EL ARCO DE ODISEO, Marcel Pinte, por Marcos Muelas




Tanto da si usted nació en la década de los 60 como la de los 80. Seguramente, a los seis años usted tuvo una infancia muy similar a la mía, incluso si nos distancian veinte años o un continente. Si usted, al igual que yo, nació en España, seguramente nos entretuvimos con los mismos programas de televisión, pues no es que hubiera muchos canales donde elegir por aquel entonces. Da igual si nos separan una o dos décadas, con seis años ambos jugamos a las canicas, la peonza o las chapas.

Sinceramente, no creo que los niños de ahora repitan nuestros juegos de infancia y si lo hacen, dudo que éstos puedan competir con el entretenimiento que puede brindar una pantalla táctil. Quizá sea inevitable que nuestros juegos y juguetes resulten aburridos a las nuevas generaciones y que poco a poco acaben en el olvido o como material de colección para los más nostálgicos.

La tecnología dedicada al entretenimiento ha dado un salto muy grande en esta última década. Tanto es así que los de mi generación tenemos una infancia más común con nuestros abuelos que con nuestros hijos. Pero, hay infancias e infancias. No es lo mismo crecer durante un periodo de paz y prosperidad, que hacerlo durante una larga guerra.

Y pregunto, ¿cómo era su vida a los 6 años de edad? Usted no sé, pero yo por aquel entonces usaba zapatillas con cierres de velcro, pues aún no sabía ni anudarme los cordones. No recuerdo ser ningún lumbreras, ni tener ninguna cualidad que me hiciera destacar. Sí, ese era yo, la mediocridad resumida en un niño de seis años.

En el contrapunto, con algunas décadas de diferencia, recordaré a Marcel Pinte, que a sus seis años demostró una madurez e ingenio únicos.

Era el año 1944 y todos los recuerdos de Marcel se desarrollaban en una Francia ocupada. Quizá fueran esas cosas las que le hicieran madurar de forma tan prematura.

A su corta edad había sido obligado a presenciar escenas nada habituales. No solo hablo de los horrores que tuvieron que vivir millones de niños en Europa. A las afueras de Limoges, en una apartada granja, Marcel vivía junto a su familia. En un día cualquiera era posible que los Pinte pudieran albergar a un paracaidista aliado oculto en el desván. Por la noche, la cocina se convertía en un improvisado cuartel general de la resistencia, donde se reunían los cabecillas de la resistencia para gestar planes contra las fuerzas de ocupación. No es necesario decir que cualquiera de estas actividades ponían en alto riesgo al núcleo familiar. Pero sería injusto juzgar a los padres del pequeño Marcel por exponerlo a tal riesgo, pues sin la implicación y sacrificio de familias como la suya Francia no habría sido liberada.

Eugène, que así se llamaba el padre de la criatura, lideraba un grupo de resistencia local que día a día aumentaba en importancia. El joven Marcel observaba en silencio todo lo que ocurría a su alrededor siendo consciente del riesgo que corrían todos. Y quizá fuera este hecho el que le obligara de madurar de forma tan acelerada.

La granja en la que vivía junto a sus padres y cuatro hermanos estaba emplazada en una zona apartada lo que la mantuvo relativamente alejada del interés de las tropas nazis. Marcel demostró una inteligencia sobresaliente que le otorgaba una memoria y desenvoltura únicas. Acosados por las patrullas, el movimiento rebelde descubrió en el joven un medio perfecto para pasar mensajes delante de las tropas nazis. ¿Quién iba a sospechar que un niño tan pequeño pudiera hacer tal cosa? Memorizaba los mensajes a la perfección y bajo su pequeña camisa transportaba mapas y documentos para la resistencia. Tal fue su relevancia que pronto se convirtió en un miembro activo de la resistencia francesa conocido con el nombre clave de Quinquin.

En la víspera de la liberación de Limoges, mientras se encontraba entre las tropas de asalto, quiso un mal destino que una de las armas de los aliados se disparara accidentalmente. Una ráfaga de balas segó inevitablemente la vida del joven a tan pocos días de la victoria que les daría la libertad.







El joven fue enterrado con los honores propios de un héroe. Cuentan que, días después, los suministros que lanzaron las tropas aliadas desde los aviones al lugar, los soltaron utilizando paracaídas negros en señal de luto y respeto por Marcel Pinte.

Aun así, tuvieron que pasar décadas para que el mundo reconociera la participación del joven intrépido en este conflicto mundial. Actualmente es considerado el participante más joven de la segunda guerra mundial que dio su vida en su lucha por la libertad.

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