Clase de Lengua y Literatura, Cervantes y Velázquez, por Santiago Delgado
Hay una común tristeza en las obras de Cervantes y Velázquez. Coincidieron ambos en la España de Felipe III, pero es perfectamente imposible que se cruzaran. Esa común tristeza que, digo, que acaso sea más bien ausencia de alegría, pertenece al tiempo español en que vivieron. Hay carcajadas en el Quijote, y hay, sobre todo, humor. El humor no es la risa. Me refiero a la tristeza que no saben ver ni Quevedo, ni Lope. Tampoco Murillo. Mirad a los ojos a los bufones reales, dignificados por el pincel de Don Diego, es la misma dignidad de los cabreros con los que Don Quijote comparte los galianos cocinados por aquéllos. Los galianos, dicen, son los gazpachos manchegos. Tanto y tan bien le sentaron al hidalgo, que, de inmediato, les instruyó con el discurso de la Edad de Oro, que Don Alonso veía en la frugal vida horaciana de aquellos servidores del campo. La dignidad tiene un poso de tristeza que niega la ansiedad, que ya en aquella época asaltaba los espíritus; así la de los hidalgos urbanos de la Picaresca. Los bufones de Velázquez y los cabreros de Cervantes aman la naturalidad, sin saber que la aman. No salen del asunto menor y sucesivo de cada día, de cada hora. Pero, aunque no supiésemos encontrar esa tristeza, a la par metafísica y común, en esos elementos que hemos citado, la tristeza que digo estaría en el ambiente. En el aire pintado de Villa Medici o en la sobriedad cristalina de Don Diego Miranda. Velázquez sale de Sevilla a los 24 años. No abandona su tristeza, acaso somatizada ya. La vemos en ese aguador de Sevilla, con toda seguridad un exsoldado de los Tercios, buscándose la vida por las calles hispalenses. El duro golpe de Don Miguel al ver negada su petición de pasar a la Nueva España deviene tristeza, al conocer que sus efímera glorias lepantinas, han sido más efímeras que glorias, y que sus penas del cautiverio argelino, bien estuvieron si bien acabaron. No hay más. Conserva la vida, amputada la voluntad del brazo, y dé gracias por eso. De nada sirvió todo. El Atlántico y Flandes daban mayores cuitas al rey. Y las negaciones, pertinaces y precisas, de la Orden de Santiago pesares daban al Pintor de Corte. No era una ínfula desmedida, la de ver pintado el jacobeo lagarto sobre su pecho. Era un hacerse respetar por los mentecatos de Corte, que aún pensaban a la Pintura como una artesanía, y al artesano como un villano. Dicen que fue Felipe IV quien dio el último trazo a la cruz sobre el pecho del sevillano. Cervantes murió pidiendo la limosna de un apoyo noble:
Como siempre, excelente.
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