mezclado con otras seres que allí reptaban, y aun los de los que perecerán en las aguas, incluso antes de haber sido concebidos ya pertenecen a ellas, y por ende, a sus ojos. El resto, recordó, era vientre viscoso y deforme, reacio a la fecundidad, aletas y zarpas membranosas en vez de pies y manos, frente deprimida, boca cavernosa, hocico verdoso, cejas quebradas y ojos alegres. Yacía con las sirenas, que engendraban de su semilla horrendos ágonos sin vigencia. Ensayó, en vano, vías de descendencia, regenerando sus estructuras en las fosas más esquivas del azul que profanaba. Aquella risa, deslizándose por el borde de la tempestad hasta invadir el seno opaco de sus colores y sus sueños…
No era casual su presencia. Aquello era exactamente un naufragio: el Francisca Menor, un fantasma polvoriento varado desde hacía dos años en un recóndito rincón del desván, y atrapado en la cámara de popa un fantasma más nítido, envuelto en su propio vacío, su memoria inútil como un sudario o el pupario de una ninfa indecisa, y dentro de ese fantasma, otro, una sucesión de matrioshkas que deshacía y recomponía hasta que los tres fantasmas eran uno solo, el mismo fantasma oponiéndose a toda noción de avance. Ya era bastante tener que averiguar qué direcciones estaban obstruidas por el rencor o la fiebre como para tratar de saber en qué consistía avanzar, contra qué. A partir de ese ser roto, antes de serlo, había creído ir río arriba, hacia el origen, para demostrar que algunas cosas torcidas podían enmendarse. Para el desove.
Ya no.
Nunca oyó cómo le hacía esas cosas, los colores dañados y esas cosas. Sólo podía adivinarle a través de la niebla, soñando impurezas, rumiando inmundicias, y para hacerlo no necesitaba de todos aquellos rasgos con que rehacerle. No le hacía falta ser rojo cuando el relámpago era lívido y pálido cuando era púrpura; no necesitaba una barba rígida como una membrana adornada con raras conchas anteriores y raras conchas posteriores, siete de cada clase, para poder advertirlo en la penumbra, violentando los colores que usaba para las hembras, para designarlas y poseerlas. Para suavizar sus contornos duros o tener alguna noción imprecisa de ellas. Referencias en su desorden. El mal es más sigiloso. No se exhibe, esbozado en la penumbra, trepando a lo alto de las olas encrespadas donde palidecer en la sombra con el semblante iluminado por una vaga sonrisa, danzando con ademanes locos y terribles ante la inminencia de un naufragio. Acaso no tenga verdadera sustancia y deba parasitar.
No era que siempre estuviera ahí, de una u otra manera, ni lo que le hacía, lo más difícil de entender. Lo que le repugnaba era que ella se diera cuenta y no le importase. Tampoco era la primera vez que tropezaba con un cambion o un roi des Auxcriniers. Pero él era pescador, y no ahogado, de modo que no tuvo que esforzarse demasiado para arrancarle la armadura de escamas que le ceñía como un sudario y borrarle la sonrisa de lo que fuera que le hiciera la función de cara.
Sintió su miedo fluir desde los huecos donde anidaba, atravesando ámbitos ruinosos en los que se hacinaban las cosas que había olvidado, agrupado en un solo haz oscuro, arrasando órganos para salir al exterior, y en ese momento, él dejó de estar allí. Fue su propio miedo lo que lo venció, no él, él apenas lo hizo salir de donde lo escondía. Sus manos, como dos animales irresueltos, sin vínculo alguno entre ellos, se afirmaron sobre aquella torpe trama de huesos y aliento deshilachado hasta que las aguas quedaron completamente mudas, limpias de risas y de danzas: naufragios ya para siempre abolidos, aguas vacías de bastardos reyezuelos y ahogados descansando, al fin, en fosas esquivas del fondo, sin tener que regresar a la superficie a revelar con qué se mezclaron en ellas.
Si hubiera querido, podría haber asomado dentro, a ver qué clase de órganos había, dónde se formaba esa miseria que le impulsaba, pero estaba esa mancha oscilante, que iba y venía sobre su cuerpo, y en la que alguien había hurgado ya. Con una disección bastaba. No hacía falta seguir escarbando más en las cosas, hurgar dos veces seguidas en ellas era lo mismo que desenterrar para volver a enterrar de nuevo en un sitio más áspero que no consienta lluvias.
La luz sólo era luz cuando estaba entera, no partida. Examinada por dentro, ya no era luz, sino algo oscuro y sin oficio. Dos partes que oscilaban acompasadas, mutuamente comprometidas en una simbiosis radical, produciéndose una a la otra. Una existiendo a expensas de la otra como una pura reminiscencia de algo distinto a lo que, en su propia fluctuación, la generaba, sosteniéndose una en la otra sin necesidad de lo externo, un soporte mecánico como el que necesitaban el llanto o la rabia, por ejemplo, para prosperar y significar (algo), y por tanto, sin estar desgarrando al asomar ahí dentro.
La luz dividida ya no era luz, ni hurgar dentro de la luz tampoco era exactamente luz, ni división de la luz, sino escombro. La luz se compone de dos partes extremadamente delicadas, sin poderse separar, pero sin confundirse la una con la otra. Dos partes en una misma, y el mismo cuerpo que le daba vida servía para enterrarla. No hizo falta sacarla, bastó con un solo cuerpo tangible para saber que estaba allí y que no hacía falta extraerla y enterrarla aparte porque ni siquiera tenía un nombre que verter en la lápida.
El que asomó ahí antes que él debió comprenderlo enseguida, lo que estaba haciendo no era partir o dividir pues no había partes verdaderas que poder separar, ninguna materia o atisbo de ella. Debió comprender que era simplemente violar. Y así es como se conocían las cosas, violentándolas, desviándolas de su ser hermético mediante una naturaleza que no poseen. Separándolas de sí mismas a una distancia irreal. Esa distancia ficticia a la que se aleja de sí cada cosa es su impostada naturaleza. Sólo los hombres pueden concederla, las cosas no se apartan nunca de su norma o su proceso, permanecen en sí mismas, calladas, sin naturaleza alguna, sin necesitar nombre. Todo conocimiento, un acto violento de penetración. Seres indiferentes en sí a la mirada, a la ponderación, al valor, como las mabras y los glanos en lo hondo, sacados violentamente de su ser, arrancados de su clausura, arrojados a una naturaleza que no quieren poseer.
La conciencia es intromisión y desgarro. Sólo genera escombros para llenar con ellos infinitos cuadernos amarillos que los días acechan, ya antes de formarse, desde las oquedades donde los incuban los relojes; cuadernos con tapas cada vez más raídas, sucias de sedimentos de llantos o de huidas. Cuadernos de naufragios.
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